domingo, 30 de enero de 2011

Kraken.

Es de noche, es de un sábado, ¿y qué más da?
Estoy en un lugar, secuestrado, al cual no pertenezco ni por asomo, mira, ni un poquito. Estoy acá secuestrado, casi desnudo, con un pantaloncillo de algodón y un polo gastado. Me siento un judío en pleno nazismo. Diablos, y estoy algo excitado, no de la manera habitual claro está, sino porque he ingerido cosas proscritas. Diablos. Cosas inmencionables.

Antes de seguir, aclaro y reaclaro que no estoy excitado de la manera habitual (o “in the good way” como diría el gran Julián Marley), es decir con la cabeza caliente, o más bien como un “hot dog”, o sea, un perro caliente. Perdón por el mal chiste. Pero es que hace mil que no me caliento bien bien, ya saben… ¡bien! O mejor dicho, no tengo a nadie que pueda realizarme ese simple trabajillo.

Sí, no tengo a nadie, porque si tienes a alguien pero no te sirve, entonces no tienes a nadie, ¿no? ¿O es acaso que éste, su humilde servidor, miente? ¿es acaso que si uno no siente la pasión que debe sentir, se debe quedar callado?, ¿calladito la boca? No, no, no, eso jamás. Las cosas se dicen y hoy yo digo esto.

Por Dios, pasé por el espejo, me vi, y no pude dejar de pensar: “coño, qué borracho estoy”, y me cagué de la risa la verdad, porque hoy, en esta noche crápula, he hecho muchas maldades (más de todas las maldades juntas que hice en mi vida) y estoy por encima de la culpa, tanto así que me da cero pesar escribir y contar mis ya varios pesares, en este, mi sufrido blog, el cual tiene lectores muy contados y agresores incontables.

By the way. Hoy leí un par de mails que me alegraron el estío. Un mensaje de facebook de un ex amigo. Una llamada de mi padre. Y un mensaje indescifrable (pienso yo que era un virus) de una persona que, intencional o casualmente, siempre está presente en mi famélica vida (aunque sabes que esta vez fue intencional, ¿no? Sabes que hablo de ti y que recibí ese correo espurio de facebook que me mandaste a manera de postal: Chica suave, chica sutil, te admiro y te quiero por eso).

Busco el encendedor y no está. La piedra en mi zapato me lo ha escondido. Malvada, eres como eres, y por eso para mí quererte es una utopía (una que no me interesa cumplir, por cierto). Tengo a mi diestra la botella a medias de Appleton, pero no tengo gaseosa, ni nada para mezclar. Y, Dios, yo no tomo trago solo ni a cojones, yo puedo aparentar ser un bohemio mal pero por dentro soy un niño boy scout de la parroquia Vianney.

Sigo secuestrado, caray, me quiero largar de acá. ¿un taxi a mi casa? ¡Ni cagando, no tengo plata! ¡Ah, ya ves, eso te pasa por no trabajar, eso te pasa por dedicarte a vender libracos! ¡Hey, hey, hey, no arranquemos con lo de los libros, aunque no me creas nada, soy feliz escribiendo de madrugada, publicando libros menores que ni mis allegados leen, y ganando algunos sufridos soles a modo de propina por ser escritor… ¡no me jodas, no me critiques, ya pareces esa gente de mierda que habla de lo que no sabe, tipo el papá de Valeria, que me criticó por dedicar mi tiempo a tratar de ser un novelista.

He hecho un alboroto de la gran puta esta noche. Si escuchan mi nombre en los noticieros, pues, no me quejo, hoy fui un criminal, un bandido, y me encantó. Pero tranquilos, no he matado a nadie, tampoco creo haber dañado o lesionado a alguien, yo no soy así, yo soy paz y amor (y venganza) y soy lo suficientemente sutil como para cobrar mi vuelto sin hacer un show… pero igual, hoy fui un hijo de puta.

Si me da el tiempo te llamaré y colgaré.

Por último, gracias a los amigos que he granjeado desde hace años ya… por haberse alejado de mí y ahora no ser más que un recuerdo graciosón. Gracias a la linda Valeria por ser una energúmena sin gracia. Gracias a Thomas Mann por escribir La Muerte en Venecia. Gracias a esa chica linda que veo de vez en cuando en el supermercado, y a la que le tengo unas ganas endiabladas, y más aún porque ella también me tiene ganas, lo sé, no soy pedante, sólo lo sé. Y gracias a la vida, que me ha dado tanto (aunque hoy: no una escapatoria).

martes, 18 de enero de 2011

El loco de la casa.

Uno:
El loco de la casa ha descubierto con redoblado asombro la magnitud de la gracia del estado natural, del existir del mismo modo en que se pre existió siendo un neo nato sin tapujos ni vergüenza, así, en estado intemperantemente sano, exento de los pudores que empiezan cuando a uno le dicen qué debe cubrir y nunca mostrar. Él, ni tan tarde y mejor que nunca, se pasea por cuartos y habitaciones, mostrando con orgullo el cuerpo peludo, el cuerpo de un hombre en proceso a transformación de lobo; y de igual forma los tatuajes de los brazos y la zona urogenital agradecida, sintiéndose briosa por la brisa, menándose agraciada y cuasi viva.

Dos:
Sintió un barullo más arreciado de lo normal. Subió a casa a la carrera, con el corazón en órbita acelerada, y vio a su madre revoloteando todo y fisgoneando en su habitación. Su conducta se mudó a un temor dubitativo. La madre sollozó antes de hablar y tras alargar un gemido le mostró el resultado de su búsqueda, le alargó una bolsita transparente con hierbas verduscas en su interior, las cuales expelían una vaharada considerable. El loco de la casa lo negó todo, y se esforzó por ser lo más cínico e hipócrita que jamás fue. Con argucias contritas y hasta con indignación por el acuso, logró despistar a la cándida e ingenua madre, quien nunca volvió a sospechar de él.

Tres.
Hacía tiempo que no disfrutaba del verano, por eso cuando se relajó en aquel club de playa, sintió una melancolía antigua. Sintió una vez más (aunque esta vez de manera ostentosa), que las lucubraciones lascivas lo acechaban en cada uno de los cuerpos que miraba en derredor. Con algo innegable entre los pantalones, se metió a la piscina para tratar de soslayar lo vergonzoso, sin embargo, ante la presencia de más caras bonitas y cuerpos en bikinis, la pasión lo cegó y no pudo más que sumergir una mano en las celestes aguas y ser lo más discreto posible que puede ser un onanista. Tras largo rato, un suspiro terminó con su padecimiento y luego, sin hacer muchas celebraciones, salió de la piscina dejando sus instintos afiebrados en fluidos que, deseó, no se inoculen en alguna de las nadadoras deliciosas de aquel club.

Cuatro.
Sentado en un malecón, abrazando a su chica, acercó su vaso descartable lleno de whisky barato. Ambos celebraban su versión del año nuevo, como tantos sufridos veraneantes que hormigueaban aquella playa, aquella madrugada. El loco de la casa tomó con vehemencia, tenía razones, muchas (o quizá sólo una, con nombre y apellido, que derivaba en muchas), y se embriagó hasta ver el firmamento lleno de estrellas fugaces. Entonces, en un impulso cómico o trágico, divertido o suicida, bajó del malecón y corrió hacia las aguas, mientras iba lanzando sus ropas como alguien que se deshace de lo que ya no sirve. Así entró al mar oscuro y atemperado, ante la mirada de muchos y muchas, y lo primero que hizo en el año fue ahogar las penas en el mar, como no logró hacerlo con un whisky etiqueta roja.

Cinco.
El loco de la casa siempre vuelve a su círculo vicioso. Inmerso en un triunvirato séptico conformado por él, la noche, y las ganas de escribir. Todos se complementan, se necesitan y se terminan por juntar por las buenas o por las malas, y por eso el loco de la casa es como un vampiro, solo que en vez de alimentarse de sangre lo hace de sucesos truculentos que escribe agazapado. Y siendo ese híbrido vampiro, vive principalmente cuando la luna reina, cuando el sol y la gente y la bulla no están más. Entonces él, con el telón de las estrellas, con un teclado como volante, se sumerge a contar y a inventar y a exagerar (a veces todo junto, a veces sólo lo primero), y por eso mismo vive y vivirá consumiendo barbitúricos para la depresión, en una empresa lamentable. Porque ser loco cuesta, y eso él lo sabe por cuenta propia.

lunes, 3 de enero de 2011

La Reina del Swing.

Cuando ella y yo andábamos juntos, nos gustaba bailar. En las tardes calurosas de un verano áspero, ella y yo bailábamos incansablemente: yo como una marioneta mal maniobrada por un orate, y ella dulcemente lindo, demostrándome lo bien que había aprendido a bailar en sus lecciones de baile.

Bailábamos de todo, incluso ese engorroso merengue bullanguero, el cual detestábamos por su melodía circense, llamado La Reina del Swing, y que tú, al moverte a su veleidoso ritmo, hacías algo mágico que me maravillaba porque era como ver a una ninfa en las nubes, y por eso tú adoptaste ese título, porque simplemente eras la reina del swing.

Seguramente no te extrañará el contarte que, cuando nos dejamos de ver, una de las cosas que más extrañé endiabladamente de ti fue verte bailar esa clásica canción, ese ritmo que en cualquier otra se hubiese tornado un cuadro desagradable y tremebundo.

Por algunas casualidades tontas, como las que sabes me suelen pasar a mí, algunos días atrás escuché esa, tu canción, en el radio de un taxi que me llevaba a Miraflores. Cerré los ojos y te vi, vi a mi reina del swing, del amor, de las caricias, de los remoquetes y de las salidas al cine de Primavera.

Te extrañé y me perturbaste. A decir verdad, tu idea me perturbó, tu imagen flotando en mi magro pensar. Y entre algunas cosas, no me pregunté si te volvería a ver, sino cuándo nos volveríamos a encontrar.

Y la respuesta me alcanzó algunos días después, principiando el año, en una madrugada crápula y díscola, lejos de aquí, en una recóndita e incomprendida playa del sur, entre gente pululando como moscas y alcohol bailoteando como el mar.

Estabas a unos pasos de mí, conversando con tus amigos, o con amigos de tus amigos; con tus sandalitas y tu ropa toda veraniega. Y yo te miré pero no te vi, me di cuenta de tu presencia pero no de la de tu alma o la de tu siempre radiante carisma. Es decir, estabas y no estabas, y esa primera impresión me dio una pena tan profunda, una tristeza que me inoculó incredulidad y me conminó a acercarme a ti y, cara a cara, sin temor a dudas, confirmar o desmentir la pena o el alivio.

Capeando viandantes en plena madrugada, me acerqué a ti por detrás. Tú y tus amigos hablaban como grandes patéticos. Temí lo peor. Di unos pasos más y me paré junto a ti, observando tu cabello, tu rostro, tus gestos, con la prudencia que exigía mi escudriñar.

Tras unos segundos me viste, te sorprendiste o fingiste hacerlo, y con un mohín vacío me saludaste para luego marcharte y desaparecer con tus amigos. Y yo confirmé lo aciago y me sentí inmerso en el funeral de lo que fuiste alguna vez.

Cuando di media vuelta y me marché, degusté tu mal sabor, el sabor de la insignificancia que ya nada es. Porque realmente te convertiste en algo tan ordinario, en algo tan frío y aburrido, que te sintonizaste con las tristes y pobres puticas que merodeaban por allí, o que yacían tiradas en el sucio y frío asfalto, cual ratas.

Así que solo atiné a engullir el regicidio, porque la reina del swing ya no existe más, ni la reina del amor, ni de las caricias, ni de los remoquetes; tan solo el sabor indigesto de un recuerdo diezmado a su pobre mínima expresión.