Me despierto pasadas las doce. Con menos ánimos que pereza, me levanto y salgo del cuarto con los ojos achinados y la boca pastosa. Doy unos pasos y me tropiezo con algo, aturdido, veo a mi alrededor, hay cajas y cajas diseminadas por toda la casa, pateo un par, maldigo a todas. Mamá aparece y me calma, me dice que son el árbol y los adornos de navidad; que ha sacado todos sus adminículos para levantar los monumentos típicos de la noche buena. Sin más rodeos, mamá me pide que la ayude, me invita a pasar la tarde con ella arreglando y decorando la casa. Me opongo fervientemente. Ella insiste, me aconseja que no sea tan mundano y que me entregue al espíritu de la navidad. La rechazo nuevamente, me amargo, le miento y le digo que tengo una reunión; luego salgo de mi casa y no regreso en tres días.
Andrea, la chica más buena y que más quiero, me propone hacer un intercambio de regalos; acepto en forma risueña sin advertir las consecuencias (teniendo en cuenta de que soy un tacaño de temer). Tengo algunos días para comprar el regalo furtivo, sin embargo, la ociosidad y la vagancia –mis más fieles consejeras- me conminan a esperar el último momento para ir en busca del presente. Apurado porque es 24 y tengo que ver a Andrea en una hora, corro al mercado cerca de mi casa y le compro un osito de peluche bastante chapucero, y que me costó la mitad de la cifra mínima pactada para los regalos. Llego al parque de San Isidro donde nos debíamos encontrar; Andrea me regala el CD doble de 311 que yo tanto quería y yo le alcanzo el impresentable osito que le llevé metido en una bolsa negra, haciendo un trueque evidentemente desigual, Andrea lo ve, sonríe, y me cuenta que uno igual le regaló hoy a la hijita de su empleada domestica.
Caminando por la calle, un niño se me acerca, es un niño pobre, mal vestido; me mira con un rictus mustio, me pide unas monedas por navidad. Me hago el despistado, lo ignoro. El chiquillo es pertinaz, me sigue, me pide otra vez algo de dinero. Bajo la mirada irritado, le digo que no, que no tengo plata. El niño no se resigna y me cuenta que no tiene nada que comer esa noche, la noche de navidad. Conmovido, meto una mano al bolsillo y saco un par de soles, se los doy y le deseo feliz noche buena. Doy algunos pasos más y otro muchachito, de iguales condiciones, se me para en frente, me dice pasará navidad en la calle, que nadie le regalará un juguete. Me entristece su historia, cómo decirle que no, meto la mano al bolsillo y le doy algunos soles. Al paso siguiente, otro niño, también estragado, se me cruza y me pide un sencillo tras contarme una novela tremebunda. Me sorprendo, siento que algo raro pasa, volteo confundido y veo que hay una fila de niños tras de mí, animados por el primer niñito que me abordó, a los gritos de: ¡pídanle, pídanle, está que regala plata! Encabronado, les digo que ya no jodan, que no tengo más plata. Se escucha un murmullo general, ¡misio! Me gritan. Los mando a la mierda.
Andrea, la chica más buena y que más quiero, me propone hacer un intercambio de regalos; acepto en forma risueña sin advertir las consecuencias (teniendo en cuenta de que soy un tacaño de temer). Tengo algunos días para comprar el regalo furtivo, sin embargo, la ociosidad y la vagancia –mis más fieles consejeras- me conminan a esperar el último momento para ir en busca del presente. Apurado porque es 24 y tengo que ver a Andrea en una hora, corro al mercado cerca de mi casa y le compro un osito de peluche bastante chapucero, y que me costó la mitad de la cifra mínima pactada para los regalos. Llego al parque de San Isidro donde nos debíamos encontrar; Andrea me regala el CD doble de 311 que yo tanto quería y yo le alcanzo el impresentable osito que le llevé metido en una bolsa negra, haciendo un trueque evidentemente desigual, Andrea lo ve, sonríe, y me cuenta que uno igual le regaló hoy a la hijita de su empleada domestica.
Caminando por la calle, un niño se me acerca, es un niño pobre, mal vestido; me mira con un rictus mustio, me pide unas monedas por navidad. Me hago el despistado, lo ignoro. El chiquillo es pertinaz, me sigue, me pide otra vez algo de dinero. Bajo la mirada irritado, le digo que no, que no tengo plata. El niño no se resigna y me cuenta que no tiene nada que comer esa noche, la noche de navidad. Conmovido, meto una mano al bolsillo y saco un par de soles, se los doy y le deseo feliz noche buena. Doy algunos pasos más y otro muchachito, de iguales condiciones, se me para en frente, me dice pasará navidad en la calle, que nadie le regalará un juguete. Me entristece su historia, cómo decirle que no, meto la mano al bolsillo y le doy algunos soles. Al paso siguiente, otro niño, también estragado, se me cruza y me pide un sencillo tras contarme una novela tremebunda. Me sorprendo, siento que algo raro pasa, volteo confundido y veo que hay una fila de niños tras de mí, animados por el primer niñito que me abordó, a los gritos de: ¡pídanle, pídanle, está que regala plata! Encabronado, les digo que ya no jodan, que no tengo más plata. Se escucha un murmullo general, ¡misio! Me gritan. Los mando a la mierda.