miércoles, 24 de diciembre de 2008

Cosas que pasan en navidad.

Me despierto pasadas las doce. Con menos ánimos que pereza, me levanto y salgo del cuarto con los ojos achinados y la boca pastosa. Doy unos pasos y me tropiezo con algo, aturdido, veo a mi alrededor, hay cajas y cajas diseminadas por toda la casa, pateo un par, maldigo a todas. Mamá aparece y me calma, me dice que son el árbol y los adornos de navidad; que ha sacado todos sus adminículos para levantar los monumentos típicos de la noche buena. Sin más rodeos, mamá me pide que la ayude, me invita a pasar la tarde con ella arreglando y decorando la casa. Me opongo fervientemente. Ella insiste, me aconseja que no sea tan mundano y que me entregue al espíritu de la navidad. La rechazo nuevamente, me amargo, le miento y le digo que tengo una reunión; luego salgo de mi casa y no regreso en tres días.

Andrea, la chica más buena y que más quiero, me propone hacer un intercambio de regalos; acepto en forma risueña sin advertir las consecuencias (teniendo en cuenta de que soy un tacaño de temer). Tengo algunos días para comprar el regalo furtivo, sin embargo, la ociosidad y la vagancia –mis más fieles consejeras- me conminan a esperar el último momento para ir en busca del presente. Apurado porque es 24 y tengo que ver a Andrea en una hora, corro al mercado cerca de mi casa y le compro un osito de peluche bastante chapucero, y que me costó la mitad de la cifra mínima pactada para los regalos. Llego al parque de San Isidro donde nos debíamos encontrar; Andrea me regala el CD doble de 311 que yo tanto quería y yo le alcanzo el impresentable osito que le llevé metido en una bolsa negra, haciendo un trueque evidentemente desigual, Andrea lo ve, sonríe, y me cuenta que uno igual le regaló hoy a la hijita de su empleada domestica.

Caminando por la calle, un niño se me acerca, es un niño pobre, mal vestido; me mira con un rictus mustio, me pide unas monedas por navidad. Me hago el despistado, lo ignoro. El chiquillo es pertinaz, me sigue, me pide otra vez algo de dinero. Bajo la mirada irritado, le digo que no, que no tengo plata. El niño no se resigna y me cuenta que no tiene nada que comer esa noche, la noche de navidad. Conmovido, meto una mano al bolsillo y saco un par de soles, se los doy y le deseo feliz noche buena. Doy algunos pasos más y otro muchachito, de iguales condiciones, se me para en frente, me dice pasará navidad en la calle, que nadie le regalará un juguete. Me entristece su historia, cómo decirle que no, meto la mano al bolsillo y le doy algunos soles. Al paso siguiente, otro niño, también estragado, se me cruza y me pide un sencillo tras contarme una novela tremebunda. Me sorprendo, siento que algo raro pasa, volteo confundido y veo que hay una fila de niños tras de mí, animados por el primer niñito que me abordó, a los gritos de: ¡pídanle, pídanle, está que regala plata! Encabronado, les digo que ya no jodan, que no tengo más plata. Se escucha un murmullo general, ¡misio! Me gritan. Los mando a la mierda.

jueves, 18 de diciembre de 2008

El sueño frustrado.

Estoy caminando por una calle tranquila y sosegada, no tengo nada mejor que hacer que caminar. De pronto reparo en que estoy cerca de la casa de Adriana, puedo ver su casa a unos pasos delante de mí. Dudo si buscarla o no, pienso en que tal vez esté ocupada o, peor aún, quizá ni está en su casa, Adriana es una chica linda y muy popular, casi nunca para en casa, siempre para rodeada de amigos, siempre tiene algo que hacer. Sin embargo, abrumado porque me duelen demasiado los pies y quiero descansar en un sofá acogedor unos segundos, decido buscarla, arriesgándome a comerme el roche de un “no está, ha salido”, que es algo así como: ella sí tiene una vida, a diferencia de ti.

Toco el timbre de su casa, no puedo con la ansiedad, el corazón me late fuerte, me odio por eso. Sin embargo, tras esperar unos segundos, es Adriana la que me contesta por el intercomunicador: escucha mi voz, se alegra al oírla –o finge hacerlo-, me dice que pase, que cierre bien la puerta al entrar. Entro, paso mis manos por mi cabello, tratando de peinarme un poco (el viento ha revoleteado mi cabellera), no quiero parecer un loco.

Al atravesar el pasadizo que conduce a la sala, advierto el sonido de la música que viene desde dentro. Una canción de reggaetón suena de manera estruendosa, me empiezo a imaginar a Adriana bailando, moviéndose de una manera muy sexy, soliviantada por esa música que de sólo escuchar activa en mí unos impulsos concupiscentes de temer. Adriana me recibe de una manera muy cariñosa, me abraza, me da un beso en la mejilla. Yo le respondo el beso, la huelo, la tomo de la cintura, me gano un poquito con ella, después de todo, es una chica linda.

Cuando ingreso a la sala, veo que, sentada en el sofá de cuero, hay una chica de no menos belleza que Adriana. Se llama Lorena -me dice Adriana- es una amiga de por acá, estamos tomando vodka desde hace rato, alucina, un vodka entre las dos, ¿qué maleado, no? Me quedo asombrado y a la vez crispado, nada que ver –digo, sonriendo como un tonto-, está bien que se diviertan. Lorena, que tiene una voz bastante seductora, alarga un vaso lleno de vodka con jugo de naranja y me dice: Toma, sécalo. Obedezco sin oponer objeción alguna, tomé ese líquido agridulce de un solo trago.

Adriana, Lorena y yo empezamos a beber sentados en el sofá, una retahíla de reggaetones sonaban sin parar en el equipo de música, las chicas coreaban las canciones, se movían al ritmo de la música, y sólo se detenían para beber un poco más. Yo estaba extasiado, obnubilado por estar con dos chicas lindas, en una casa sola, tomando vodka, escuchando música libidinosa y viéndolas moverse de manera tan puteril.

Luego, Lorena jala a Adriana y la levanta del sofá; le dice que baile, la reta a ver quién baila mejor. Ahora ambas bailan tomándose de las manos, acercándose más y más, dándose palmaditas en el culo; y yo ya no puedo más, se me puso dura de una manera contundente, siento que voy colapsar. Lorena me invita a que las acompañe y me una a ellas en el baile de tendencias lascivas, siento que Lorena es muy sabia y la obedezco de inmediato.

Me pongo en medio de ambas y rozamos nuestros cuerpos sin pudor, las tomo de la cintura y ellas se mueven para mí, sólo para mí, siento que estoy en el paraíso, siento que hoy cumpliré mi sueño más preciado: hacer un trio. Así estamos, yo besando a Lorenita por el cuello, Adriana bailando, moviendo el culo, ensimismada, hasta que, ¡putamadre!, los papás de Adriana han entrado a la casa y nos miran boquiabiertos; yo siento de repente un ramalazo de agua fría por la espalda, no sé qué hacer, qué decir. ¡Qué mierda pasa acá!, retruca el papá de Adriana. ¡Lárgate de acá, pervertido del diablo!, vocifera la mamá. Antes de que ambos se me tiren encima, agarro la botella de vodka (que estaba a la mitad) y salgo corriendo de la casa, dejando atrás un griterío que de seguro terminará en el hospital, pensando que tenía que llevarme algo que probara que pasó lo que pasó, que no fue un sueño ni otro cuento mío.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Una más.

La banda y yo estamos tocando con vehemencia, una por una, las treinta endiabladas canciones que hemos tenido que aprender para esta tocada. El organizador del evento nos conminó a sacar tal cantidad de canciones, lo cual no fue una tarea fácil, pues nos demandó una entrega considerable de tiempo y esfuerzo.

Yo estoy cantando lo mejor que puedo –o lo menos mal que pueda-, pues desde la tarde estuve libando licores dudosos, de una manera infatigable, por lo que mi garganta y el tono de mi voz se vieron bastante diezmados; por suerte nadie parece notarlo, la gente nos recibe muy bien, cantan las canciones con nosotros, se divierten, gozan del show.

El local miraflorino donde estamos tocando está lleno; el concierto fue muy publicitado, no me sorprendió tal acopio de gente, al contrario, sólo pensaba en que la paga por el espectáculo –que era relativa a la cantidad de asistentes- iba a ser bastante provechosa y pródiga.

Pasada una hora del show, la gente nos aclama y encomia con más y más bríos –lo que atribuyo a las no pocas jarras de cerveza que había en cada mesa-. Los de la banda (“El Hilo”) nos sentíamos reyes de la noche, nos estaba pasando lo mejor que le puede pasar a cualquier artista: que el público te quiera, te aplauda con frenesí y que te pidan ¡otra!, !otra!
Así estamos, un tanto envanecidos por el pingüe cariño de la gente, cuando de pronto el organizador del evento se acerca a mí y me dice que toquemos la última canción, que es hora de que bajemos porque la siguiente banda ya está lista para entrar. Asumí que estaba bromeando, pues recién habíamos tocado la mitad del repertorio que habíamos preparado con tanta dedicación, además nosotros éramos los únicos que debíamos tocar esa noche, nunca nos hablaron de una segunda banda.

Anuncio la siguiente canción y me atrevo a ofrecer tocar muchas más –incluso di nombres-. Craso error, El organizador del concierto se enfurece, se siente vejado, siente que su autoridad ha sido minimizada por este pigmeo cantante ufano. Dolido, el organizador me amenaza, dice que anuncie que tocaré la última canción o de lo contrario nos baja del escenario por las malas.
Me causa gracia su arranque draconiano, tanto así que digo su nombre por el micrófono y digo que es un Señor Productor. Los chicos de la banda se ríen. El organizador se retira con rumbo desconocido, entonces nosotros nos arrancamos a tocar la canción que sigue, soslayando lo ocurrido. Luego pasa algo curioso: mi micrófono no amplifica mi voz, las guitarras se apagan, las luces flaquean, nos dejan en penumbra. Me miro con mis compañeros de grupo, no sabemos qué hacer, todo está oscuro y los instrumentos no suenan, la gente nos mira desconcertada, el organizador se impuso ante nosotros.

Encabritado me indigno y grito que esto es un atropello, una burla. Luego, azuzo a la gente a que reclame, lo cual no era necesario, pues la gente silba y erige diatribas de todo tipo, mostrando su rechazo a dicha canallada. El local es un loquerío, nadie puede creer lo que está pasando. La banda, secundada por un séquito de espectadores que gustan de nuestra música, arremetemos contra el organizador: le reclamamos, reprochamos, increpamos; yo soy el que le guarda más animosidad, siento el orgullo menoscabado; él se muestra reacio, insolente, se hace de oídos sordos mientras nosotros maximizamos nuestra inquina. Pero todo es en vano, la otra banda furtiva ya está encaramada en el escenario, lista para tocar.

domingo, 30 de noviembre de 2008

Terminó la universidad

A todo le llega un final, y, sin darme cuenta, hoy le llegó el final a mi vida universitaria. No porque haya jalado un ciclo o me hayan botado por vago o me hayan invitado a retirarme por ser tan crítico y malaleche con mi pundonorosa casa de estudios, sino que –capeando hercúleas adversidades- hoy he terminado la carrera.

Me parece increíble. Tengo una mezcla malvada de sentimientos, por un lado están esas cavilaciones que tuve desde siempre en las que todo me parecía malo y sólo quería que llegue fin de ciclo para largarme de esa maldita universidad y dejar de ver para siempre a mis aplicados y futuros gerentes compañeros de clase y a los odiosos-tediosos-aburridos profesores y docentes indecentes. Pero por otro lado, en estos últimos días, he granjeado nostálgicos pensares que están diseminados en cada uno de mis recuerdos.

¡Caray!, se me hace difícil pensar que ya no caminaré por los patios de la universidad, que ya no veré los rostros que vi durante tanto tiempo, durante tantos años; ya no saludaré a profesores fingiendo cariño cuando sólo quería que me regalen un puntito más; ya no veré a mis buenos y leales compañeros de estudio, ya no veré a mis compañeros que nunca supe cómo se llaman; ya no me quedaré en las tardes a escribir en el laboratorio de internet; ya no sacaré más libros de la biblioteca y los devolveré pasada la fecha de entrega; ya no escucharé a mis compañeros decir que soy un enfermo porque hablo y uso demasiadas palabras raras; ya no pronunciaré esas palabras difíciles en las exposiciones ocultando que no sé un carajo de lo que estoy exponiendo y, extrañamente, ganándome el encomio de los profesores; ya no preguntaré como un demente: ¿ya es coffe break? Durante toda la mañana; ya no iré a comprar chocolates donde ese abnegado y añejo caballero que vende estoicamente golosinas en las afueras de la universidad y regala caramelos; ya no pondré más apodos, a escondidas, a mis compañeros; ya no miraré a las niñas lindas de la universidad ocultándome tras mis grandes lentes oscuros; ya no improvisaré poses y discursos circunspectos ante los profesores para que no sospechen que soy un bigardo de campeonato; ya no iré al hueco los viernes y terminaré bailando penosamente soliviantado por el alcohol; ya no le diré a la asistenta social que mañana pago la pensión cuando en verdad sé que no la pagaré; ya no venderé todas mis cosas para pagar exámenes sustitutorios; ya no dormiré en clase; ya no aprobaré floreando; ya no soslayaré la ignorancia con florituras verbales; ya no diré que la gente de mi grupo me cae mal, cuando en realidad los aprecio; ya no andaré con una mochila llena de libros y cuadernos; ya no tomaré ron con cocacola en el parque de Angamos; ya no veré más a gente con la que pasé tanto tiempo, ahora sólo me queda extrañar todo eso.

Me causa gran tristeza, saber que todo se reduce a recuerdos. Me apena que esa parte de mi vida ya haya terminado. Maldita nostalgia, no puedo con mi genio.

jueves, 20 de noviembre de 2008

¿Dónde estás corazón?

Es la pregunta que me hago, a veces, cuando mis propios conatos-antítesis -del amor imperante ubicuo , anegados de dureza y altivez, decaen, flaquean, me abandonan; entonces, es ahí cuando yo ya no me creo mis propias teorías, mis propias filosofías de vida, mis propias intenciones reales, quedando así inmerso en la más profunda y confusa soledad.

La vida, el destino, el azar, aún no sé que me azuzó a pensar como pienso, a creer como creo, a querer como quiero –de una forma demasiado egoísta-, a dictaminar, de manera perentoria, que yo no estoy capacitado para adentrarme en un idilio abnegado-desprendido-respetuoso-duradero, y no morir en el intento.

Es que no creo en las formalidades, en querer bajo presión, en las conminaciones amatorias, en las restricciones sociales, en estar atado a alguien. Aunque, para ser sincero, admiro –y, por qué no, dejémonos de hipocresías, también envidio- a esas parejas con las que me topo a veces, que, con todo y sus reyertas y escaramuzas, se ven bien, contentos, felices. ¿Raro no?

Lo sé, soy consciente y lo acepto, estoy condenado a esa hermosa y tremebunda posteridad: a ser libre y autónomo, a ser intemperante como soy y no sentirme mal por ello, a no estar atado a nadie, a hacer lo que me dé la gana y no negociar mis actos; pero, a la vez, a sufrir la soledad conspicua, esa que te causa la ausencia de un amor verdadero.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Fue ayer y sí meacuerdo.

La tarde de un domingo cualquiera, no podía sentirme más emocionado, iba a conocer por fin al autor de tantas ficticias tropelías, al intemperante de la prosa crispada, al escribidor de cuyas obras soy esclavo.

Trate de vestirme decentemente –creo que no logré-, sólo quería disfrazarme y obviar los guiñapos con los que suelo andar siempre, después de todo, la ocasión lo ameritaba. Salí de mi casa retozando, con dos libros suyos, de mi colección, bajo el brazo, con la esperanza de que me los firmara previa dedicatorio protocolar. Elegí los que más me gustaban, los que había leído dos o hasta tres veces, con una vehemencia fanática.

La cita era en un set de televisión cerca a mi casa, donde el famoso escritor conducía un programa de tv -empresa que lo hacía conocido en Lima y en varias otras ciudades, pero que menoscababa un poquito su talento como escribidor-. Acudí al lugar con un buen amigo que accedió a acompañarme –y a llevar su cámara para sacarnos fotos-. Llegamos puntualísimos, fuimos los primeros parados en la puerta del canal, después de algunos largos minutos, la fila era interminable.

Luego entramos, me senté lo más cerca que pude de la silla desde donde él conducía su programa. Me sentía inquieto, nervioso, apunto del colapso, esperando a que arribe el protagonista de las muchas argucias que yo leí incansablemente.

De pronto, por fin apareció, entró a su set con un aire distraído y hasta algo desdeñoso, saludó a cuatro personas y se sentó en su silla negra para empezar el programa –el cual me resultó bastante lánguido y simplón-. Pero de todas formas, con mis libros a cuestas, yo miraba y escuchaba admirado al autor de fantasías, al elucubrador de vidas.

Cuando terminó el programa, toda la multitud iracunda se abalanzó a empellones hacia el escritor, en busca de un autógrafo o una fotito para el hi5. Mi amigo me recomendó que, a codazo limpio, irrumpa entre la muchedumbre y logre encaramarme hasta el pequeño estrado donde estaba el famoso, pero ese no era mi estilo, yo no quería que me atienda a la volada, quería que conversemos un rato y que me firme bonito los libros.

Así, veinte minutos después, reducido el gentío, subí azorado al estrado del escritor. Él viró su mirada hacia mí y muy afable me dijo tú ya has venido antes ¿no?, con la voz trémula alcancé a decirle que no, primera vez que iba. Acto seguido, extendí los libros hacia él y noté que hizo un rictus de complacencia, alegre porque alguien se dignó en pedirle que le firmara sus libros. Luego, con la voz aflautada, empecé a decirle al escribidor lo mucho que lo admiraba y que tenía todas sus novelas en versión original y que las había leído en repetidas ocasiones y que yo también quería ser escritor y que estaba haciendo una novela. El me deseó mucha suerte y me dijo que tenía contactos con una editora argentina y que podía ayudarme a publicar, yo le agradecí con un copioso número de elogios y arengas hacia su persona. Acto seguido, y después de firmarme los libros, apuntó su dirección de correo electrónico en la última página y me invitó a que le escribiera, se lo agradecí fervientemente.

Finalmente, mi buen amigo, que se reía, a unos pasos, de mis alabanzas y encomios desmesurados hacia el famoso, nos sacó un par de fotos. El escritor impostó su mejor sonrisa, yo hice lo propio. Entre flash y flash, el escritor me dijo que teníamos el mismo peinado, yo tengo esta melena hace años, señor, tampoco me crea una fan enamorada, sin embargo, asentí su afirmación, no quería arruinar el momento. Luego nos despedimos afectuosamente y, retozando otra vez, salí del estudio y posteriormente del canal.

Mi amigo continuaba riéndose, divertido por mi fanática-timorata-aflautada actuación, y sólo se calmó, rato más tarde, para decirme: después te paso las fotos donde sales chupándosela a bayly.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

El Docente indecente.

En algunos años de universidad, he logrado conocer un sin número de profesores, hombres y mujeres que, desde mi humilde perspectiva de alumno remolón, separaría en dos grupos: Los grandes educadores de vidas y los docentes indecentes.
Dado que hasta ahora –los últimos suspiros de mi vida universitaria- no dejo de atisbar a los segundos, me ocuparé de ellos en esta ocasión.

Al docente indecente lo describiría así: Una persona quizá instruida, pero poco preocupada en compartir lo que sabe; un ser envanecido, a veces narcisista, que sólo sabe hablar de sus logros –que seguramente datan de años, pero que son los que le dan sentido a sus famélicas existencias-; son personas viciadas, golpeadas, vejadas malamente por la vida, que buscan una revancha parándose frente a un grupo de jóvenes y, sintiéndose enhiesto, lleno de mohines adustos, miran desdeñosos a la multitud confundida y, por fin, tienen su venganza, porque ahora ellos son los magnánimos faros refulgentes que nunca pudieron ser ante sus iguale, en sus tiempos.

Esas caricaturas de la enseñanza son fácilmente reconocibles –y extremadamente peligrosos-, siempre andan por ahí retozantes, felices porque se saben respetados y temidos por sus pigmeos e imberbes alumnillos, y sólo esperan la siguiente oportunidad para hacer prevalecer sus razones ante la de los estudiantes y valerse de argumentos feéricos –ellos le llamarían: experiencia- para imponerse y creerse dueño de la verdad, y entonces los alumnos terminan más confundidos que al principio, creyendo que lo hacen todo mal.

Gracias a Dios, para soslayar la presencia de los docentes indecentes, están esos encomiables educadores de vidas, personas admirables y respetables que departen conocimiento, gente circunspecta y honorable que forja profesionales no con mandatos perentorios, sino más bien, con tolerancia y pasión por lo que hacen. Agradezco la existencia de estos ilustres personajes anegados de tanta sabiduría y que me han iluminado en los peores momentos.

miércoles, 29 de octubre de 2008

¿Emo, yo?

Lima, capital de la alienación, ha recibido, acogido y copiado últimamente un sin fin de modas y costumbres de otros países, creando así innumerables guetos improbables, de los cuales no me siento parte, no los encomio pero tampoco me causan animosidad.

Uno de estos grupos urbanos, quizá el más pintoresco, llamativo y popular, son los Emos: individuos que se caracterizan por sus ideas mustias y su carácter parco, además, claro, por andar vestidos de negro –hasta en la canícula, por Dios- y tener ese peinadillo con raya al costado y cubriéndoles un ojo.

Nada contra ellos, tienen su vida, sus ideas y cada quien es dueño de su propia confusión. Sin embargo, me siento en la necesidad abrumadora de dejar en claro que yo no formo parte de esta secta de pintorescos personajes de carácter triste.

Toda la vida, desde que tengo vida propia y mamá dejó de someterme a la cruel humillación de mandarme al colegio con el cabello cortito y peinado con una raya horrorosa que rozaba mi oreja izquierda, he usado el pelo así, semi largo y con un cerquillo que me dibuja como un tontuelo –eso lo sé-, siempre me gustó andar así –y me gusta y me gustará-, pero desde la llegada de los emos, he pasado a formar parte involuntaria de dicho grupo, me he convertido en un representante de ellos en la universidad, en la calle, en mi casa, con mis amigos, en fiestas, en reuniones sociales, plazas y parques y en todos lados.

Al principio me causaba gracia, sonreía al escuchar que me preguntaban si yo era Emo o si lo afirmaban rotundamente, pero ahora, después de largo tiempo de paciencia –empresa que no me caracteriza-, ya me parece un comentario con mala leche y divorciado de la realidad.

Entonces, aprovecho la ocasión para decir: no soy emo, ¿ya? Llevo el cabello así porque me gusta y punto (claro que hacérselo entender a todo el mundo sería utópico), y dejo en claro también que no me cortaré la melena para evitar que me espeten esas diatribas infundadas que me suelen alcanzar algunos conocidos: Emo, emaso, emo-frustrado, los fans de megadeath te matan si te ven, etc.

Gracias por la comprensión y desde aquí un saludo a todos los emos que pululan afligidos y macilentos por nuestra Lima alienada, todo mi cariño y mi ferviente deseo por que sean ellos quienes cambien de look pronto, en la brevedad posible.

martes, 21 de octubre de 2008

Escenas piratas.

Es sábado por la tarde, he cerrado el libro que estaba leyendo la ultima hora y media. Me estiro malamente y luego quedo algo desorientado, no sé que hacer. De pronto siento que quiero ver una película o algo así, declino a la idea de ir al cine, más por flojera que por vergüenza a ir solo, decido finalmente ir al mercado cerca de mi casa y comprar alguna película en dvd pirata.

Cerca de la plaza del mercadillo pobretón de Magdalena encuentro un puesto-ambulante-furtivo atestadode cajas de dvds, tres pundonorosos muchachos atienden a cuatro gatos que atisban de soslayo los títulos improbables de las películas de moda. Me acerco al mostrador y un mofletudo joven se me pone en frente.
-¿si, chino, alguna peliculita? – me dice apurado.
-Sí, claro – le digo -. Tienes…- me quedo pensando en alguna película y no se me viene nada a la mente.
-Tengo todo chino – me informa el vendedor – Toma acá hay un catalogo de las películas que tenemos – añade y me alcanza un voluminoso álbum fotográfico.
Empiezo a otear lentamente las páginas del catálogo, figuran películas de moda y también algunas antiguas, ninguna me llama la atención. Mientras tanto, el gordo vendedor –que parece ser el dueño de la tienda- empieza a incentivar a sus trabajadores para que laboren más rápido, los palmotea, les dice: menudea oye, menudea; y a la vez él atiende a otros parroquianos que han arribado a su establecimiento ilícito.
-Cholo ¿tendrás la última de Ben Stiller? – Vocifera un cliente, un joven que se ha parado a mi lado.
-Por supuesto – dice el gordo -. Acá la teníamos antes de que la terminaran de filmar.
La mayoría de los reunidos suelta una risotada.
-A ver pruébala cholo, porque la vez pasada te pedí shrek y me diste un dvd musical de Cher.
Las risas se vuelven contundentes. El gordo prueba un dvd y confirma que la película es la de Ben Stiller. El joven cliente le extiende al gordo un billete de 20 soles, el gordo los recibe y le da algo más de 40 soles de vuelto.
-Estás regalón gordito – le dice el cliente -. Te pago con 20 y me das vuelto de 50.
El gordo hace un respingo y entra en cuenta de su confusión, sólo atina a rascarse la cabeza y contar su plata.
-Está bien que parezcas un equeco, pero no es para que andes regalando tu platita – dijo el honrado cliente. - ¿No me vas a agradecer? – añadió.
El gordo pasó por alto el honesto actuar de su cliente, viró hacia mí y me preguntó si ya había elegido alguna película.
-Bien mal agradecido eres cholo, ah – recriminó el joven honesto -. Ta que uno en el Perú no puede ser honrado caray.
El gordo, algo azorado, emprendió un balbuceo que traducido al castellano sería: Gracias, gracias flaco. Los demás vendedores permanecían riéndose viendo sonrojarse a su robusto patrón quien no tuvo mejor idea que extenderle la mano a individuo honrado en clara señal de agradecimiento.
-Ahí nomás, ahí nomás – dijo el cliente, apartándose un poco -. No seas confianzudo tampoco pues gordito. Tampoco me vas a venir a querer dar esa mano que te la habrás metido quién sabe donde.
La risa fue general, el gordo cabizbajo aceptó su derrota.
-Gordo, antes de irme – dijo el joven cliente -. ¿No tienes la nueva película peruana?
-No flaco – dice el mofletudo vendedor -. Sí la tenemos, pero para apoyar la producción nacional no la vendemos hasta que salga de cartelera.
El cliente honrado partió riéndose. Yo elegí una película algo prístina que me pareció interesante por la foto, el gordo en un acto mecánico sacó el dvd que le pedí de una gran caja, no le dije que me pruebe la película, ya había sufrido mucho el gordo, decidí confiar en él, sin saber que por buena gente regresaría horas más tarde a reclamarle por haberme vendido cualquier cosa menos lo que le pedí.

jueves, 16 de octubre de 2008

Los Simpson por acá.

Me pareció genial desde que me enteré. Un capítulo de los Simpson que se desarrolla aquí, en el Perú –que es súper-.

Recuerdo que hace un tiempo salió un peruano en los Simpson. Apareció durante algo más de un segundo –estableciendo un record en apariciones de peruanos en alguna serie americana, no contemos noticieros policiales que ahí somos protagonistas-, era un descendiente inca, con chuyo y poncho, y salía tocando una quena en un programa radial de música cultural que Lisa estaba escuchando. Me emocionó verlo.

Entonces, satisfecho porque apareció un peruano en los Simpson, ya me podía morir tranquilo, no me importaba que hubiera sido un cameo nada más, ahora me doy con la noticia de que la familia amarilla viene al Perú –conocido internacionalmente como Machu picchu o país del cebiche-. Mi reacción obviamente fue de emoción y expectativa por ver ese capítulo –aunque ya no me gusten los Simpson con las nuevas voces-.

Lo raro es que dicen que esta nueva aventura de Homero y los demás dejan no muy bien la honorabilidad del nuestro amado, sano y sagrado país. ¿Será?

Lo que sucede es que en cierta parte Marge que está buscando a Bart en la antigua ciudadela Inca, tiene una visión algo bizarra y logra charlar con un prístino guerrero y este le comenta que los antiguos peruanos eran muy mimados y sobreprotegidos por sus madres, lo que conllevó a que crecieran cobardes y por eso conquistarlos no requirió mucho esfuerzo.

Me parece que el tema se ha sobredimensionado y que hay una hiperestesia cultural, una sensibilidad –evitemos la palabra: resentimiento-. Fuera de esta escaramuza, la aparición de Machu Picchu en los Simpson es una muy buena publicidad, ¿por qué no? Algunos dirán: Pero Machu Picchu no necesita publicidad. Puede ser, pero yo sí necesito ver al Perú en los Simpson.

viernes, 10 de octubre de 2008

Infieles innatos.

Durante un rato de buena vagancia, cuando dilapidaba mi tiempo viendo tele –y para colmo canales peruanos-, vi en un noticiero un informe estremecedor, alarmante y bastante reflexivo, donde hablaban de algo así como que ahora la infidelidad tiene causa y razón de ser.

Se trata de un gen descubierto por el Instituto Karolinska de Estocolmo al que llaman Alelo 334. Entre otras cosas la reportera del noticiero, que narraba feliz la noticia -parecía que había descubierto porque le sacaron la vuelta tantas veces-, dijo que los hombres que son portadores de este condenable gen son inevitablemente infieles por naturaleza y lo serán, quieran o no, toda la vida.

Lo curioso es que este dichoso gen sólo se aloja, vive, nace, crece, revolotea, azuza y solivianta a los hombres, entiéndase mejor: a los varones, por ello, aferrándonos a esta afirmación, la pregunta cae por su propio peso: ¿Y las mujeres entonces por qué son infieles?

Quizá todo es un cuento inventado por algún científico en apuros, sin embargo por ahí leí que acá en Perú ya se están haciendo despistajes del alelo 334 por algo más de 500 soles, para todos los caballeros que, animados por sus esposas o novias, se ven en la necesidad de descartar que posean dicho gen, ¡cuidado!

Entonces ahora resulta que ser infiel tiene un soporte científico y que, no es que uno sea un veleidoso endemoniado o un lascivo que pretende entrar donde lo dejen, ¡no!, la culpa de todo la tiene ese gen que te fue inoculado de manera hereditaria. Es una excusa un poco tonta y algo jalada de los pelos, pero, ante una emergencia y para evitar un poco creible: yo no fui, fue alguien que se parecía a mí, puede resultar valida, nunca digas nunca.

lunes, 6 de octubre de 2008

Ciclo : X

Llegar al décimo ciclo de universidad puede significar para muchos una gran nostalgia por verse próximos a abandonar las aulas, los amigos y a los entrañables profesores. Significa para muchos, realizar los preparativos para la fiesta de graduación, tomarse fotos con toda la gente posible –incluidos personal de limpieza y vendedores de los quioscos- y preparar discursos de despedida para los amigos. Para mí estar en décimo no significa gran cosa.

En la universidad donde yo estudio, al llegar al último ciclo de la carrera de comunicaciones, ya no existen cursos ni exámenes, es decir, te olvidas de lengua 1, 2 y 3, seminario de investigación, antropología filosófica y demás fruslerías. Ya no tienes que estudiar para dar examen parcial ni final, suena bonito ¿no?, pero a cambio tienes que asistir todos los días vestido formalmente –terno o sastre- porque lo de ahora es un ejercicio, un ensayo, un simulacro de lo que harás cuando egreses.

Supuestamente tu comportamiento debe ser ahora el de un trabajador que asiste a su centro de labores, la universidad crea en uno de sus ambientes un cariz laboral, lleno de oficinas, donde los estudiantes se desenvuelven empleando todo lo aprendido en los años previos, distribuidos en grupos a los que llaman empresas.

Entonces, todo bonito, vas bien vestidito y peinadito –te conminan a cortarte el cabello si eres varón y lo llevas largo-, firmas tu entrada y tu salida, y te forman en equipos para trabajar. Es así que tus amigos se vuelven tus enemigos –porque ahora sus “empresas” compiten- y gente que nunca en tus 5 años de vida universitaria viste, se vuelven tu familia, porque los ves día y noche 5 días a la semana, por lo que finalmente terminan siendo tus enemigos también.

Nuestra querida universidad logra contagiar, rápidamente, a sus futuros egresados del espíritu empresarial, lo que implica sustituir los nombres por los apellidos a la hora de llamar a alguien, cambiar la gaseosa por un buen capuccino, llamar al break: Coffe break, emplear palabras técnicas y pensar, día y noche, cual robot, en el trabajo, el trabajo y el trabajo, claro que en el fondo los pobres alumnos saben poco o nada de cómo hacer el bendito trabajo.

Llegar al décimo de ciclo de universidad significa para mí una tortura del carajo –y un aburrimiento aún mayor- , mi carácter ufano y mi actitud bigarda quedan en pleno manifiesto y son ahora inocultables, por lo que solo me queda reír cínicamente y preguntar a cada rato: ¿Ya es coffe break?

miércoles, 1 de octubre de 2008

Palabras insuficientes.

Aveces, en mis momentos más desdichados, más pesimistas, cuando los fantasmas más protervos me sujetan y aprisionan, y la vida se eclipsa malamente recordándome, angustiosa, que mi existencia es desdichada, sólo hay algo, tan magnánimo y suntuoso, que puede hacerle frente a tan infausto cariz y alzarse finalmente con la victoria, la victoria de darle paz –y amor- a mi vida.

Lejos o cerca, eso no importa, nunca me fue necesario verte para saber que me miras, tenerte cerca para saber que estás conmigo, abrazarte para saber que jamas dudarías en darme tu calor.

Empero, no sé que me haría sin ti, sin tu risa iluminada, sin tus ojos tan comprensivos, sin tu voz tan afable, sin tus palabras y tu alma –las únicas capaces de ayudarme a entender la vida -.

Jugué a ser muchas cosas: intemperante, sibilino, crápula, remolón, cosillas algo abyectas, qué va: fui un miserable; sin embargo, aún conociendo mis peores arrebatos, no te fuiste, no me dejaste, no dejaste que termine de caer.

Aciagas circunstancias nos acompañaron, tú lo sabes.

Nunca me diste la espalda, lo sé y lo recordaré incansablemente.

Déjame entonces permitirme esta insignificancia, esta infinitesimal retribución por todo tu cariño, por todo ese afecto suí géneris que tienes para dar y que, yo sé, no conoce de escisiones.

Recuerda que yo siempre estaré presto para que seamos, una y otra vez, esos cómplices itinerantes, burlones y llenos de remoquetes, que ya tienen en su haber tantas aventuras, incapaces de colapsar en el tiempo.

Ahora sólo me queda recordarte que te quiero.

lunes, 29 de septiembre de 2008

ifoM*

Me es inevitable dejar de sonreír, dejar de cavilar en forma risueña, perderme en memorias anegadas de nostalgia, cada vez que los recuerdo. Las cosas que vivimos –que nos fueron pocas- atormentan a mis momentos más protervos, causándoles un relajo y un alivio, apaciguando así mis instantes más adversos, poniéndole fin a mis más aciagos e infaustos temporales.
Cuántas veces logramos capear esas cosillas arteras que nos ponía la vida para aguarnos la fiesta, cuántas.
Se me viene a la mente aquella vez en que nos escapamos a acampar a una playa lejana e improbable, de la forma más arcana e improvisada. Nos encontramos muy temprano y nos trepamos en un ómnibus bastante maltrecho, no sabíamos si nos llevaría a la playa, sólo confiamos en nuestro instinto aventurero. Anduvimos dos o tres horas arrellanados en esas butacas insoportables que resultaban soportables sólo por ustedes, el sol no tenía misericordia, una coca-cola helada para mitigar los rigores del gringo. Llegamos a la playa y fue gracioso verme tan animado, pero ya ustedes saben cuánto me gusta el mar. Caminamos por el malecón y nos tomamos fotos con un policía buena gente. Bajamos a la playa con sleepings, almohadas y pesadas mochilas a cuestas, nos apoderamos de una sombrilla que no resguardaba a nadie del draconiano sol y así pasamos un buen rato hasta que no aguantamos más y al agua pato, a nadar y hacer superman durante tres horas. Al atardecer algunas fotos más para el recuerdo y a comer duro porque el mar da hambre, pero nada que unas cuantas hamburguesas pantagruélicas no puedan solucionar. Caminamos por ahí, explorando el lugar, bromeando de todo y de nada, cualquier cosa era buen motivo para reír. Llegamos hasta el final de la playa y encontramos ese gran y antiguo peñasco que nos sorprendió tanto porque tenía una puerta de madera estilo colonial de algún otrora monje y unos túneles inescrutables. Pudo menos el miedo que la curiosidad, escudriñamos esos pasadizos tenebrosos, mi temor fue de una evidencia contundente al ser yo el último de esa fila investigadora, qué pena descubrir que todo era, o alguna vez fue, la antigua entrada a un club privado. Pero bueno, la experiencia queda y esa misma experiencia nos atormentó en la noche, cuando improvisamos un campamento bastante rústico. No fue, precisamente, una buena idea narrar relatos de horror en esa solitaria playa, porque literalmente estábamos solos ahí. Era increíble atisbar a la derecha y a la izquierda y no ver nada más que arena y playa, y claro a nosotros mismos. Allí, en medio de la nada, con ese cielo lleno de estrellas –me reafirmo en que vi pasar fugazmente más de un platillo volador-, me sentí más cerca de ustedes, nunca hubo nada sexual entre nosotros, sólo un lazo amical y cómplice que nos unía hasta ese cielo estrellado y en plenilunio.
Por eso recuerdo ahora esa aventurilla pasajera que resulto teniendo un cariz feérico y de inconmensurable complicidad. Yo la rememoro con cariño y gratitud –lo mismo que siento por ustedes, si lo saben ¿no?-, aunque haya pasado algún tiempo. Esa huella –a diferencia de la que dejé yo con mi nombre en la arena y seguramente el mar suprimió en segundos- queda y quedará para toda la vida.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Habla, ¿vas?

Esperé un viejo y destartalado colectivo rumbo a mi vieja y destartalada universidad. Lo tomé en un paradero cualquiera, lo vi venir zigzagueando, echando bocanadas de humo negro por todos lados, extendí el brazo mostrando dos dedos –como alguna vez aprendí que se deben tomar los taxis- y el prístino vehículo se estacionó bruscamente, haciendo dar un brinco a todos sus pasajeros. El cobrador, un hombre pequeño y sucio, vociferaba malamente los no pocos destinos que recorrería su línea urbana, tenía una voz chillona, ensordecedora. Subí apresuradamente, no por voluntad propia, sino más bien por la premura con la que se ven obligados a transitar los colectivos en Lima, me tropecé y me cogí rápidamente de la baranda-de metal-apestosa-cochina del colectivo. Habían unos cuantos asientos libres, caminé hacia el fondo –confieso que siempre busco sentarme al fondo, odio tener que pararme y ceder el asiento-, alguna gente dormía arrellanada en sus butacas oxidadas, dale, dale, dale, gritó el cobrador y el chofer avanzó a toda máquina. El vehículo no era grande, estaba mal pintado, olía fuerte, tenía pocos asientos y muchas calcomanías con mensajes para los pasajeros como: Pague con sencillo, al cobrador se le respeta y no fumar…solo, era el deshueve esa carcocha. Saqué mi reproductor de música y ya estaba listo para desconectarme del mercado con ruedas en el que estaba y transportarme a los recónditos y arcanos lugares donde sólo la música me podía llevar. El carro frenó intempestivamente en un paradero y recogió a una ventena de pasajeros, que se encaramaban a empellones en el colectivo pugnando por un asiento acogedor, de los cuales ya no quedaban muchos. Ahora el vehículo estaba lleno de gente, gente como yo –cómodamente sentada- y gente parada –que tenían que encoger la cabeza para caber en el auto, cada frenada y acelerada del vehículo era un martirio para esa estoica gente. Mi reproductor tocó Love Generation y me preparé para bailar en mi mente, de pronto, el cobrador no me deja cavilar porque está delante de mí diciendo: A ver, a ver, pasajes, pasajes. Saco un sol y sin mirarlo le muestro mi carné universitario, medio, le digo. El cobrador hace sonar su peculio de monedas pequeñas y me dice: medio es un sol veinte, chino. Pensé que me quería timar, el medio es un sol, le dije. Eso era antes pe chino, ahora el medio está un sol veinte. Hice un mohín de sorpresa, de incredulidad, y el pasaje normal cuánto está, le pregunté. Un sol veinte chino. Me parece una real estupidez tu tarifario, le dije indignado. Así es pues chino, anda quéjate al gobierno, sentenció. Continué escuchando música –terapia ideal contra el estrés- y oteé por la ventana las calles cochinas de la ciudad, en eso estoy cuando de pronto el colectivo se estaciona y veo delante del mismo una camioneta patrullero de la pundonorosa policía nacional. Se acercó a la ventana del conductor un moreno representante de la PNP y conminó al sudoroso chofer a que le muestre papeles y a que soplara un aparatejo que dizque mide el nivel de alcohol. Vi al pobre hombre soplar y soplar ese aparato que cuánta saliva tendrá en su haber, mientras el policía movía la cabeza en un gesto reprobatorio al ver los papeles del automóvil. La gente se empezaba a impacientar, agazapados le espetaban de todo al chofer: Apura pues cholo, se me hace tarde para llegar a mi trabajo, apura pues compadrito, apura paga tu peaje, bien hecho que te hayan parado usurero. Entonces, para simplificar las cosas y no azuzar más a la multitud iracunda, el cobrador se acerca al chofer con un adminículo: un billete de diez soles, en la mano. El chofer toma el billete y baja a negociar con el efectivo policial, dile que es para su gaseosa, alcanzó a decirle el cobrador. Los dos hombres, el policía y el chofer, llevaron a cabo una tertulia de varios minutos y que parecía no conocer fin, los pasajeros –incluyéndome- no aguantamos más y nos bajamos –ordenadamente- del trasgresor e intemperante colectivo. Una vez en tierra, las personas que estábamos allí, escuchamos como el intachable guardia policial, con una media sonrisa le decía al chofer: Pero dame alguito más, acuérdate que aún no tomo desayuno, es eso o te meto a la carceleta por faltoso y tacaño. Así es pues choche, y si no te gusta anda quéjate al gobierno.

lunes, 15 de septiembre de 2008

La Coca de mi Vida.

No sé como di a parar en aquella feria artesanal. El lugar es grande, el piso está lleno de tierra, un gran toldo diáfano cubre los no pocos puestos de venta, se puede oír música andina por doquier. Camino algo confundido entre compradores, curiosos, chullos, ponchos multicolores y kin–kones acopiados en grandes rumas. Echo un vistazo a los llaveros y adornos con motivos andinos que se ofrecen en uno de los puestos. ¡Lleve sus llaveros inca, casero, los llaveros de la suerte, los llaveros del saber!, me ofrece un tipo de avanzada edad que está a cargo de un negocio. Ahí nomás, maestro, sólo estoy mirando, le digo, los ojos clavados en la infinidad de huaquitos con cadenitas que vende.

Avanzo rumbo a la salida, invitado por un fuerte olor que no estoy dispuesto a aguantar por mucho tiempo. Camino rápido. Cerca de la puerta atisbo de soslayo uno de los últimos puestos de venta: una mujer ya mayor y ventruda, vestida con un sinnúmero de polleras y un poncho que me imagino representa el arcoíris, arrellanada en el piso, sobre una manta con más colores aún, me llama la atención. ¡Hola joven, te leo tu suerte, joven!, me dice la mujer, mirándome a los ojos. Alargo la mirada y oteo el negocio que resguarda aquella mofletuda adivinadora: una mesa llena de brebajes, plantas de todo tipo, crucifijos y cuadros de algún Cristo aperuanado y varios equecos millonarios, con muchos billetes a cuestas ubicados estratégicamente.

Te leo tu suerte, pues, joven, te leo tu coca, ataca nuevamente la adivina en cuestión. ¿Qué cosa es lo que lees?, le pregunto algo incrédulo. Tu coca, pues, en la coca clarito sale tu vida, precisa la mujer, señalando unas hojas de coca; a cinco solcitos sale la leída, añade. Nunca me he sometido a una de esas personas que dice saber (y poder) predecir, pronosticar y augurar el futuro de los demás, siempre me pareció charlatanería pura. Sin embargo, esta vez es distinto; quizá por la maldita curiosidad que me subyuga, o por el hecho de que no sea la típica gitana espuria con cartas indescifrables y hablando con un dejillo español. Lo cierto es que acepto la invitación de la mujer con polleras multicolores y entro a su precario negocio.

Ven pasa para acá, me dice levantando una cortina hecha de más trapos multicolores. Entro algo nervioso y azorado a la vez; huele a hierbas; hay una pequeña mesa y una silla. Asiento, joven, asiento, me dice la adivina, yo voy acá en la tierrita nomás. Tomo asiento en una añeja banca de madera, la mujer se deja caer al piso y se arrellana en él como puede. Luego toma un puñado de hojas de coca en sus manos, pronuncia unas palabras, me imagino que en quechua, y tira las hojas al viento, las cuales caen lentas y zigzagueantes a la mesa. Yo permanezco inmóvil, mirando el ritual que se efectúa delante de mí.

Mira, pues, joven, dice la mujer, acá sale todititita tu vida. La miro expectante, ella continúa: veo que te gusta salir, te gusta tu vacilón, estás dejando de lado tus estudios por tanta calle. Me río asintiendo, como dándole la razón. Estás comiendo mucha grasa, me dice sin dejar de escudriñar las hojas sobre la mesa, pura chatarra eres. Se hace un silencio. ¿Cómo estoy de plata?, le pregunto apurado. Veo que te va mal, joven, paras despilfarrando la plata, guarda pan para mayo, me recomienda; junta tus cobres. Dime más, digo inquisidor, qué hay del amor, de la amistad. Veo rupturas, joven, veo llanto, veo traición, veo desamor a causa de viajes, parece que viajas, joven. Caray, suspiro.

Pero no todo es maluco, me dice ella, llegas lejos, eres ingenioso, eso te va hacer triunfar, veo triunfo. Sonrío envanecido, por fin algo bueno; pienso qué más preguntarle, no se me ocurre nada. Son cinco soles, me recuerda la mujer, cortando mi devaneo. ¿Qué ya, tan rápido?, me sorprendo; dígame algo más, añado. Si quieres saber más, son cinco soles más, dice, ya no tan amable. Sonrío reticente; entonces ahí lo dejamos -digo- le haré caso, ya no dilapidaré mi dinero. Saco una moneda de cinco soles y le pago, me paro y salgo apresuradamente de aquel cuartucho.
¿No quieres que te pase el cuy, joven?, alcanza a preguntar, a gritos, la mujer. No, seño, ahí nomás. Limpiecito te irías con el cuy, me dice. No, seño, para la próxima, digo pasando apurado hacia la salida.

Camino extrañado, sin poder dejar de pensar en las predicciones de aquella rolliza adivina, ¿cómo supo que no me importa la universidad, que me va mal en el amor y que me encantan el Mc Donald´s?

martes, 2 de septiembre de 2008

El amor de mis tiempos.

¿Cómo sé cuando estoy enamorado?, ¿a quién le tengo que decique estoy enamorado?, ¿Qué le debo decir a esa persona por la cual he perdido la cabeza?, como estas más, demasiadas, preguntas. Encuentro en el amor toda una ciencia ante la cual me declaran un ignaro, ¿o quizá mi error es ser una persona sin corazón?
No son pocas las veces que han llegado a mis oídos diversos conceptos sobre el amor. Teorías aparentemente diversas sobre cómo ser un buen amante y cómo tratar al que te ama. Afirmaciones varias sobre las diferencias –abismales- entre la forma de amar de un hombre y la de una mujer. Es decir, he escuchado todos los parámetros sentimentales que están escritos desde siempre y que son inviolables, solo que cada quien los cuenta con sus propias palabras.
Nunca faltan –a mí no me han faltado- indicaciones, tips, consejos hasta de un conejo, sobre el amor, sobre cómo debe ser mi desenvolvimiento frente al ser amado: regalos, detalles, besos cariñosos, abrazos interminables, paseos por el parque del amor (con fotito incluida frente al monumento del beso de los enamorados), asistencia a lugares de moda y todo me parece una estupidez –y una gastadera de plata terrible-.
No comparto la vehemencia, de tanta gente que conozco, por dedicar su vida a ese “amor” en el que se encuentran inmersos y que se desarrolla entre risas y llantos de la manera más melodramática –y ante mí: comiquísima-, con flores y cartitas sin sentido, con apodos como: osito o princesita, con esos sonsonetes odiosos al teléfono para decir fruslerías, o con peleas porque saliste otra vez con tus amigos: ¿eso es estar enamorado?
No acompaño a los enamorados incansables, yo creo que el amor es libre, que no es necesario repetir una y otra vez “te quiero”, “te amo”, “sin ti, me muero”, para hacer entender a alguien que en realidad sientes todo eso. Por ello hoy dejo de sonreírle bobamente a cupido y me declaro enemigo de los corazoncitos rojos que pululan como nubes en el cielo de los tortolitos para decir que soy peruano y me gusta escribir, no soy un actor mexicano capaz de desarrollar escenas romantiquísimas, dar largos besos delante de una multitud que se muestra enternecida por ese plausible ardid, de llegar a caballo a la casa de mi amada y entonar una serenata secundado por gorditos con bigote y guitarras a cuestas, en pocas palabras, hoy disuado de tener una vida de telenovela.
Los vaticinios protervos y los malos augurios departe de los enamorados mas encarnizados hacia mi falta de espíritu romántico –y mi corto historial como mexicano tierno- han desembocado, unánimemente, en mi inevitable fracaso sentimental. Sin cobrarme un centavo y leerme las palmas de las manos o echarme las cartas para indagar en mi futuro, los ositos enamorados y las princesas sentimentales, me advierten que he de morir solo si sigo como sigo, que nadie querrá estar a mi lado por ser tan insensible: ¿Qué te cuesta regalar una cajita de bombones, una rosita de rosatel?, ¿Acaso no te quieres casar?, ¿No quieres entrar a una iglesia majestuosa , ver a tu novia de blanco, intercambiar anillos de oro, besarse delante de todos los invitados mientras ellos aplauden con lágrimas en los ojos?, ¿no quieres?. No gracias.
Después de todo esto, ¿seré una persona sin corazón? No lo creo, así como no creo en el matrimonio y mucho menos en los romances de telenovela a los que aspiran protagonizar –o ya protagonizan- tantas parejas por ahí.

martes, 26 de agosto de 2008

Oído a la música.

Miré mi reloj, las horas dejaban lentamente atrás la media noche, volví la mirada al lugar donde me encontraba, era un sitio oscuro con luces intermitentes y multicolores iluminando con ráfagas la penumbra, a mí alrededor gente de todo tipo lanzando bocanadas de humo viciado haciendo que para mí –un no fumador- la respiración fuera una tarea infeliz. Había unas quince mesas en dicho lugar, mesas de madera rodeada de gente venida a menos, estragada por el alcohol. Escenas groseras. Hombres soliviantados por los tragos de toda índole hablándoles de manera torpe a mujeres pizpiretas que se dejaban abrazar sin mayores objeciones. Se escuchaban risotadas escandalosas por doquier. El lugar no parecería raro, extraño o insólito si digo que estuve allí un sábado por la noche, lamentablemente, frente a mí y a todo ese espectáculo decadente de gente crápula, se encontraba en escena un grupo de muchachos, músicos amateurs le dirían, tocando lo mejor de lo mejor de su repertorio.Cuando subieron al escenario –si ese tabladillo endeble puede denominarse así- los chicos, que eran cinco, lucían nerviosos, estaban vestidos apropiadamente, habían ajustado cada detalle para que todo salga bien, pero el futuro no parecía prometedor. Vi como se daban aliento unos a otros musitando arengas para invocar la buena fortuna durante el show, arrancaron a tocar una canción de rock en español, a la gente no parecía importarle, ¿o quizá no advirtieron la presencia de los músicos? Terminado dicho tema popular que fue interpretado dignamente por aquellos pundonorosos muchachos, los aplausos les fueron esquivos, al terminó de la canción solo se podía escuchar el barullo de la gente, algunas lisuras producto de una conversación exasperada en la mesa de al fondo también fueron notorias, el vocalista agradeció tímidamente, sentí mucha pena.Cada canción era menos atendida que la anterior, la gente caso no hacía, sin embargo me gustó ver que los jóvenes músicos se felicitaban entre tema y tema, se alentaban a seguir, yo los aplaudí al principio, pero mis palmas solitarias resonaban con un eco lamentable, esas palmas tornaban el espectáculo más triste aún, decidí solamente escuchar y permanecer en silencio. Recuerdo que en un momento, en el cual el barullo del lugar podía más que el rock de los chicos, los jóvenes músicos miraban aturdidos a su alrededor, en sus rostros reinaba el desconcierto, difícilmente olvidaré esas miradas anegadas –seguramente- de pena, nadie les hacía caso. Cuando el show terminara –después de media hora de castigo por parte de los asistentes- los chicos se despiden y agradecen fervientemente la oportunidad, luego proceden a guardar sus instrumentos, la gente sigue inmutable. Me dio mucha pena ver como un grupo de jóvenes –entre los cuales fácilmente pude haber estado yo- fue pisoteado cruelmente. Rato después escuché que a los jóvenes músicos no se les había pagado un centavo. La vida de un músico, de un artista es así, esta rodeada de mucha mierda, la gente que tiene esos dones innatos es dilapidada y subyugada en este país donde se cree que artista son las vedettes y los cómicos ambulantes.

viernes, 8 de agosto de 2008

No soy un cuentero.

Estoy en la cafetería de la universidad hablando de literatura con uno de mis mejores amigos. Debatimos sobre algunos autores, nuestros gustos novelescos, yo nombrando siempre a ese escritor que tanto admiro, mi amigo diciendo que ese escritor solo escribe para la polémica. Mi amigo me pregunta como va mi futura novela, le cuento que estoy trabajando en ella fervientemente, que estoy tratando temas bastante comunes en un adolescente por lo que se está tornando algo truculenta. Él me alienta, me dice que mejor así, tiene q ser una obra contundente sentencia. Luego me pregunta si tengo el contacto de alguna casa editora, le digo que he estado averiguando y me llevé una aciaga sorpresa, los costos por una publicación son altísimos le dije. ¿Y no has averiguado acá en la universidad?, debe tener una editorial, más aún siendo esta facultad de comunicaciones, me dice.
Es así que azuzado por la iniciativa esperanzadora que me alcanzara mi amigo, me encaminé a la coordinación de la universidad en busca de respuestas – de preferencia positivas-, voy a hablar con el coordinador le dije al vigilante que se me puso al frente para impedir mi paso, me permitió pasar, entré a esa oficina de puertas de vidrio, el coordinador hablaba amenamente con dos profesores, soltaban largas risotadas, decidí ser prudente y esperar a que terminaran de platicar. Rato después –largo rato- se acerca a mi el coordinador, bastante rollizo, bien peinado él, con su terno de liquidación, y en la cara una media sonrisa, ¿si alumno, que desea?. Buenas tardes profesor, soy alumno del décimo ciclo y además un escritor incipiente, por lo cual quería averiguar que posibilidades hay de que la universidad se interese en publicarme, quizá fui demasiado conciso en mi descripción, el coordinador secándose la frente con un pañuelo me dijo con un tono bastante socarrón: bueno alumno aquí publicamos los libros del decano, porque la verdad la verdad aquí los escritores y poetas como tu, ¿Por qué tu eres poeta no?, tienes pinta de poeta, todos están muy pichoncitos. Entiendo dije, estaba contrariado, bueno yo en realidad aspiro a ser un novelista, no me dejó terminar, el profesor me atropelló con sus palabras, enséñale tus cuentos a algún profesor de literatura. ¿Cuentos? Pensé. ¿En que te estas especializando? Preguntó, en publicidad respondí, achachay entonces mejor dedícate a la publicidad en vez de estar metiéndote en escrituras oiga, concluyó el coordinador. Gracias por su tiempo mister, traté de menoscabarlo. Mister no, master me corrigió. Hasta luego maestro me despedí. Salí de esa oficina oscurantista, ¿Qué tal te fue? Me pregunta mi amigo, terrible – respondí- pero la experiencia me servirá para hacer un cuento.

domingo, 3 de agosto de 2008

Corte (De apariencia)

Fueron días, meses de espera. El tiempo pasó lentamente pero el deseo de contar con esa cabellera que delatara mi personalidad contracorriente mitigaba todo letargo.
Y así, toda labor tiene una recompensa, vi por fin crecer mi pelo a proporciones que muchos consideran dudosas para un varón.
Ese aspecto bohemio – y desordenado – que conllevaba andar con pelo largo me caía en gracia, me sentía más que feliz. Claro que esa felicidad no la compartía con nadie de mi entorno, pues dicha cabellera contaba con más de un enemigo incansable: En casa, donde me llamaban "melenudo"; entre mis amigos: diciéndome “flaquita” y ni que decir de la universidad donde no solo compañeros sino también profesores me conminaban a que algún conocedor de las tijeras moldeara y encaminara por el sendero del bien a tan prodiga melena.
A mi me tenían sin cuidado las –gratuitas- diatribas, sin embargo, una tarde cualquiera, azuzado por un mal día y por la rebeldía que invadía a mi pelo, el cual se mostraba reacio a permanecer como yo quería, acepté –despechado- una invitación que me alcanzara mi padre, con palabras que secundaban mi animosidad peluda, para visitar a un estilista: Vamos a que te desahueven el pelo.
Sentado en esa silla que me resultó cómoda y viendo atravez del espejo a un sujeto que me resultó demasiado disforzado, empezó la debacle de mi look. Vi un mechón de pelo tras otro caer al piso donde ya se formaban pequeños cúmulos negros, recordé todo el tiempo que me tomó tener esa apariencia bohemia, las bromas que me gastaban mis amigos y de las que yo me reía más que ellos y vi a mi profesora de universidad atrás mío que me decía con un tono socarrón: Ya ve Fernández, tarde o temprano tenía que hacerme caso, ahora el segundo paso es tomarse un foto tamaño carné y adjuntarla en su curriculum.
De pronto la voz del estilista termina con mis cavilaciones: Listo, ya esta, quedó regio, atisbe mi reflejo en ese espejo reluciente y la imagen que regresó a mi fue devastadora, parecía un chiquillo escolar, de mi cabellera no quedaba nada, había sido reducida a escombros por el actuar vehemente de esas tijeras inescrupulosas.
Derrotado salí del lugar, caminando de regreso a casa vi a dos señoras de avanzada edad, escuché que una le decía a otra, que lucía una túnica morada y un crucifijo en el pecho: el hábito no hace al monje.
Puede que tenga razón pensé.

sábado, 19 de julio de 2008

Dulce Nota

Era de carácter obligatorio en el colegio, en primero de secundaria, llevar el curso de “Música”. El encargado de dirigir esta tarea anegada de arte era el profesor Oswaldo Carretero, un señor estragado, de edad avanzada, la cara llena de arrugas, moreno, el pelo cortísimo y el cuerpo flaquísimo y además famoso por ser mano derecha del director y orgulloso patriota, yo me levanto todos los días a las 5 de la mañana y lo primero que hago es cantar el himno nacional solía decir.
Aunque el curso se llamaba Música, el profesor Oswaldo solo nos enseñaba a tocar flauta dulce, quizá era lo único que él sabía tocar, pero lo que definitivamente no sabia era tener paciencia, él era muy estricto, se desesperaba fácilmente cuando algún alumno no agarraba bien la flauta o no la soplaba con presteza, Agárrame bien la flauta oye gritaba, los ojos saltones y todos en la clase nos matábamos de risa, porque él siempre que le gritaba a algún alumno exponía palabras con un doble sentido que se perdían por el lado sexual.
Pero su carácter recio y burlón a la vez no le salían gratis, pues se ganaba rápidamente el encono y la animosidad del alumnado de aquel pundonoroso colegio, haciéndose merecedor de los más malvados apodos: Flautita –En alusión a su magro cuerpo -, hombre rata, descuido, el papá de alf, eran solo algunos de los tantos sobrenombres que tenía el temido profesor Oswaldo.
Un día pasó algo singular. Regresábamos del recreo y nos tocaba Música, como era costumbre en ese curso, sea la hora que sea y el día que sea, antes de sacar las flautas dulces y ponernos a hacer bulla, el profesor Oswaldo hacía que todos nos paráramos en posición de firmes y cantemos el himno nacional, un...dos...tres...canten gritó y todos empezamos a cantar ese himno chapucero, sin embargo Juancito Peña, conocido por ser el payaso de la clase, era él pequeño, cabello trinchudo, moreno y fastidioso como él solo, Juancito en vez de cantar el himno nacional que todos conocemos, entonó su propia versión improvisada del himno y no escatimo en musitar su enhiesta lírica sino más bien la cantó fuerte y con un sonsonete burlón, somos libres, seamos, de la flauta y del flautita. El profesor Oswaldo que se encontraba al otro extremo del salón , los ojos saltones, la cara roja, se acerco a pasos agigantados al lugar de Juancito , se paró frente a él , lo atisbo con un odio rotundo y acto seguido, azuzado por el rencor, le propino una cachetada que sonó como un aplauso, en ese momento todos dejamos de cantar solo mirábamos atónitos lo ocurrido, que te has creído oye tu pedazo de imbécil, le dijo dejando caer unas gotas de saliba mientras hablaba, Juancito , que permanecía parado con una mejilla rojísima, sollozando, echada a perder la raya al costado que lucía su cabellera, porque tan rotundo fue el golpe de el profesor Oswaldo que dejó despeinado a Juancito, ya te jodiste flautita, esto no se queda así alcanzó decir Juancito antes de salir corriendo seguramente a acusar la agresión al director. Yayaya déjense de cosas, me sacan el instrumento y se me ponen a soplarme la flauta dijo el profesor Oswaldo con un aplomo único, como si nada hubiera pasado y se seguía permitiendo esa dualidad jocosa en sus palabras.
Esa fue la ultima vez que vimos al profesor Oswaldo, después de esa clase nunca más regresó al colegio, Juancito regreso a los tres días, lo habían suspendido por ofender a la patria y al flautita, todos le preguntamos que le había dicho a sus papás y al director para que hayan largado tan intempestivamente al profesor, a lo que Juancito respondió: que más, les dije que me metió un cachetadon por no soplarle bien la flauta.

domingo, 13 de julio de 2008

Sabados de gloria

Es sábado, está anocheciendo. Desperté tardísimo, leí con poco entusiasmo, no me provocó asistir al gimnasio. Me sentí desganado al ver que las horas pasaban y no tenía planes para la noche.
Reviso mis correos, no hay nada nuevo, veo el celular y no hay mensajes, siento una soledad abrumadora – la soledad no me molesta siempre y cuando yo la busque y no cuando me asalta sorpresivamente - . Intento tomar una siesta, ver algo en la televisión, pero nada logra mitigar el aciago día que estoy teniendo.
Me considero una persona itinerante, no me gusta permanecer en un lugar por demasiado tiempo y si es sábado menos aun. Pienso que el sábado es el día conspicuo de la semana creado para que la gente se entregue a la vida fatua. Por ello cuando llega ese sexto día crápula me veo incitado a maximizar mi lado bohemio y vivir al límite (ó sin límites).
La oscuridad se apoderó de las calles, se escucha bullicio en las mismas, sin embargo me asomo al balcón y no logro otear gente, todo está demasiado desierto, la idea de que soy el único abandonado al suplicio de un sábado infausto se apodera de mí.
Ahora estoy desesperado, pasan las once y sigo metido entre las cuatro paredes de mi habitación, iluminado por una tenue luz proveniente de una pequeña lámpara, estoy en silencio, entonces caen sobre mi los fantasmas de la melancolía, empiezo a rumiar eventos desafortunados, recuerdo viejos tiempos – que fueron buenos- de los que ya nada queda, entristezco, tengo que salir de aquí.
Salgo de mi casa, camino sin rumbo, quiero llegar a un lugar que no conozco, que no se si exista, quiero algo que me saque de este letargo. Paso por algunas casas donde hay gente reunida, se escucha música, risotadas, la están pasando bien pienso, los envidio.
Me siento infeliz - por alguna extraña razón, muy en el fondo de mí, a veces me gusta sentirme así: infeliz – he pensado en las cosas que hice mal, en las cosas que dejé de hacer por motivos que combatían el coraje, pensé en las personas que alguna vez me quisieron tanto y ahora no están a mi lado – Por que yo los alejé con acciones altivas, con mi carácter displicente- una ansiedad angustiosa recorre mi cuerpo, siento que con días como este es que mi juventud, los mejores años de mi vida, me abandonan, se van, y sin importar como me fue se escapan de mis manos, no perdonan.
Caminando veo a lo lejos unas cabinas de Internet al paso que atienden las veinticuatro horas, son pasadas las dos de la mañana, entro, me acomodo en uno de esos cubículos ingobernables y dejo que mi alma me dicte todo lo que quiere gritar estrepitosamente a las circunstancias que hoy anegaron mi vida de desconsuelo.

sábado, 5 de julio de 2008

Préstamos a mano armada.

No es una novedad que transitar libremente/desprevenidamente en esta ciudad puede conminarnos a un sin fin de acontecimientos nada gratos, pues los ladronzuelos y demás gente dedicada al mal vivir pululan itinerantes y ansiosos de cruzarse con algún incauto para pedir una propina - ó para hurtarla ferozmente – si el mecenas no colabora.
Personalmente debo decir que duermo tranquilo al saber que no han sido pocas las veces que he colaborado –De la manera más desprendida- con estos personajes tan de bandera, tan de exportación. Hubo una en especial que recuerdo ahora anecdóticamente.
Era viernes y como es costumbre después de clases los alumnos cambiaban las aulas y los libros por los bares de reputación dudosa y los tragos que no contaban con ninguna reputación –Tarea que no resultaba muy difícil -, mis amigos y yo – profundos respetuosos de las tradiciones universitarias- terminamos bebiendo con una vehemencia que era de temer.
Eran las diez de la noche y teniendo en cuenta que empezamos la sesión casi al medio día decidimos dar por concluida nuestra reunión de estudio – de licores y otras perlas -. Caminé con poca presteza hacia el paradero de autobús, me acompañaba mi amigo Jóse que vivía cerca de mi casa y entre conversaciones alucinadas llegamos a esas bancas de madera donde la gente espera los colectivos.
No era muy tarde, había una cantidad considerable de gente en el paradero: niños, secretarias, familias, uno que otro vendedor, todos esperando su respectiva movilidad.
Jóse y yo nos sentamos y continuamos hablando, en realidad solo él hablaba, yo estaba perdido en unas cavilaciones producidas por esa versión espuria de Johnny walker que tomé.
De pronto un automóvil que venía a gran velocidad se estacionó bruscamente ante nosotros irrumpiendo la vereda - y la tranquilidad de los transeúntes que estabamos ahí - bajaron del auto dos sujetos, morenos ambos, vestidos con ropas estragadas, rostros adustos, un tercer personaje permanecía en el auto sujetando el timón y con un mohín vigilante. Uno de los morenos se instalo a mi lado y el otro al lado de Jóse. Ya perdieron primito dennos todo lo que tengan y sin hacer bulla- musitó el que estaba a mi costado.
Mi primera reacción fue de temor, vi a jóse y el moreno que le había tocado a él era más pertinaz pues sacó un cuchillo y se valía de este para señalarlo.
Amigos tranquilidad, no es necesario sacar un cuchillo, dije y el de mi lado inmediatamente sacó una pistola. ¿Y esto será necesario? – preguntó. Acto seguido empezaron a rebuscarnos, yo traté de razonar. Señores ante todo quiero decirles que los comprendo, se que la calle esta dura y que su deber es producto de la necesidad, les digo todo esto por que yo pertenezco a la iglesia que ven enfrente – y señale una iglesia cristiana que me llamó la atención cuando llegamos al paradero.- precisamente salimos nosotros de una charla pastoral – aunque mi aliento avinagrado producto del alcohol te demuestre todo lo contrario, pensé – y hoy justo hablábamos de que Dios puede perdonar todos los pecados menos el robo, hay que tener en cuenta que estaba yo bebido y bajo latente amenaza de un balazo, sin embargo el ladrón de mi lado me presto atención y parecía crédulo. Ya cállate oye florazo y saca todo lo que tienes –retruco el que le tocó a jóse, que a propósito ya le había sacado la billetera, el celular y el reloj.
Para mi mala suerte en ese instante suena mi celular producto de un mensaje de texto. ¿Ya ves? Ahí tienes celular, dámelo- dijo el ladrón de mi lado – al que anestesié con mi discurso cristiano. ¿Me permite ver el mensaje hermano? – pregunté solo para ganar algo de tiempo a ver si llegaba la policía o alguien nos ayudaba. Ya pero rápido –respondió el asaltante que no me dejaba de apuntar con el arma. Miré de soslayo a jóse, el ladrón le estaba quitando la mochila, terminé de atisbar el mensaje, el de la pistola me quito el celular. Hermano – dije con voz de monaguillo compungido- ¿cree que sea factible que me deje el chip? . Toma, sácalo al toque. - dijo, parecía no tenerme aversión. Me dio mi celular, saqué el chip, le devolví el celular. En ese momento el que le toco a jóse, tras quitarle todo, gritó: !vamonos!, !vamonos!.
Ambos subieron a tropezones al auto, se escuchó un chillido de llantas, el auto desapareció junto con mi celular y todas las cosas de valor de mi amigo.
La gente nos miraba sorprendida, jóse sollozando: caminaré a mi casa - dijo. No lo podía dejar solo. Espérame te acompaño – alcancé a decir. Pasamos entre miradas lastimosas y voces que musitaban lo acontecido.
Caminado en la noche, por esas calles desangeladas, un silencio abrumador, recordé lo que decía aquel mensaje inoportuno: "Cuidado que las calles están peligrosas" – tu mami.

miércoles, 25 de junio de 2008

Made in Perú

Debo confesar, ahora que puedo, que aun no me resigno a vivir en el Perú, por no decir que discrepo ásperamente con el destino que me conmino a nacer en este país que es mi país.
Claro que mi diatriba, considerada así por algunos, tiene un fundamento contundente – e irrevocable.- pues nadie me quita lo vivido y lo sentido, los regalos no muy gratos de este país a mi persona.
Este lugar tan desangelado te somete, te reduce , rompe sueños, te limita, se ríe de ti y no contigo, te azuza a una vida envanecida o a morir en el intento, a buscar un empleo chapucero y a aprender a conformarte, pero sobre todo , esta claro, que si naciste para el arte nunca debiste nacer en el Perú.
Me gusta la literatura, amo la pintura, me declaro fiel amante de la música e incansable enemigo de este país que mira con desdén mis más profundas pasiones, que relega el espíritu vehemente y triunfalista, que otea a sus hijos desde lo alto y a los ajenos desde los suburbios de la alineación, manejado cómodamente por gente con aires leguleyos indiferentes a la miseria y a las almas anegadas de ignorancia.
¿Cuántos caminos podemos elegir? Solo uno y el mío no tiene cabida en esta ciudad,- me atrevo a decir que ni siquiera es una alternativa - las cartas ya están jugadas, las cosas son como son, no las voy a cambiar yo, tampoco me interesa cambiarlas, por que creo que aquí no hay solución, por que aquí nos preparan para seguir y no para guiar y esa mentalidad esta dentro de muchos y se propaga inmensurablemente/groseramente y traspasará nuestras generaciones, para eso nacimos y de eso moriremos.

sábado, 21 de junio de 2008

Fiesta de Monos

¿Has escuchado alguna vez esa horrenda canción q dice : “Estar en la universidad es una cosa de locos, estar en la universidad es una fiesta de monos”? Pues debo decir que pocas veces escuche en la radio una frase tan cierta y memorable y sobre todo que diga por mi lo que pienso de la universidad.
Estudio comunicaciones hace cinco años - siendo este mi ultimo año, lo que se agradece.- y en este tiempo sentí como, quieras o no, formas parte de una institución que no te conoce, que no sabe quien eres, que no sabe como te llamas o en que eres bueno, pero como la ignorancia total no existe hay algo que sí sabe y es cobrarte puntualmente.
Yo trato de no involucrarme en esos duelos interminables por ver cual es la mejor universidad del país, ya que para mi – y a sabiendas que aquí el nivel de la educación es pobrísimo.- todas son igual, todas te venden “conocimiento” y el precio varia de acuerdo al edificio en que quieras estar.
Me ha tocado escuchar –y soportar- a profesores que terminando sus clases en la universidad iban a enseñar a otras universidades, lo que me parece valido por que los sueldos a los maestros no son digamos: humanos, pero que deja dudas sobre si existe diferencias entre una universidad y otra.
En mi universidad pasan las cosas mas locas y extrañas y se que muchos coincidirán conmigo en que fueron cosas locas. ¿Alguna vez haz querido dar un reclamo y te han cobrado por escucharte? – escucharte, no solucionarte el problema.- ¿Alguna vez viste a un guachiman corretear a un alumno por toda la universidad por que quiso entrar a un aula un minuto después de que tocó el timbre?, ¿alguna vez te aumentaron abrumadoramente la pensión por que a tu universidad se le dio la gana de comprar un equipo de fútbol?, ó ¿Alguna vez tu profesora te dijo: debes dar la cuota de 45 soles para que la universidad haga un seminario o quedaras desaprobado del curso? Y así tantas preguntas más que podría seguir planteando y que solo confirmarían que una cosa es lucrar y otra enseñar.

Aprendiendo a escribir.

No sé que tan bueno, o que tan malo, sea para escribir.
Siempre me gustó decir lo que tenga que decir y que los demás no ignoren aquellas conjeturas que deambulan en mi cabeza exasperando mis pensamientos. Encontré entonces que la mejor manera de hacerlo era atravez del acopio de palabras escritas - en donde siento que puedo llegar a ser más sincero que empleando el habla - y me inicié en la aventura nada fácil y retadora de escribir.
Escribiendo canciones empece a aliviar los pensamientos afiebrados de mi interior que querían irrumpir en el mundo exterior. Me sorprendió la cantidad de canciones que podía llegar a hacer - y sigo haciendo- obviamente en un principio la lírica sublime y enhiesta no me acompañaba – y ahora quien sabe – pero la vehemencia si era mi aliada, lo que me ayudaba a seguir y a ignorar los comentarios explosivos e incansables que nunca faltan cuando uno se encamina en algo nuevo.
Dicen que los mejores amigos resultan de la amistad entre viejos enemigos, ya lo creo. La lectura más que mi amiga, es mi maestra – y antes, durante el colegio y los primeros años de universidad, mi peor enemiga.- a ella le debo la mejora y la evolución en mi tarea por escribir. Y como amiga – y maestra – se que seguirá a mi lado ayudándome a ser mejor.
Así continúo y continuaré con mi sueño insufrible por ser un escritor, aunque por ahora sea uno diletante, siendo quizá mi real meta calar en la memoria y los recuerdos de los demás.