sábado, 15 de septiembre de 2012

After Office


Fue mientras deambulaba por el parque Kennedy, precisamente venía de bajarme un heladito bienhechor, y caminaba alegre por eso mismo, refugiado entre los árboles del parque. Entonces de pronto crucé miradas con un tipo de terno y cabello engominado, y luego me di cuenta que era mi viejo amigo Diego, mudado a las fachas de un maniquí de tiendas Él.

Nos saludamos con cariño, pues fuimos grandes amigos alguna vez, cuando vivíamos en el pujante barrio de Magdalena, y jugábamos a la pelota cada tarde de verano. Aquellos días en la víspera de nuestra juventudes fueron fantásticas, cómplices y memorables, por eso el gran Diego me dijo, con nostalgia, para tomarnos un café y hablar de los viejos tiempo. Acepté animado, sobre todo por lo que dijo al final: yo invito.

Fuimos a un cafetín bien acogedor, con sus mesitas limpitas y sus sillitas de madera, y los mozos bien uniformados, con su bigotín y sus chalequitos, y nos sentamos en la terraza mientras ordenábamos un lonchecito así nomás, suave, tela, monse. Y fue monse porque el gran Diego, con astucia, con notable empeño por no ser tomado de idiota, no me dejó ver la carta, y, en cambio, el se mandó a pedir dos cafés y un par de sanguchitos, porque de seguro pensó: a este conchudo de Vincenzo no lo dejo pedir, las huevas, será para que me deje esquilmado.

Yo estaba con mi sonrisita tranquila nomás, como diciendo todo bien, cuando en el fondo tenía el creciente presentimiento de que no fue buena idea venir a platicar con Diego, porque él solía ser frío, y calculador, y tacaño, y porque, sobre todo, uno no debe confiar en un sujeto after office.
En fin, nos trajeron los cafés y ambos platicamos un par de cosas, nimiedades para calentar: clima, futbol, política, y ya luego arrancamos con el protocolo (el cual, admito, inicié yo) porque me mandé con la hipócrita pregunta de ¿cómo va el trabajo, los negocios? Y el brillo en los ojos de mi amigo me indicó que había cometido el peor error, que le había puesto pilas duracel a un radio despertador sintonizado en el noticiero.

En efecto, el canalla de Diego me habló de su trabajo, que es lindo, el edificio modernísimo, las secretarias un amor. Y de su cargo, que es súper-importante, que su curriculum está mejor que nunca. Y de su sueldo, que no es el mejor pero que está bien, y que, ahora que lo piensa, está de putamadre, estoy forrado, chino, alucina. Y de sus planes, que me ascienden el otro mes, que voy a estudiar la maestría, que seguro también otra carrera.

Yo lo escuché derrotado, tomando de a sorbos el café que, encima, estaba amargo, amargo como la plática. Y entre tanto pensaba que a este tipo no le creo nada, ni jota, que si su vida fuese tan prometedora no estaría bajándose un café cagón conmigo en vez de seguir su linda rutina. Así que en un arrojo torero, lo atropello y le pregunto por su novia, por algo más humano, y él me dice que no, que no tiene tiempo de nada, que después del trabajo va a casa y ve televisión hasta quedarse dormido, hasta su siguiente jornada laboral.


¿Pero en los fines de semana?, le pregunto, ¿sales con alguien, no sé, vas al cine por lo menos? Y él me dice que no, que usa los fines de semana para descansar, para alistar las cosas del trabajo, para ver el programa de Gisela los sábados por la noche. Con más pena que asombro le pregunté si le gustaba ese tipo de vida, tan pródigo en bienes materiales, y tan austero en la vida misma, y él claro pues, chino, estoy tranquilo, facturando mi platita, pero si ah, no creas que soy un aburrido, con la gente de la chamba salimos también, nos vamos al karaoke a veces, a comer, a tomar algo por allí. 

Me alegré por él, le dije que era algo saludable eso. Diego continuó sin hacerme caso, son unos rajes bravos esas salidas, carajo, nos matamos de la risa hablando de los últimos chismes de la ofi, rajando con la gente, haciendo lo que no podemos durante la chamba. Yo sentí que ese sujeto era uno muy triste, uno que se creía rey nadando en una piscina de niños, sin saber que en sus narices se alargaba una vida, una selva por explorar.   

Puesto a irme cuanto antes, le dije a mi amigo que era un poco tarde, que debía partir, que gracias por el cafecito. Y Diego, sin darme mucho crédito, contó que mañana tenía una reunión importante, una cosa de recursos humanos y motivación, son unas charlas pajisimas, me dijo, nos hacen interactuar, dibujar, aportar creativamente a la empresa, y nos asignan animales según nuestros perfiles, yo soy un delfin, inteligente, bondadoso y  solidario…

Me estoy yendo, Diego, cuídate mucho. Diego pasó una mano por su cabello engominado y te pasaré la voz para una salida, te vas a matar de risa con la gente de la ofi, ¡cómo rajan, le dan duro al señor Paniagua!... Y yo, encantado de la vida, Diego, me avisas nomás, y luego salí caminando a toda prisa, urgido por oler una bocanada de aire puro.