martes, 28 de diciembre de 2010

Noche Buena.

Valeria me busca entrada la tarde. Ha sido un día bastante agitado, digo, bastante agitado para la gente en las calles, para los afanosos viandantes que corren a comprar regalos –más precisamente chucherías-, y comida –más precisamente pavos horneados a la volada-, y los malditos cohetones –más precisamente esos tremendamente bullangueros con los que tantos niños se han mutilado últimamente-, para pasar sus “noches buenas” con la familia y demás coterráneos.

Le abro la puerta y Valeria me saluda con su amplia sonrisa de siempre, la sonrisa de un ángel, y mientras entramos a mi habitación todo me parece tan raro, tan sacado de algún sueño improbable: ella y yo entrando a mi pequeña, pequeñísima casa nueva, a la que recién me he mudado –contra mi voluntad-, dejando atrás el departamento donde viví los últimos tres años de mi vida; donde aprendí a vivir solo; donde escribí tres preciosas –aunque no sé si buenas- novelas.

Cuando entramos a mi habitación, Valeria me da algunos lindos presentes que traía agazapados en su bolso. Yo, que también le tenía una sorpresa, le entrego un disco majestuoso de los Reds –grupo con el que Valeria se ha sintonizado de una manera alocada, y yo feliz porque ese grupo es, en mi humilde opinión, la más sublime representación de la música de mi tiempo.

Valeria es muy sentimental, muy emotiva, muy franca en sus reacciones, por eso, cuando yo le entrego mis presentes ella rompe a llorar y me lo agradece como una niña visitando Disney, así, con su carita achinada y sus rulos dorados iluminando mi empobrecida casa.

Ella y yo, nostálgicos, emocionados, nos abrazamos y luego hacemos el amor de esa manera tan dulce y salvaje como solo es con ella y conmigo. Y nos entregamos a esa afiebrada pasión por horas, hasta que llega la noche y los sonidos de los cohetones se arrecian y forman una retahíla inenarrable, una retahíla que advierte que la natividad está pronta, muy pronta.

Veo mi celular y son casi las doce, y luego las doce, y luego pasadas las doce; y Valeria y yo pasamos la navidad juntos sobre la cama de mi bunker, alejados de nuestras caóticas familias, del caos de ambas, de la suya infestada de decepción, de la mía infestada de inquinas. Y la pasamos abrazados, escuchando las psicodélicas canciones de los Red hot Chili peppers, y comiendo las ricas galleticas que ella me ha horneado, y yo sujetando la linda versión de La Muerte en Venecia que ella me obsequió, y ella abrazando el peluche de La Rana René que yo le di.

Así pasamos navidad juntos, encerrados a oscuras en mi bunker, hablando y divagando y filosofando sobre la vida que es una mierda en tantos pero tantos aspectos, en todo que está mal, re mal, y en que nada vale la pena más que nosotros dos en ese instante, ella fumando su cigarrito de siempre y yo fumando mi rica weed de toda la vida.

Los cohetones siguen reventando al unisonó, las gentes se abrazan y se aman y cantan alrededor de sus árboles decorados, y yo ahora los comprendo y entiendo, porque Valeria y yo hicimos de nuestra navidad la mejor de las navidades.

viernes, 10 de diciembre de 2010

El incomprendido

Salí de casa entrada la noche, había tenido un día bastante lánguido, más bien aburrido, gastado entre siestas y lecturas anodinas. Me convencí de salir un rato, a donde sea; últimamente ese es un plan contumaz en mí, últimamente lo más divertido de mis días es salir y vagar por donde me plazca, como hoja que baila al viento.

Caminé con las manos en los bolsillos, viendo el caótico tráfico, y la caótica imagen de niños mendigando una propina. Miré a algunas chicas lindas que caminaban por ahí, y miré con mayor atención sus cuerpos preparados para el verano prometedor. Traté de no cruzar miradas con nadie, traté de dar la imagen de un bohemio, de un indiferente, y recordé la magnífica canción de Kevin Johansen, El Incomprendido, con su frase “cree que lo observan, pero nadie lo ve”.

Pronto pasé de soslayo por una galería de arte en San Isidro, se veían varios autos lujosos afuera, gente bien vestida y elegante entrando al lugar, era obvio que algo grande se estaba realizando. Sin nada mejor que hacer, me convencí de ir a fisgonear un rato. Corregí mi postura y caminé hecho un intelectualón con clara pretensión de entrar a la galería, pero pronto un guardián, vestido con un terno gastado, me saltó en frente.

“Joven, su invitación”, me dijo, cortándome el paso. “¿Qué invitación?”, le dije, haciéndome el ofendido, el vejado, el que se amarga porque le hacen roche en la puerta de la galería. “Aquí se entra con invitación, joven”, me dijo el guardia, con claras ganas de no dejarme entrar. Entonces, tratando de no irme derrotado, o al menos no de una manera tan burda, me jugué una última carta.

“Profe, me he olvidado la tarjeta, dejé la invitación en mi casa”, le dije, ya más amigable, tratando de que dejemos todo en un ambiente cordial. “No, no , no, joven, acá con entrada es”, dijo el sujeto, claro en su posición. Odiándolo por dentro, le dije: “profe, mi nombre está en la lista, busca si deseas, me llamo Ramiro”, y luego traté de entrar mientras el guardián parecía confundido. “¿Ramiro qué?”, preguntó mientras ojeaba un folder lleno de hojas. “Ramiro Prialé”, le dije, sólo por decir algo. “!Ramiro Prialé!”, repitió él, “sí, sí, me suena, ah”, dijo amigable, “sí, me suena, pase, pase, joven”, añadió saliendo de mi camino.

Riendo entre dientes, entré a la galería y me puse a atisbar con cuidado los cuadros que se exhibían, sin embargo, pronto me aburrí porque el lugar era un enjambre de viejos y viejas que pululaban y chismoseaban cosas realmente fatuas, presumidas.

Hasta que una de las viejas, que era la esposa del alcalde de San Isidro, madre de un actor famoso en el sufrido Perú, hizo sonar una campanilla y espetó: “a ver, a ver, hora del brindis, ¡a brindar por ésta fabulosa presentación!”, y de inmediato aparecieron en la galería un sinnúmero de mozos bien al terno, con bandejas llenas de copas de vino y champagne.

“¿Caballero, gusta una copa de vino?”, me preguntó uno de los mozos. Detesto el vino, pensé, me cae mal, me emborracha al primer sorbo; sin embargo: vino gratis, era vino gratis. “A ver, una copita”, le dije al sujeto. Él, bastante servicial, me alargó una copa de vino tinto haciendo una reverencia. Así que, entre vista y vista a los cuadritos sibilinos que se exhibían aquella noche, me iba bajando mi copita de vino así, tranquilazo nomás, haciendo un rictus de asco a cada sorbo, pero tratando de guardar la compostura y poniendo cara de “qué rico es ser un intelectual”.

Algunos tragos de vino después, sentí la cabeza tan pesada que pensé me tumbaría al piso rompiéndome el cuello, sentí los pies gráciles y la mirada perdida. Avancé a duras penas por la galería, ganándome algunas miradas de perplejidad por parte de la distinguida asistencia, y luego traté de buscar la salida para zafar rápido, antes de terminar vomitando en plena conferencia de pitucos.

“¿Se va, joven?”, me dijo el guardián de la puerta, al verme saliendo a la carrera. “Ya vengo, he dejado mal estacionado el carro”, le dije a la volada. Caminé medio en vilo, tratando de recomponerme del mal rato y del mal vino, porque, coño, ese vino era algún líquido espurio, alguna versión truculenta del buen vino argentino. Así que caminé y llegué al siempre fresco parque Olivar, que aquella noche lucía terroríficamente inspirador. Ese bosque lucía más oscuro que nunca, con los faroles alumbrándolo apenas, dándole ese toque macabro y hermoso.

Me senté en una de las bancas y me arrellané hasta hallar quietud, hasta que las cosas a mi alrededor dejaran de moverse. La noche estaba tranquila, silente, era el parque, la luna y yo, recostado sobre la banca en busca de algo de paz. De pronto, escucho una retahíla de sonidillos agudos cerca de mí. De inmediato me pongo en alerta, pasmado por esos ruidos extraños.

Pronto entro en cuenta de que parecen ser chirridos, parecen gritillos minúsculos saliendo de algún lugar cerca a mí. Es entonces cuando, tras ver hacia abajo, a mis pies, veo, con terrible perplejidad y miedo y pánico y nauseas, dos ratas negras y gordas, paradas ante mí, con clara intención de atacar.

Las ratas chirriaban y saltaban de atrás para adelante, como nunca había visto actuar a un roedor. Mostraban sus dientecillos afilados y tremebundos, sus colas peludas y sus patas enrojecidas. Mentalmente conté: “1,2,3…” y luego me levanté de la banca de un salto y corrí y corrí, corrí como un enajenado, sin detenerme, sin mirar atrás, sin titubear; pensando que las ratas me seguían, que corrían tras de mí.

Aquella noche terminé corriendo a empellones por los frondosos pastos del Olivar. Azuzado por la presencia imaginaria de las ratas dentro de mis pantalones, de mi suéter, de mi cabello incluso. Y corrí al mismo tiempo que iba sacudiéndome todo, como un psicópata. Imaginando, finalmente, que quizá lo que vi fueron dos ramas secas en el piso, y el vino birlado en la galería me hizo alucinar como un orate, del mismo modo que, ahora, me hacía correr a sacudones, como un incomprendido que cree que lo observan, porque de seguro lo están viendo hacer el ridículo.

martes, 30 de noviembre de 2010

Valeria, mi linda Valeria.

Tengo grabado en la mente, con una nitidez y exactitud extrañas en mí, el momento preciso cuando vi por primera vez a mi amada Valeria. Fue en la última noche de un año agonizante, en el pródromo del ingreso de un año nuevo. Ella y yo coincidimos en una reunión improvisada e improbable, organizada por personas que no teníamos mayores planes para pasar el año nuevo. Qué tremebunda me suena ahora la idea de que la haya conocido así, en algo tan casual y endeble, en una reunión a la que casi no voy por quedarme en casa escribiendo y comiendo pizza, recibiendo ensimismado el 2009.

Aquella noche, yo tenía claro que si debía terminar entremezclándome acaloradamente con alguien, esa debía ser ella, Valeria. Largamente Vale era la más linda de esa noche, y de muchas otras noches que yo había vivido.

Pienso que ella también tenía claro que quería pasarla bien conmigo en esa reunión. Ella fue quién me abordó y se sentó a mi lado, y, tan diligente, hizo que mi tarea por abarcarla sea una fruslería, un juego de niños. Así que, en efecto, la abarqué y terminamos besándonos en muchos ambientes recónditos de la casa donde estábamos.

Si algo me preocupaba e interrumpía las encomiables escenas entre ella y yo, era que esa misma noche, la noche de año nuevo, Andrea, mi enamorada, estaba confiada de que yo me había quedado en mi departamento escribiendo sacrilegios y engordando comiendo pizza full meat de Papa John´s (que era la pizza que Andrea siempre me compraba).

Nunca me puse en los zapatos de Valeria, no me interesó demasiado lo que ella pudiese llegar a pensar si se enteraba de que yo tenía enamorada. Y es que lo nuestro era algo en ciernes, algo momentáneo, y seguramente ella también escondía en sus recuerdos a algún novio o amante.

Mientras Valeria y yo nos besábamos acaloradamente, y yo, siempre un pervertido, me aprovechaba minuciosamente de su cuerpo y de su estado alcoholizado por el siempre felón vodka, me era una piedra en el zapato recordar a Andrea y los escombros de la lealtad que yo le había jurado alguna vez.

Mientras Valeria y yo nos besábamos acaloradamente, me era inevitable no cavilar e imaginarme con ella para siempre, para toda la vida. Mientras la besaba e iba recordando el sabor de sus labios, también pensaba en lo lindo que sería estar con ella, hacerla mía, pedirle que esté conmigo para pasarla así de maravilloso todos los días.

Recuerdo que, ya avanzada la noche, con cientos de tragos de vodka agridulce en mi ser y en el de Valeria, ella se recostó en mis piernas y casi llegué a creer que caía rendida en un sueño profundo. No pasó ni cinco minutos de eso, cuando sus amigas detectaron que yo la acariciaba como un orate mientras ella permanecía recostada sobre mí, así que de inmediato las amigas (que eran dos) se llevaron a Valeria y la dejaron durmiendo en uno de los dormitorios de la casa.

Alcoholizado y encabronado, odié en secreto a las infames amigas, pues qué se habían creído para venir a cagarme la diversión, a arruinarme los planes. Luego de bajarme varios vasos más de vodka, entendí que las amigas eran eso: amigas, y que habían hecho lo mejor para Valeria.

De pronto, entre esos flashes de borracho que uno recuerda borrosos a la mañana siguiente, rememoro los instantes cuando –en distintos momentos-, las amigas se me acercaron y me empezaron a hablar no sé qué cuernos, no sé qué banalidades, no sé qué disparates, pero lo que recuerdo de forma más exacta era la cercanía con la que me hablaban, la intrepidez con la que me susurraban al oído, y la clara y abierta predisposición que me mostraban a que yo les meta un intercambio de lenguas bravo.

Al día siguiente mis amigos me contaron que una de las amigas terminó besándome y que la otra no lo hizo por falta de tiempo. Yo, obviamente, no recordaba nada, todo era incierto y confuso, y ni tan siquiera llegaba a recordar el nombre de la linda Valeria, a la que me refería como “la chica riquita a la que me agarré”.

Sin embargo, muchas cosas de ella no me eran esquivas, su rostro, sus besos, el olor de su cabello, esas cosas me marcaron porque las amé desde un principio, porque su sonrisa se tatuó en mí desde aquella noche cuando la vi por primera vez, cuando la vi caminando distraída con su polito verde y sus shorts negros y su carita de ángel, desde esa noche en que entraste a mi vida, Valeria, mi linda Valeria.

domingo, 7 de noviembre de 2010

El sueño americano.

Cuando era muy chico, un niño atontado y silente, y veía por la recién llegada televisión con cable algunos programas estadounidenses, de esos que muestran la vida sosegada y relax y cool de la gente en el norte, como esas series que te susurran que la vida misma en América es una rosada comedia romántica, recuerdo que se anegaba de ilusiones mi mente y volaba en el imaginario de mi inconsciencia a soñar que me gustaría vivir en Estados Unidos.

Más o menos, por esos tiempos, recuerdo que soñaba también con ser actor, por recrear personajes ficticios y vivir en mundos ajenos. Recuerdo que me entusiasmaba la idea.

Con el tiempo –el verdugo de ilusiones-, entendí que mi destino –mediato- está acá y no allá, es decir, que no viviría en Estados Unidos porque acá forjé mi vida, y porque no sé hablar inglés, y porque no tengo visa, y porque terminado el colegio mi padre me obligó a ingresar de inmediato a la universidad (pagando por lo bajo para ingresar sin dar examen de admisión) y entonces, claro, mi camino defirió de mis sueños de niño y me preparé para vivir aquí y no ser actor.

También desde niño, desde que era un primarioso, me apasioné no sólo por los programas de nickelodeon y por ser actor, sino por descubrir, indagar y sumergirme en una exploración desaforada por el sexo y por todas esas prolongaciones del deseo que tanto sentido le dan a la vida como la conocemos.

Mientras pasaba el colegio, me adiestraba cada vez más en el arte de la sexualidad y en el duro pero satisfactorio oficio del autoservicio, analizando al milímetro cantidades de escenas triple equis que veía en los canales de cable estadounidenses, donde me rompía el ojo atisbando californianas sumiéndose en bajezas.

Cuando perpetré mi inauguración en el terreno físico-sexual, o sea, en el choque real cuerpo a cuerpo con una chica, cometí cada paso tal y como había aprendido viendo a los musculosos de las películas porno. Traté de emularlos y, a mis trece años, creo que le dejé una buena impresión a la vecinita que me acompañó aquella tarde de estrenos.

Tres años después ingresé a la universidad, y cinco años después la terminé, y todos esos años estuve secundado por un instinto lascivo de temer, el cual me obligaba a frecuentar encuentros disparatados y efervescentes que contribuían a mi curriculum sexualum . Siempre, a la par, veía agazapado las mal llamadas películas para adultos, sometiéndome a rigurosas escenas onanistas cada noche.

De pronto siento que todo tiene sentido, y que las cosas que uno vive no surgen de la noche a la mañana, sino todo lo contrario, se lucubran en determinados momentos para luego pasar de ser de una gota de agua a un océano inmenso, de una semilla a un árbol frondoso, cosas por el estilo.
Cuando terminé la carrera me dediqué a escribir y me apasioné tanto por ello que queda fuera de lugar y discusión las ideas de mi niñez de ir a Estados Unidos y ser actor.

No tengo la dicha de formar parte de la PEA (población económicamente activa), pero sí de la mucho más exquisita PSA (población sexualmente activa), por lo que me esfuerzo a diario por no dejar de pertenecer a tan selecto grupo. Sin embargo, por más de que con orgullo y placer pertenezco a la PSA, soy también amante fiel de la autoayuda, y no por tener encuentros afiebrados con féminas dejaré de ver videos de californianas sumisas en la web.

Entonces, en las madrugadas, cada vez que culmino suspirando con mis sesiones de videos de gringas esculturales, pienso con nostalgia que mi sueño de niño no es tan descabellado, no es tan utópico. Siempre termino pensando que me encantaría protagonizar aquellos videos y, si acaso, me paguen en dólares por ello. Eso es algo que inevitablemente me viene a la mente tras un orgasmo manual.

Por último, qué irónica me sienta la vida, pensando que los deseos pueriles que invadían mi cabeza en la infancia hoy están más vigentes que nunca: vivir en Estados Unidos y ser actor, ¡claro que sí! Protagonizando ese cine tan sufrido y abnegado que es el triple equis.

jueves, 21 de octubre de 2010

El árbol.

Me vi los zapatos mal lustrados y viejos mientras buscaba mi sombra en el asfalto. Venía avanzando sin fin, tragado por un viaje sórdido, alocado, ensimismado, pero necesario a la vez; iba en busca de los pensamientos que se encuentran en mi parquecito sosegado de Magdalena, de la horrible Magdalena, el distrito más feo de Lima seguramente, pero al que le guardo mayor cariño y nostalgia, extrañamente.

Avanzo cientos de pasos y por fin se me va haciendo nítida la banquita marrón cerca al gran árbol en forma de araña negra. Es mi banca favorita, mi árbol favorito, y no puede ser de otra forma. Sólo allí puedo soñar placenteramente y tener las pesadilla que necesito tener.

Cuando me dejo caer en el asiento de madera helada, un friecillo me recorre el cuerpo. No por lo gélido de mi estoica banquita, sino más bien porque lo primero que veo es aquel árbol imponente y feroz, ese árbol ramificado que está en posición de ataque, en modo defensivo, y por eso yo lo quedo mirando abriendo bien los ojazos cafés, como pretendiendo hacerme respetar.

Poco a poco, casi sigilosamente, casi sin darme cuenta, los poderes maquiavélicos del árbol se van apoderando de mí. Nubes de mil colores me rodean y me anegan, y yo ya no puedo moverme y me quedo petrificado, mientras la gente que pasa por ahí a esas horas, me ve y segurito que piensan que estoy loco loco, loco mal.

Hay algo que tú no sabes, pero que yo sé bien. El árbol y yo. Cuando las ramificaciones de madera de ese ser inescrupuloso me toman de rehén, cuando me asfixian y me hacen cavilar como si hubiera bebido e ingerido brebajes de brujos más espurios que el mismo hecho de que la magia exista, en esos instantes, atrapado y sin salida, abro los ojazos cafés y apareces frente a mí, allí, clarísimo, te veo y te admiro, y tú no me ves, lo sé.

Cuando te veo, noto que no has cambiado ni un ápice, noto que estás igualita que siempre, o mejor dicho, que estás como te dejé, como la última vez que nos vimos, hace más de tres años ya, y revivo con una sonrisa cada detalle de tu dulce y encantador ser, de las flores y del cielo y de las aguas del mar que te crearon al juntarse, regalándole al mundo oscuro un poco de luz perfumada, de luz que huele dulce.

De repente, otra vez frente a ti, me confundo y me vuelvo un tonto evidente y desgraciado, un molde al que embobas porque tienes ese poder y ese privilegio. Lo sabes, creo y quiero creer que lo sabes, aunque nunca te lo haya preguntado: sabes que sin verme aún me embobas, aún me moldeas a tu gusto eternamente maléfico y hermoso.

Cuando las sombras de mi árbol favorito me protegen, tu sombra vuelve a estar junto a la mía, y tú y yo nos volvemos a sentar en un parque desierto, como tantas veces lo hicimos antes de que te marchases. Te sientas junto a mí, y yo, un poco en broma un poco en serio, un poco avergonzado un poco decidido, te cuento que por fin terminé de escribir la novela que habla de nosotros, de lo nuestro –lo que fuese que sea-, de nuestro tiempo juntos aquel verano de hace tantos veranos atrás.

Los grillos cantan al unísono un coro de perplejidad, los vientos retumban contra las hojas de mi árbol villano y soñador y embrujador, la noche es tan oscura que me queda claro; y yo entre tanto pienso en si tú piensas en mí, si pensaste alguna vez en mí, si algún día lo harás. Y me rio porque esa respuesta me es esquiva y cuánto me temo que me será esquiva hasta la tumba.

Levanto la mirada arqueando las cejas y veo nubes rojas, azules, violáceas, nubes coposas que caminan lento, como un carnaval mal herido, que tanto significa pero que tan poco recibe. Lo veo y siento una angustia tremenda, lo veo y deseo con todo mi ser tener un pedacito de cielo, para no volver más a las sombras de este árbol tremebundo, para no tener más que pensarte sin que sepas lo que siento.

viernes, 1 de octubre de 2010

Golpes Bajos.

Caminando en el espeso bosque del Olivar sucedió. Valeria y yo veníamos de unas oficinas, en San Isidro, donde fui a ver cómo van las ventas de mis libros. Vale me esperó y luego me invitó al Mc donald´s, y se portó de las mil maravillas conmigo, hasta que por desgracia cometí la impertinencia de decirle para ir a caminar por el parque El Olivar, y la impertinencia de decirle un par de cosas más estando allí.

Caminamos tomados de la mano por las espesuras del parque, y en eso aparecieron de la nada dos chiquillas, así, todas gringuitas y puteriles, y entonces yo las quedé viendo embobado, reducido por la fruición que me provocaban, y entonces le solté la mano a Valeria (digamos que para proyectar una imagen más disponible a aquellas féminas), y ella vio a las chicas sonriendo, y me vio a mí babeando, y ¡faltaba más!: me metió una gritada brava y bien sazonada argumentando que era yo un pendejo mal.

Yo, obviamente, me hice el desentendido y “no, amor, me picaba la mano, por eso te solté, para rascarme bien, pues” –le dije, y Valeria, ni tonta, no me creyó nada y a cambio puso cara de querer mandarme de ida y sin retorno a la mierda.

Luego, mientras caminábamos ensimismados, cada uno rumiando cóleras, pasaron por los arbustos del Olivar dos ardillas que retozaban con carisma. Yo me las quedé mirando y, enternecido, porque esos animalillos me procuran ternura, les silbé y les hice quecos y entretanto Valeria me lanzó una mirada inflamada, una mirada de que la explosión era inminente.

Valeria me dijo que yo era un idiota, un imbécil, un hijo de puta. Yo le dije que por qué diablos se molesta conmigo sólo por jugar con aquellos roedores. Ella, siempre memoriosa, siempre al tanto de todo, me dijo que no olvidaba que yo tuve una enamorada a la que cariñosamente le decía ardilla. Yo la quedé viendo desorientado y no supe qué decir, sólo la miré y escuché con paciencia, pues entendí que debía escuchar sus diatribas por tan enredada conclusión que asumió.

Valeria, al ver que no le respondía los insultos, trató de ir más allá, trató de ofenderme con cosas más serías. Así que, sin dejar de lanzarme sus peores miradas, me dijo que era yo un vago, un fumón y un misio. Me jodió escucharle dichos adjetivos (quizá no tan distantes de la realidad). Como venganza sólo atiné a decirle: “amen”.

Ella se ofuscó más, se enfureció. Entonces me dijo que era yo un misio, un bueno para nada, un muerto de hambre. Eso fue un poquito mucho, ¿no?, entonces, irritado, le dije que ella era una mantenida de mierda, una hueca, una bruta. Ella sonrió cínicamente, como si le hubiese dicho cosas falsas, y luego arreció sus injurias.

Valeria me dijo que yo siempre seré misio, que no tengo nada de talento para escribir, que mi libro le da pena, que es un remedo de libro, que me moriré de hambre escribiendo libros tan malos. Ella sabía que eso me dolería como nada, lo sabía y lo dijo, y, en efecto, me dolió.

Yo, a sabiendas de que Valeria venía haciendo una estricta dieta hace días, privándose de comer para bajar de peso, le dije que estaba gorda, que había engordado, que la veía más rechoncha y más panzona. Yo sabía que eso le dolería y acerté, en efecto, le dolió, se puso a llorar.

No por estar llorando dejó de arremeter contra mí.

Me dijo que era yo un pezuñento, que me apestaban los pies. Lo dijo recordando un infausto día en que yo llegué a verla después de jugar un partidito de fútbol, y cuando fui a buscarla y me calateé para hacer el amor, expelí un olor asesino y malhadado; aquel día ambos nos reímos del tema, pero ahora ella le daba una vigencia absoluta calificándome como un perpetuo pezuñento.

Entonces me crispé, porque, coño, pezuñento es una palabra muy fuerte, ¿no? Incluso me hizo rememorar a un ex compañero de banda: el indio Roberto, a quien apodábamos indio no sólo por su aspecto físico, sino por las olorosas humaradas verdes e indigestas que perpetraban sus sufridos pies mientras él alegremente tocaba la guitarra.

Entonces yo, vejado, le dije a Valeria que, acá si alguien apestaba esa era su mamá. Así se lo dije: “acá la que apesta, por lo metiche y jodida y malacara, esa es tu vieja”. Ella rompió a llorar con mayores bríos y me dijo que eso era todo, que terminamos, que ya no quería estar conmigo. Yo le dije que así mejor, que se largue y termine sola y amargada como su mamá. Ella enfureció y entonces ¡pum!, me tiró una patada muy cerca a la zona urogenital. Yo me retorcí de dolor y entretanto ella se marchó llorando, cubriéndose el rostro con las manos.

Arrodillado en el piso, mientras las ardillas revoloteaban a mi alrededor, traté de comprender lo denigrantes que pueden resultar los golpes bajos entre dos personas ofuscadas que dicen quererse.

martes, 21 de septiembre de 2010

Aquella Viejecilla.

Una vez fui a un asilo de ancianos. Un amigo mío acudía allí regularmente, porque hacía voluntariado de caridad o algo por el estilo, y un día el puta me llevó con engaños, me llevó diciéndome “vamos, Marco, las chicas del voluntariado están buenazas”, y yo hecho un cabal idiota le creí y bajé al asilo un viernes a la tarde y al entrar, al toque nomás, me di cuenta de que mi amigo me había mentido, porque en una me saltaron al frente cinco o seis viejitos, midiéndose a bastonazos por ver quién me contaba un cuento primero.

¡Coño, qué viernes para más mierda aquel!, sin embargo, ese día conocí a una viejecilla que me llamó la atención. Era una mujer extraña, diferente a las otras viejas. Esta era una mujer encorvada y arrugada y narizona, y hasta ahí ustedes me dirán “¿qué te has fumado, oye, si todos los viejos son así?”, pero es que la diferencia estaba no en el aspecto, sino en que esta vieja era acomplejada, solitaria, casi autista, y paraba en un rincón con una postura expectante, y te lanzaba miradas como de odio y a la vez de tristeza.

Así que más por curioso que por buena gente, me acerqué a hablarle a la dama esta, y me presenté todo formal, todo caballeroso yo, diciéndole “buenas tardes, señora, cómo está”, y la señora en cuestión me lanza una mirada de confirmada reprobación y solo arquea las cejas, como diciendo “hola, renacuajo”. Entonces yo decido poner primera y arrancar, pero la señora me corta el paso y me dice “cómo te llamas, hijo”, y lo dice con una voz añeja, una voz ronca y sepulcral, con un sonsonete inefable que no sabes si es de un amigo o un enemigo.

“Me llamo Marco, señora”, le digo. Ella me mira como escudriñándome, “¿y qué haces por la vida tú, Marcos? –me pregunta-, “¡seguro que no haces nada por eso vienes a hueviar acá!”, añade. Me causan gracia sus palabras. “Soy escritor”, le digo. “¿escritor?”, pregunta ella, como desconfiando. “Sí, escritor”, le digo. “¿Y cuántas horas al día escribes, ah, tienes tu horario me imagino?”, retruca ella, amenazante otra vez. Yo me asombro un tanto y tomándome mi tiempo, entendiendo que es una viejecilla sola y amargada, le digo “bueno sí, tengo horario, es un horario nocturno”. La señora me mira entrecerrando un ojo.

“¿Usted cómo se llama, seño?, no sé su nombre”, le digo amablemente. La viejecilla levanta la cabeza, encumbrando su quijada, apuntando hacia el cielo su nariz tumefacta, y dice “yo me llamo Felicia Herrera del Campo”, y deja notar un claro tonillo de exacerbado orgullo por su nombre. “Bonito nombre”, le miento, “muy sofisticado”. La señora Felicia me lanza una mirada fortalecida y luego sonríe victoriosa y dice “nombre de reina, yo soy una reina”. Ahogo una sonrisa, fuera del histrionismo de la viejecilla hay algo en ella que me causa pena, tristeza.

La señora Felicia se me queda viendo buen rato, como si estuviese leyendo las líneas de mi cara. Luego esboza una sonrisa y me dice “eres un buen mozo, un galán”. Y entonces me siento enternecido y, que va, siento que me he ganado el cariño de esa viejecilla, de esa pobre mujer que se nota que sólo le falta un poco de compañía; y entonces le digo “gracias, es usted muy amable”. Y luego la señora me mira el pelo, el pelo largo y suelto, y le cambia el mohín y “oye, tú no serás fumón, ¿no?”. Y yo, sorprendido: “no, claro que no”. Y ella: “¿alguna vez has fumado marihuana, marco?”. Y yo me río y no le digo nada, no quiero mentirle. Y ella: “Muchachito de miércoles, ahí, para eso sí eres bueno, ¿no?”.

Noto entonces que aquella señora tiene un grave problema de bipolaridad o algo por el estilo: en un momento está hablándote de lo más bien, y al otro te está insultando y hablando mal y poniendo cara de bruja de las películas animadas de Disney.

“¿tienes enamorada, Marquito?, ¿alguna de las cuchuflecas que atienden acá es tu pareja?”, me pregunta la señora Felicia, con repentino aire cómplice. “No, seño; tengo enamorada pero no trabaja acá”, le respondo. “!Ah, qué bonito!” –dice enternecida-, “¿y qué le vas a regalar hoy?”, añade. Me quedo confundido: “¿a regalar por qué?”, le pregunto. Ella me mira y casi a los gritos dice: “!cómo que por qué!, ¿acaso eres un salvaje tú?, ¿qué no sabes que a las mujeres se les trata como el pétalo de una rosa?”. Y yo pienso: “coño, esta vieja ya quemó”, pero digo: “lo sé, lo sé, doña Felicia, pero no por eso le voy a dar regalos a mi enamorada todos los días, ¿no cree?”.

Entonces la viejecilla abre bien los ojos, como si estuviese ante un pecador, y retruca: “!salvaje, eres un salvaje!, ¿acaso no sabes que las mujeres somos débiles, que necesitamos regalos y regalos?”. Y yo me quedo medio palteado porque todos los demás viejos se han volteado a vernos, entre tanto Felicia continúa: “Tu enamorada se debe hacer respetar, cómo puede ser que seas tan cruel con ella… ¡no me parece!, ¡no me parece!”. Algunas enfermeras se acercan a Felicia e intentan calmarla, le engullen unas pastillas. “!Salvaje!”, me grita Felicia, tratando de liberarse de las enfermeras.

“Puta que vieja para más loca”, pienso, “con razón está sola, debe haber tenido una vida bien cagada”. Felicia lucha contra las enfermeras a los gritos de: “suéltenme, bandidas, suéltenme que soy una reina”. Entonces yo me doy cuenta que la cosa se está poniendo fea, así que me dispongo a zafar no sin antes decir: “hasta luego, señora Felicia, cuídese”. Y la viejecilla, mientras se batía a empellones: “Ya, listo, buen mozo, cuídate un montón, y vuelve otro día que me encantó conocerte”, dijo, con desbordante cariño, y luego soltó una risa siniestra, embrujada, absolutamente impredecible.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

AFIEBRADAS BAJEZAS

Extracto de la primera novela de Julio Fernández M.

Llego a casa tras un largo día en la universidad. Me saco las gafas oscuras que siempre me acompañan a todos lados y las pongo en la mesa del comedor junto con las llaves y mi billetera. Trato de despojarme de todo, incluso hasta de la ropa, es la ventaja de vivir solo: puedes andar calato por toda la casa. Entro a la cocina y me sirvo un bocadillo a la volada, unos emparedados de jamón y queso, los cuales serán mi almuerzo: es lo malo de vivir solo y no saber cocinar, comes mal, pasas hambre.

Veo un poco de televisión y mientras paso los canales, agradezco al cielo por tener cable y poder capear la infame televisión peruana que sólo me recuerda la miseria de esta ciudad, su oscurantismo, el cual, como siempre, me hace terminar renegando de vivir aquí.

Pongo Los Simpson y me quedo viéndolos un rato, riéndome de las situaciones hilarantes y satíricas que anegan la serie, y distrayéndome un poco del día cagón y aburrido que tuve hoy en la universidad.

Rato después, camino hacia la sala y me arrellano en el sillón, prendo la laptop que me regalaron el año pasado, cuando cumplí veintitrés, y me dispongo a continuar escribiendo la novela que empecé meses atrás, cuando me convencí de que podía ser un escritor a pesar de todo -a pesar de las críticas, de los comentarios reprobatorios, de la probable vida austera que esto acarree, a pesar de que estoy estudiando para dedicarme a otra cosa-, y me aventuré a hacer un relato alegórico que ahora le da sentido a mi vida.

Estoy así, recostado sobre el sillón de cuero, escribiendo como un orate, tecleando fervientemente, cuando de pronto distingo voces y risotadas que vienen desde la calle, son murmullos de mujeres, de féminas jóvenes y con bonita voz, lo cual me hace pararme de un respingo.

Me asomo por la ventana, estoy en el cuarto piso de un edificio con vista a un parque, parque que ahora alberga a tres chicas lindas que se ríen y conversan sentadas en una de las bancas. Puedo verlas claramente, puedo oírlas con nitidez, la banca donde están sentadas está casi bajo mi edificio. Me agazapo entre las cortinas y voy escudriñando a las chicas una por una, milimétricamente, haciéndoles una inspección minuciosa, detectando sus mejores atributos, pervirtiéndome con lo mejor de cada una.

Las chicas lindas de la banca no advierten que están siendo fisgoneadas por un palomilla de ventana, no se dan cuenta que las miro y que las deseo, o al menos no lo hacen los primeros cinco minutos, hasta que una de ellas, una que está vestida toda de azul y lleva una minifalda de infarto, vuelve la mirada y se encuentra con mis ojos acezantes y deseosos.

Al verme descubierto, me retraigo y me escondo íntegramente tras las cortinas, esperando que las chicas comenten lo sucedido y se marchen a toda prisa. Sin embargo, no escucho alboroto, no oigo que la chica de azul les haya ido con el chisme a sus amigas. Quizá no me vio, pienso, quizá fue una idea mía. Así que, nuevamente, me agazapo entre las cortinas y vuelvo a otearlas. Esta vez, noto que la joven de azul dirige la mirada varias veces hacia mi ventana, pero claro, yo ahora me he asegurado de camuflarme bien, por lo que ella sólo debe estar viendo una cortina azul un poco arrugada.

Mientras le devuelvo la mirada, noto que ella está sonriendo, que mira a mi ventana y coquetea y hace mohines pícaros. Eso me excita, eso hace que se me pare.

La chica de azul juega con su cabello, se acomoda los pechos generosos y redondos escondidos en su suéter color cielo, y luego atisba mi ventana con un rictus provocador, sabiendo que alguien la observa y encantada por eso mismo. Y mientras tanto yo me estoy haciendo una paja con su linda cara, con su inmejorable actitud.

Minutos después, las tres se ponen de pie, hablan un par de cosas y se marchan, abandonan la banca junto a mi edificio y la chica de azul lanza una última mirada a mi casa, justo antes de doblar en una esquina. Yo las veo perderse y luego caigo rendido en el sillón de cuero con una sonrisa ladina, con la clara idea de que en esta ciudad puede ser muy difícil ser un escritor, pero es muy fácil ser un pervertido.
*De venta en librerías, también descargala gratis en el link:
www.lulu.com/content/9269052

sábado, 7 de agosto de 2010

Los días contados.

Uno:
Acudo a cubrir un evento somnífero en un hotel cinco estrellas de Miraflores. El salón está lleno de plomazos, de gente aburrida que toma nota mientras escuchan sobre el gas de Camisea. No puedo más, me arranco a la sala de junto, al lobby, y me arrellano en un cómodo sofá de cuero.Minutos más tarde aparece en el mismo lobby una muchacha uniformada arrastrando estoicamente un carrito con comida (evidentemente para el coffe break de los plomazos). Yo la quedo mirando un rato, como quién no quiere la cosa, y luego siento que no pasa nada, que no es mi tipo la flaquita.De pronto, mientras veo las musarañas, siento que alguien me observa, que alguien me vigila, y entonces volteo de un respingo y ¡pum!, la chica de los bocaditos. Ella está a unos metros de mí y se me queda mirando fijamente, con milimétrica atención y con un rictus pícaro, “con roche” como dice la lumpen. Yo, al toque nomás, entiendo el coqueteo y me le acerco a hablarle, a decirle un par de boberías, y ni bien me presenté ante ella con la gran falacia que es decir: soy periodista, ella ya me estaba preguntando el nombre, la edad, el lugar donde vivo, el correo electrónico. Y entonces, asu, flaca, tú sí que eres de avance, pienso, contigo no hay medias tintas. Entonces, sabiéndome ganador, sabiendo que he tenido suerte, entendiendo que hoy debo estar bien peinado o oliendo rico o con jale simplemente; me apuro en darle mis datos a la chica que, para qué, ahora que la veo bien está buena la chola, y en eso: ¡Hey, Mercedes, al piso dos por favor, te necesitan en la sala de conferencias!, dice un sujeto que se apareció de pronto, su supervisor fácil. Así que la chica, Mercedes, se va lanzándome una última mirada, una mirada como diciendo yo soy un bocadillo más del coffe break, y luego se marchó rauda dejándome más que perturbado. No la volví a ver, el evento que fui a cubrir terminó quince minutos después y luego tuve que irme derrotado del hotel.

Dos:
Estoy en la biblioteca leyéndome las “memorias de una pulga”, estoy tranquilo, ensimismado, cuando en esas se me aparece en frente un tipo más bien joven y abrigado como para un otoño en parís. Le echo un vistazo como diciendo ¿sí, compadre?, ¿algún modelito? Y antes de yo decir algo él se arranca a decirme que el libro que estoy leyendo es muy bueno, que él ya lo ha leído. Le digo que qué bien, que lo felicito, pero él no se detiene.Como una ametralladora, me dice varias cosas sobre literatura, cosas banales realmente, hasta que por fin concluye y me dice que tengo pinta de escritor. Yo le digo que, en efecto, eso soy o eso quiero ser. Él me dice que también es escritor, que ya ha publicado un libro. Yo, con real entusiasmo, le digo que lo felicito, que qué chévere. Él me dice que somos escritores, que deberíamos juntarnos a hablar de literatura o política, a hacer tertulia, me dice.Intercambiamos números de celular y correos electrónicos. El joven, que se presentó como Francisco, me invita a tomar un café, a ir a tiendas de libros, a bajarnos un chocolate caliente en el Haití, yo invito, me dice, yo pago, no te preocupes, la cosa es ser amigos, añade él. Perfecto, le digo con una sonrisa (mi media sonrisa de conchudo), quedamos por correo. Días más tarde me encuentro a Francisco en el chat, lo saludo con entusiasmo porque, después de todo, es la única persona que conozco y que es escritor como yo, ese es un feeling fuerte en común. Lo saludo con entusiasmo y tras una conversa fruslera él me dice eres simpático, me gusta tu sonrisa, ¿cuál es tu opción?, yo soy pasivo.

Tres:
Estoy en un paradero, esperando un colectivo hacia mi casa. Es de noche y hace un frió terrible, traigo las manos en los bolsillos. Entre tanta gente, veo venir a una chica que, obviamente, no pasaría desapercibido en ningún lugar. Viene caminando cual modelo, luciendo un cuerpo delicioso resaltado en una vestimenta alucinante. Le clavo la mirada encima (como todos los demás presentes en aquel paradero) y para mi sorpresa la chica linda se detiene a mi lado, cerca de mí, se hace la despistada un rato y luego me mira a los ojos y me pregunta si sé cómo llegar al canal dos. Atónito, embobado, alunado, el canal dos es acá a unas cuadras, mamita, pienso, pero en cambio digo, tienes que tomar unos carros color verde, sabiendo que no existen carros color verde, sabiendo que sólo quiero que no se mueva de mi lado. La chica es lindísima, y mientras espera el carro verde que no existe, ella me hace el habla así, fluido, normal nomás, sin complejos, como diciendo estamos en épocas modernas, Darling, ahora nosotras tomamos la iniciativa. Yo le sigo el juego y conversamos harto ahí en medio de ese paradero desangelado y, entre tanto, inevitablemente, la alucino cabalgándome a horcajadas mientras me dice una vez más: te pareces a Luis Fonsi. Cuando pasa media hora, los pies ya duelen, ya se siente el tiempo parado, la chica (que se llama Silvia), me dice que tomará un taxi al bendito canal dos porque no pasan los carros verdes. Yo le digo para vernos otro día, para salir y hacer algo, le digo que me dé su teléfono. Ella acepta encantada y me pregunta si tengo dónde apuntar. Olvidé mi celular en casa, no tengo una libreta o un papel, entro en pánico. Ella saca un lapicero de su bolso y anota su nombre y su número en la palma de mi mano. Bonito gesto. La amé. Ella se marcha y yo hago lo propio, beso mi mano y celebro mi buena fortuna, ese acontecimiento prometedor. Ni bien llego a casa, extasiado por lo que acaba de pasar, excitado por el recuerdo prominente de Silvia, corro al baño y me hago una paja celestial, y en pleno ardid, mientras recuerdo de pies a cabeza a aquella chica, mientras alucino en todos los ángulos a Silvita-linda-apretadita… ¡putamadre, su número! Me veo la mano y de ella solo me quedaba un recuerdo borroso, unos números incompletos, un recordatorio de lo arrecho que soy.

sábado, 10 de julio de 2010

That it´s all in your head.

Hoy voy a caminar. Es un largo trayecto, kilómetros, si acaso, y la noche está fría y desangelada, pero qué más da, hoy no quiero subirme a un micro pulgoso del transporte público, tampoco quiero tomar un taxi y que un chofer trasnochado me hable del mundial, esta noche prefiero caminar y hacer el recorrido de la vida hasta mi casa y entre tanto pensar tranquilo.

Barranco es horrible, y peor un viernes. No sé, la gente pululando, la disque bohemia limeña, las discotecas venidas a menos, las callejuelas oscuras y llenas de pirañitas e indigentes tirados en el piso, un cuadro decadente.Paso por el puente de los suspiros y pienso en lo huachafo que suena decir “puente de los suspiros”, me río cavilando y luego veo de reojo el vacío, estoy a gran altura, a varios metros del suelo. Me gustaría tirarme, dejarme caer y morirme. Sin embargo, no tengo la valentía para hacerlo, ni pensarlo, nunca me atrevería.

Pienso una vez más en el suicidio, o dicho de una manera más bonita, pienso en que mi vida debe terminar porque no tengo nada que hacer aquí, en este lugar, en este tiempo. Si tuviese un arma en la mano me la pondría apuntando a la cabeza o quizá adentro de la boca para no fallar y luego quedar penosamente lisiado. Pondría mi dedo en el gatillo y pensaría muchas cosas, muchas, pero menos en disparar, ya lo dije, soy cobarde, no me atrevería.
Se me ocurre una genial idea para llevar a cabo un disparo con una pistola frisándome la lengua, meterme una orgía de marihuana y coca, y meterme tanto de todo hasta estar bien alunado y alucinado e idiotizado, que livianamente tomaría el arma y la dispararía risueño nomás, con la misma cara de tonto que tuve en mis mejores épocas.

No siempre pienso en matarme o cosas así, hoy he pensado en todo eso porque, no sé, algo vi o algo escuché que me frustró mal. Rumié angustias, que en este país es difícil ser talentoso y valer la pena, no importa cuanto escriba porque nadie me va a leer, no tengo el trabajo que me gustaría tener, no estoy ni cerca del camino hacia cumplir los sueños de toda mi vida. Carajo, quizá deba chuparle la pinga a alguien para lograr mis metas. La gente que triunfa es la que chupa las pingas adecuadas. Qué asco con este país.

Un detalle importante, si hay algo que cae sobre mis hombros cual roca inconmensurable, es que sé que nunca seré famoso, lo sé y para un narcisista saber eso es igual a saberse con sida, ¿me dejo entender? Sé que no lograré fama porque el circo que es el arte en Perú es un circo de asentamiento humano, donde los artistas son gente improvisada-chupa-pinga-correcta, que así como salen en la tele también pudieran estar vendiendo golosinas en los carros.

Voy llegando a Miraflores, el cariz cambia un poquito. Se me antojan unas chelas, un roncito con los amigos, un vodkita con mis carnales, pero, ¡coño!, sí pues, no puedo chupar hasta tiempo indefinido porque otra vez me estoy drogando con antidepresivos que me hacen mierda por dentro y que me dopan y me hacen soñar, cada noche, que es el fin del mundo. Maldito psiquiatra, en el fondo sé que me mientes, en el fondo sé que lo mío no tiene cura.

Camino como un zombie con pasos errantes, perdido entre la multitud, triste porque mis esperanzas ya han languidecido, triste porque ni la música ni la literatura pudieron salvarme, triste porque no quiero ver a nadie ni hablar con nadie, y menos con mi familia que no tienen idea de en qué estoy. Y de repente, ¡chucha, las once, hora de tomar el Clonazepam!

viernes, 11 de junio de 2010

No robarás.

En una tarde cualquiera, Valeria y yo estamos en un opulento restorán de Miraflores. Nos estamos bajando una fuente alucinante de cebiche y arroz con mariscos. Qué chucha que estén caros los platillos del menú, nosotros estamos con plata porque nos venimos de vender un trofeo de bronce que birlé de la casa de mi madre, y que lo vendimos por ahí en un puesto de baratijas, donde nos pagaron un buen billete por el trofeo, casi doscientos dólares.

Valeria y yo arrasamos con la pantagruélica merienda, y luego de pagar la cuenta y dejar propina al mozo tan afable que nos atendió, salimos del restorán y nos disponemos a vagar por el parque Kennedy (o como le gusta decir a Valeria, nos ponemos a remolonear.)

Minutos más tarde, a pesar del frio abrumador que nos apabulla, se me antoja endiabladamente una gaseosa bien helada. Es así que caminamos preguntando en los quioscos diseminados por el Kennedy a ver si venden gaseosa heladita. Buscamos y buscamos pero nada, nadie vende, y es que “con tanto friote nadies vende gaseosa helada ya, joven”, como me dijo uno de los comerciantes.

Irritado, no me resigno a comprar una gaseosa tibiona, no señor, “tengo plata en el bolsillo, no pocos dólares, joder, pago lo que sea por una gaseosa helada.” Así que, al verme obstinado (y es que para las veleidades soy único), Valeria me dice para latear a Wong, “porque allí de hecho venden gaseosas heladas, Marco”, añade. Yo celebro su idea y caminamos con entusiasmo al supermercado.

Una vez dentro, corro a elegir una gaseosa del congelador, me saco una cocacolita helada y luego avanzo hasta la fila de cajas. Allí me doy cuenta de que las colas para pagar están hacinadas de gente, gente que lleva mil cosas, mil productos, carritos llenos que me hacen presagiar que demoraré media hora antes de poder libar mi bebida. Detesto la situación. Me dan ganas de abrir la gaseosa e ir tomando mientras avanza la cola, pero luego declino, mucha cosa. Dejo a Valeria en la cola con la gaseosa y yo me voy a buscar una caja menos hacinada.

Recorro el jodido establecimiento pero nada, todo igual, todo lleno. Regreso al lado de Valeria y veo que ella (más decidida que yo), abrió la gaseosa y tomó un par de sorbos. La miro, me río, y luego le pido la botella y, a la mierda, me arranco a bajarme la gaseosa. En cuestión de segundos dejo seca la botella y luego Valeria, pizpireta, me quita el embase vacío y lo deja por ahí, tirado en un estante. Yo la encomio y celebro la palomillada, y me cago de risa y la tomo del brazo y le digo “vámonos nomás, la culpa la tiene Wong por tener cajeras tan lentas.”

Valeria y yo zafamos del supermercado, y yo incluso, antes de salir, hago una venia militar y me cago de la risa. Y así estamos, zafando harto conchudos y harto ganadores, cuando de pronto: “!Hey, hey, choches, alto allí!” Valeria y yo nos miramos y yo pienso “la cagada, nos descubrieron.” Volteo para ver quién nos llama y atisbo a dos morenos (uno chato y uno alto), con radios en las manos y pinta de pocos amigos. Ellos nos abordan y nos impiden el paso.

“Me muestras tu tiquez de compra, choches”, me dice uno. “El recibo de la gaseosita que han consumido”, replica el otro. “¿Recibo?, ¿gaseosa?, ¿de qué rayos me está hablando?”, digo, con el mayor cinismo que soy capaz. “No te hagas el tercio, pues, flaco, te hemos visto tomar una gaseosa e irte sin pagar”, dice el más chato. “¿qué gaseosa, oye, de qué me estás hablando?”, continua mi falacia. Estamos discutiendo en plena vía pública, no pocos transeúntes se han detenido a ver qué pasa, por qué tanto escándalo; Valeria me mira atónita, paralizada, medrosa. Yo, entre tanto, no estoy dispuesto a quedar como un ladrón, eso nunca.

Los vigilantes continúan insistiéndome que pague, que los acompañe de vuelta al supermercado y que cancele la gaseosa. Yo insisto en que no sé de qué me hablan y los ametrallo con un poco de floro circunspecto. Uno de los vigilantes me dice: “ya, pues, choches, tu creo que eres extranjero, ¿no?, paga, pues, tú debes tener plata.” Y yo le digo que no pagaré algo que no he consumido, pensando en el fondo que siempre es un halago que te digan extranjero siendo peruano.

La cosa se pone fea, hay un mar de gente rodeándonos y ganándose con el roche, y hay tanta gente que yo creo que ahora si las colas para pagar deben estar vacías, porque todos están acá sapeando y haciéndome sentir como un cómico ambulante en plena plaza Grau. El vigilante más alto me dice que si no pago me va a detener. Yo me río en su cara y le digo que ni en sus sueños podría hacerlo. Luego él saca una insignia de no sé qué y me dice: “oficial Esneider Huamán, oficial PNP.” Y yo le digo “bájame el tono, oye, ganapán.”

Luego los espectadores empiezan a gritar arengas, algunos de mi parte, algunos de parte de los oficiales, seguramente sin entender lo que pasa, sin tener noción del problema, pero bueno, con algo hay que distraerse, ¿no? Entonces yo decido ponerle fin al espectáculo y les aviento un par de soles a los sufridos vigilantes de Wong, y, envalentonado, les grito que los voy a demandar, que se acordarán de mí, que mi papá es juez en no sé dónde, y cojudeces por el estilo que siempre amilanan a la lumpen. La gente comenta musitando mis falsas amenazas.

Sujeto de la mano a Valeria, a Valeria que, sí, allí estaba viendo todo y guardando hermético silencio e incapaz de defenderme y con cara de ay, la cague por azuzar a Marco a tomar la gaseosa, ups. Entonces la agarro y zafamos altivos, dejando atrás un carnaval de la gran puta, mientras yo voy pensando que lo peor es que aún tengo sed… ¿por acá una bodega?

viernes, 21 de mayo de 2010

Alguna vez...

Ramiro extiende los brazos, como estirándose, aún recostado sobre la cama destendida de su habitación. Primero inhala un poco de aire evanescente y luego se las arregla para poner play en el equipo de música y arrancar a escuchar, una vez más, el cd de un grupo que le presentaron hace poco y que le encantó, 311.

Ramiro cierra los ojos y se ve caminando, andando por ahí, bigardeando nada más. Se ve feliz, se nota alegre, entusiasmado.

Pronto va reconociendo algunos lugares que él ha hecho suyos. Primero el parque donde suele jugar algunos partidos de fútbol con sus amigos del barrio, ese parque cómplice y añejo que tantas alegrías le ha procurado, porque Ramiro sabe meter sus buenos goles, e intuye que, a sus dieciséis años, aún puede llegar a ser jugador profesional, por qué no.

Ve en su devaneo a sus amigos del barrio, a los chicos que siempre lo acompañan y lo secundan y lo ven como un líder a pesar de que Ramiro no es precisamente un guerrillero digno de encomio. Él atribuye su rango a que es el único del grupo que ha ingresado ya a la universidad, y a que siempre se está haciendo el rebelde y el mundano, y a que es muy capaz para narrar acontecimientos alucinados, y gracias a ello convenció a todos de que ya tenía enamorada y que ya había tirado en más de una ocasión.

Se sabe hacer respetar Ramiro, sabe qué decir para ganarse el encomio popular.

Pero Ramiro aún es muy joven e iluso como para erigirse como un hombre taimado y ladino. Aún está descubriendo cosas y probando cosas, y tratando de convencerse de que el mundo es color de rosa, rosa, como su amor ciego y entregado por Amanda, la chica que le presentó a 311.

Ramiro recuerda que Amanda lo tiene loco, lo tiene perdidamente enamorado, pues ella es una chica linda, es una chica que cumple a la perfección las demandas de cualquier hombre en la tierra, y recuerda que él quiere casarse con ella y vivir juntos y tener hijos incluso. Entonces Ramiro, echado en su cama, recuerda a Amanda pero no se hace una paja o la alucina rico a la rica de Amanda, no señor, él la recuerda y musita socarrón “me gustas, Amanda, me gustas mucho. Amanda, ¿quieres ser mi enamorada?, ¿te gustaría estar conmigo?

Termina una canción y empieza a sonar una nueva. Ese sobresalto hace que Ramiro pierda el hilo y se ponga a pensar en otra cosa.

“Esa canción me gusta”, piensa Ramiro, “me encanta esa guitarra, me gustaría aprender a tocar guitarra algún día.”. La canción continúa, Ramiro sigue la letra, la canta con una pasión escondida; no tarda en notar que va desentonado, que su voz ronca y cero meliflua están menoscabando la refulgente canción. “odio no tener buena voz, detesto no servir para cantar.” Ramiro recordó apenado las palabras de su profesora de música en el colegio, cuando él postuló al coro y ella, tajante, lo rechazó a las palabras de: “no sirve para el canto, alumno.”

Ramiro ve una foto inmensa de Angelo Kriss, su cantante favorito, pegada en la pared frente a él. Ve a su ídolo y lo escudriña cavilando en que Angelo Kriss es un fumón mal, un drogadicto empedernido, y a pesar de eso (o por ello mismo) él es súper famoso y súper buen cantante y súper bueno con las chicas y súper buen líder de su banda. Entonces Ramiro se agarra la cabellera y lamenta haber arrugado cuando, días atrás, uno de sus compañeros de la universidad le ofreció droga. “la próxima avanzo con todo”, se promete.

Cuando el cd de 311 está a punto de culminar, la noche se hace más profunda y el cielo luce diáfano y estragado. Ramiro entiende que es tarde, se recuerda que mañana es su cumpleaños número diecisiete. Recuerda también que, como todos los años, su padre y su madre y su hermana irrumpirán en su habitación, temprano en la mañana, para cantarle el cumpleaños feliz, actividad que Ramiro ve con ojos desdeñosos, pues ya no es más un niño, y “eso es cosa de niños, son tonterías.”

El cd se termina, Ramiro apaga el equipo de música y luego se acuesta y se arrellana en la cama. Ramiro cierra los ojos recordando a sus amigos, esperando nunca separarse de ellos; recordando a Amanda, entusiasmándose con el deseo de volverla a ver, volverle a hablar, de decirle te quiero; recordando a Angelo Kriss y pretendiendo emularlo, parecerse a él; recordando que mañana es su cumpleaños y sonriendo en silencio, porque no se imagina un cumpleaños sin su familia cantándole temprano por la mañana.



Felice giorno!!!!

sábado, 10 de abril de 2010

Trovador de recamara.

Carla me llama al celular y me pregunta si estoy disponible para hacer algo. En un principio, la idea de verla me entusiasma demasiado, me emociona. De inmediato le digo que sí, que venga a buscarme para hacer lo que ella quiera –o lo que ella me deje hacerle. Ella me dice que vendrá a verme y, en efecto, a la tarde llega a casa y me sorprende con una botella de ron en la mano. “Para amenizar”, me dice.

El ron que trae Carla es de una marca considerablemente cara, sin embargo, poco me interesa que el suyo sea un trago caro, yo hace tiempo que le agarré alergia al ron: me da asco, me pone pensativo, me da resaca. Sin embargo, no le digo nada a Carla y finjo que disfruto cada vaso de ron con coca-cola que me sirve con hielo y cada cinco minutos.

El ambiente se va poniendo medio cagón: el ron me sabe horrible, siento que me empieza a doler la cabeza y que la libido se me está evaporando, y, además, Carla ha empezado a hablar como una lora, contándome cosas de su carrera y sus clases y sus compañeros y los cursos que está llevando en una casona mal pintada a la que alegremente llama universidad.

Como es predecible, el trago y la plática de Carla me bloquean y me embriagan y me dejan como un reverendo idiota, así, alunado, viendo a la nada. Luego mi acompañante deja de hablar y le sube el volumen al equipo de música y se arranca a bailar y a corear a Tego Calderón, mientras trata de besarme porque ya está borracha, y mientras me azuza a manosearla y desearla, y mientras yo pienso “oye, déjame en paz un toque, que el ron insípido y tu actitud fatua ya me llegaron al pincho”.

Me siento ofuscado, deprimido, ansioso, colérico, melancólico, pensativo, alunado, y todo lo resumo con una mirada perdida y con una postura silente. De pronto atisbo mi guitarra, que está a unos pasos nada más; la veo y siento ganas de tocar, siento ganas de cantar algo, lo que sea, de liberarme con ayuda de la música. Entonces le digo a Carla si quiere que le toque algo. Ella asiente y acepta entusiasmada, o fingiendo entusiasmo, y yo me arranco a tocar algunas de mis menos malas canciones.

Carla me escucha con creciente histrionismo y finge que le gustan mis canciones –ya saben que cuando uno chupa puede ser más hipócrita de lo esperado-, y luego me mete un agarre después de que yo le miento diciendo “esta canción la escribí para ti”, y mientras pienso ¡si las musas inspiradoras cobraran derechos de autor, mi deuda sería inenarrable!

Tras una retahíla importante de temas varios que le toqué a Carla, noto en ella un rictus inescrutable, un mohín algo exhausto, una mueca de “oye, ya cánsate, pues”, y notar eso me enfada y me frustra y me llega profundamente al pincho porque yo estoy tocando lo mejor que puedo y recitando mis letras lo más prolijo que soy capaz. Así que “te la comes”, pienso, y sigo tocando sin importarme sus gestos de chica coquera.

Me arranco a tocar una canción más, la cual tiene un coro que escribe la palabra “olvidar”, y eso fue el detonante de la noche, la oportunidad de Carla y mi declive como trovador de recamara. Carla se acerca a mí y, sin importarle que yo estoy desprevenido tocando mi cancioncita, arremete en mi contra propinándome una dolorosa bofetada, haciéndome, obviamente, dar un brinco y dejar de raspar las cuerdas.

¡¿Qué te pasa?!, le digo, ¡¿estás loca?!, añado. “Loco eres tú, por tocarme una canción del olvido, cuando yo estoy aquí, junto a ti”, alega ella. “¿Qué mierda hablas?, ¿qué tiene que ver la canción con nosotros?”, digo exaltado. “Eres de lo peor, un canalla, un hombre sin sentimientos”, dice ella, ebria, con marcado acento etílico. Y yo entiendo que todo ese espectáculo deplorable lo hace porque, en vez de tirármela, me puse a tocar guitarra y a cantar, y, claro, no encontró mejor manera de callarme que con su despecho.

Le digo a Carla que se largue y que se meta su botella de ron al culo. Ella me dice que soy una mierda, un cagón. Le digo que sí, que soy todo eso y más. Ella se va resentida, odiándome, prometiendo nunca más volver. Y yo regreso a seguir tocando mis canciones, cavilando y deseando encontrar a alguien diferente, alguien con sensibilidad, alguna chica más parecida a mí porque ya estoy harto de las chiquitas puteriles y pizpiretas y universitarias.
Algún día llegará. Lo sé. Una vez llegó y, en el peor acto de mi vida, la dejé ir.

jueves, 25 de marzo de 2010

Casí solo mía.

Alejado por mucho tiempo de los rigores de los horarios y las aulas, mi sensibilidad y predisposición a la vagancia se vieron interrumpidas por un impertinente sobresalto: de pronto, sentí una necesidad asfixiante por retomar clases, clases de lo que sea, sentía que quería estar en un salón lleno de gente más o menos tan desorientada como yo, y que buque más o menos lo mismo que yo, o sea, hacer vida social.

Qué mejor cosa para hacer vida social, que las livianas y remolonas aulas de algún instituto, de esos que abundan en nuestro alegórico régimen educativo, porque, déjenme decirles, uno se divierte igual viendo el chavo del ocho, que pasando cinco años en alguna pujante universidad o instituto. Así que no tenía mucho que pensar, me metí a una academia cagona por San Isidro.

Esta vez tuve la ocurrencia de estudiar italiano, Dios mío, yo y mis arranques. Cuando llega el primer día de clases veo que el salón es una ratonera infesta, llena de gente que balbucea el español pero que tiene todas las ganas de aprender italiano; y ya saben, están todas esas cosas que te hacen pensar: “el perú es el deshueve, la gente se pasa de pendeja”.

Cuando me siento un real idiota por haber gastado plata en dicho instituto del saber, cuando las clases me abruman de aburridas que son y dejo de asistir al curso y voy cuando quiero, o cuando no tengo nada mejor que hacer, o cuando quiero hacer hora dándomelas de ficho en un instituto de medio pelo, es en ese momento, en una clase más a la que fui por si las dudas, que la vi a ella, a Catalina, a la gran y linda Catalina.

Catalina es una chica suave, una chica mundana. Tiene el cabello largo, tan largo como me gusta, y castaño, tan castaño como me enloquece. Tiene la piel blanca, caray, si parece blancanieves. Tiene un cuerpo imperdible, una mirada perturbadora, una sonrisa que contagia, unos labios que te incitan, y tantas cosas que me gustan que casi la siento mía.

Obviamente, me arriesgué y le hablé a Catalina. Obviamente me acerqué a ella con una sonrisa ladina y la traté de envolver. Obviamente fui hacia ella con intenciones nada santas. Obviamente eso de pedirle libro fue una excusa baja y barata para hablarle. Obviamente fui una ladilla y le pedí celular y correo. Obviamente la llené de halagos como si solo viviese para ella. Obviamente ella me atrajo tanto que perdí la cabeza y empecé a ir a todas las clases de italiano habidas y por haber.

Catalina me gustó además, porque tenía mil cosas en común conmigo, como el gusto por la música de Jack Johnson, como La Vida es Bella por película favorita, como la alergia a la mediocridad plañidera, como los comentarios lascivos que van y vienen de vez en cuando, como el odio al pestífero humo del cigarro.

En poco tiempo ella y yo nos hicimos de confianza, de una confianza entrañable, urdidora, atípica.

Ese día, varios días después de habernos conocido, Catalina y yo estábamos sentados al fondo de la clase, ella estaba con un vestido rojo, con una vincha roja, con unas sandalias altas… ¡Por Dios, nunca vi algo tan comestible! Así que acelerado y excitado como estaba, mientras la profesora decía parole, ascolta, ragazzo… cosas así, y mientras uno pensaba: baja un poquito la voz que estoy afanando acá, ¿si? En ese momento, le susurré al oído a Catalina y le dije “¿quieres ir a mi casa terminando la clase?”

Ella sonrió pronta y me miró de soslayo y me clavó una mirada larga e inquisidora. Luego se acercó a mí y me dijo que le encantaría pero no puede. Naturalmente, le pregunté por qué, qué se lo impedía. Y ella me contó que a la tarde iba a verse con Mariana. “¿Quién es Mariana?”, le pregunté, como diciendo ¿qué meritos ha hecho ella para que prevalezca sobre mí? Y Catalina me dijo “Mariana es una amiga, una amiga especial”. “¿Especial en qué sentido?”, pregunté raudo. Y ella: Tú sabes, amigas especiales, amigas con privilegios. Y yo pensé ¡wooow!, ¡take it slow!, ¡qué rico!, ¡lo máximo de solo imaginar!, y luego le pregunté: ¿eres o no eres? Y ella me dice “soy lo que soy, me gustan las chicas, y también los chicos”.

Quedé perplejo, atónico, ya me entienden, ¡crispado! Cuando la clase finalizó, la gente se empezó a retirar y se formó un barullo del carajo y yo permanecía en mi asiento, cavilando, pensando mil cosas (mil cosas que incluían a Catalina). Y Catalina se puso de pie y ¡muak!, me metió un chape hermoso y me dijo que la invitación a mi casa quedaba pendiente, que tenía que irse, que algún día debería conocer a su amiga Mariana, que me caería chévere. Y yo sonreí y deje ir a Catalina, pensando que, a veces, la vida puede ser irresistiblemente prometedora.

lunes, 15 de marzo de 2010

Tú lo eres todo.

Doy un paso más sobre la autopista angustiosa, sobre el asfalto desolado, sobre esta madrugada incipiente. Miro en derredor y un vacio me angustia, y un vacio me conmueve. Cada paso es más profundo, más significativo, cada paso me aleja de ti y es por eso que cada uno es más intenso que el anterior, porque magnifica tu recuerdo, porque me hace recordar lo maravillosa que eres.

Tus calles, que voy dejando atrás, lucen vacías, no hay autos, no hay personas, no hay vida. Es tarde, lo sé, me lo dijiste antes de partir, por eso tuviste la generosidad de darme dinero para un taxi. ¿Otra prueba de amor?, ¿otra prueba de cariño?, no sé, dímelo tú, yo no tengo palabras para describirlo.

Sigo alejándome y las pinceladas de tu cariño se acentúan sobre el lienzo protervo que es mi alma egoísta; se acentúan y se enhiestan pronto, más y más, hasta impregnarme de tu candidez, dulzura y afecto, hasta erigir mi lienzo vacío en uno desbordante, en uno colorido, en uno que no puede ser el que yo logré por mis propios medios.

Tengo tu sonrisa rondando por mi memoria, tu sonrisa pueril, tu sonrisa que no es una sonrisa común, que es más bien un mohín único, un rictus sin igual que encanta, que me encanta, que te hace encantadora. Tengo esa sonrisa que aventuraste cuando nos despedimos, la que atrapé agazapado, cuidando que no me descubras, me la guardé cuando te inmortalicé con la mirada en un instante, en el instante preciso, cuando tú te reías.

Elevo la vista y atisbo nubes violáceas, cielos azules, rojos, púrpuras; creo estar viendo mi interior. En la mente trato de retrucar por tanta angustia, por tanto sin sabor, por tanta mierda que me conmina. Pero tú sabes, no eres tú, soy yo. Me detesto, me odio, me asqueo por equivaler decepciones, por significar incertidumbre, por sugerir acanallados sentimientos. Y luego la pregunta de siempre, ¿qué diablos hice para merecerte?

Trato de cerrar los ojos y no pensar en nada, estoy aturdido, camino a paso firme como un ciego que se guía por puro instinto y convicción. Cuando todo está oscuro es que algo melifluo me susurra, musita ante mí, es tu voz, la reconozco de inmediato. Me saludas, me pides un beso, te ríes conmigo. Luego me preguntas si te quiero. ¡Claro que te quiero!, te quiero de forma impensada, y sin embargo, no es lo suficiente, no es lo que merece alguien como tú, no lo es ni un poquito.

Un taxi dobla en la esquina y se acerca a mí apuntándome con las luces de sus faros. Lo siento, lo veo, me ciega la luz. A duras penas extiendo una mano y hago frenar al automóvil. Hablo un par de cosas con el conductor, negociamos un poco. Luego me encaramo en el carrito, cierro la puerta y me pego al cristal de la ventana. Veo tus calles pasar rápidamente ante mí y luego tú lo eres todo.

martes, 23 de febrero de 2010

De noche en el malecón.

Regreso a casa de mi madre después de mucho tiempo, vuelvo a hollar piso en las frías y desangeladas calles de Magdalena, un distrito más bien pacharaco y mustio, un ambiente silente y de otoño perpetuo. Es jodido regresar aquí después de haber vivido sólo en un depa inmerso en un distrito mucho más sosegado y mucho menos atrabiliario, en un lugar donde tenía de todo y sobre todo donde podía escribir como un orate durante horas, no como acá que escribo –con suerte- cada vez que puedo.

Entonces como no puedo escribir, y en resumidas cuentas, como no puedo hacer nada de lo que ya estaba acostumbrado a hacer en mi vida de independiente, me veo obligado a refugiarme en la siempre salvadora lectura y en las caminatas que me fueron costumbre alguna vez, hace muchos años, cuando soñaba con vivir solo y largarme de mi casa… qué paradójico.

Camino por algunos parques que me provocan nostalgia, camino por el peñasco que tanto me gusta, paseo por algunas viejas calles de magdalena, pero siempre teniendo cuidado de no pisar
–ni por casualidad- el mercado, ese antro de orates y rufianes de esquina y de gente que te quiere vender lo que sea a cada paso, el cual me produce nauseas y me hace cavilar febrilmente en lo jodido que esta nuestro sufrido país.

Un lugar que me gusta visitar, y al que de hecho acudo con regularidad, es al malecón de la virgen, así se llama o así le dicen, no lo sé y la verdad no me interesa. Lo cierto es que este malecón cagón y sucio y que tiene la figura de alguna virgen así, inmensa, es un lugar que me trae gratos recuerdos de lo que pudo ser un grato tiempo en mi vida, antes de irme de aquí.

Por aquellos días yo solía llegar a este descampado lugar por dos motivos: uno, porque aquí solía venir con algunas chicas avispadas y pródigas en cariños, que siempre tenían la afortunada consideración de dejarse arrastrar hasta aquí, un sitio oscuro y cómplice y desierto. Y dos, porque siempre llegaba hasta aquí a otear el mar y fumar un poco de marihuana, a sentir la brisa que venía de la playa y proyectar bocanadas de humo viciado que olían fuerte y me delataban como un pastrulo mal ante los transeúntes.

Debo confesar que no hay lugar más propicio, en el pujante distrito de Magdalena, para meterse un agarre bravo, unos chapes así, con todas las de la ley, que aquel viejo malecón de la virgen, ¡ah, carajo!, si no lo sabré yo. Y no se necesita ser un aventurero, un avezado o un exhibicionista para agarrar rico en el malecón, para nada; ese lugar es harto cómplice y tienes sus buenas sombras bienhechoras que facilitan las cosas y, por qué no, hasta las azuzan, las incitan, y las chicas que residen en Magdalena no me dejarán mentir (y menos las que estuvieron en mis brazos).

Así mismo, lo que me es inolvidable, son las interminables sesiones de bates que se daban lugar en el mustio malecón. Allí, entre las banquitas y los arbustos y la mirada contrita de la virgen gigante, se realizaban las mejores fumadas que he vivido. Los mejores tronchos me los he bajado allí, y esto quizá sea por la cercanía con La cueva, ¿no?, ese antro apestoso donde venden droga como si de hamburguesas se tratara. Resultaba un solaz abrigador acudir al malecón con el gran Tavo, mi gran amigo y dealer, y lanzar pensando en la nada, y mirando el cielo grisáceo, y haciendo bromas y riéndonos escandalosamente, y yo pensando que estaba cerca, muy cerca, de la chica loca y linda que me tenía como un orate y que vivía por ahí nomás, y Tavo contándome de su vida, de su cagona universidad, de que le robaba plata a su vieja, y yo: ya, tavito, lanza, lanza, no te pegues.

En esta noche fría y oscura, en esta noche en la que he vuelto al malecón, he regresado más viejo y más torturado y con mayores rémoras y con más vicios seguramente, ahora, ahora pienso que la vida entonces no era tan mala, que no era tan mierda, porque qué rico era bajar al malecón a chapar afiebradamente, a ganarme alguna buena chupada y a lanzar como un loco con el vago de Tavo. ¡Qué puta esta melancolía!, me fui de aquí creyendo que mi vida era lamentable y ahora regreso peor, avinagrado, lleno de cosas predecibles y con una vida que ha perdido la emoción, rodeado de gente que no es lo que parece o lo que te juran ser.

Tiro algunas piedras al mar y me resigno a llevar los días, a no tener el coraje o la valentía o los cojones o la idiotez necesaria para arrojarme yo mismo a ese mar indolente y sucio, indolente como yo, sucio como esta ciudad.

sábado, 16 de enero de 2010

Soy un imbécil

Estaba caminando por ahí, perdido en una noche bulliciosa y decadente, regresando de ver a mi ex enamorada, ex porque fue mi enamorada hasta esa noche, porque me venía de su casa donde peleamos y yo por fin me animé a decirle que me llegaba al pincho, que era una loca posesiva, y donde ella me dijo que yo era un imbécil, que sólo la quería para tirar y para que me preste plata de vez en cuando, y todas esa cojudeces que siempre te dicen y que, caramba, nunca dejan de ser verdad.

Entonces estoy caminando así, distraído y a la vez perturbado, perturbado porque no tengo plata como para divertirme en este sábado cagón, hasta que doy a parar a una callejuela atiborrada de discotecas de mala muerte, es una calle llena de bulla y de chicos y de chicas y de ganapanes que te tocan el hombro y te dicen “pasa por acá, flaquito, esta discoteca es la mejor, pasa, pasa”, y uno piensa “a tu mamá dile que pase”.

Camino recorriendo cada antro pobretón, cada seudo discoteca, y les voy tirando un vistazo de soslayo, pensando que, después de todo, no me vendría mal meterme a alguna, no sería tan descabellado pasar, chequear hembritas y por ahí, con algo de suerte, levantarme alguna. Y así estoy, cavilando malamente, hasta que, con pasos decididos, me sumerjo en una de las discotecas truculentas y le sonrió al pobre hombre que me hace una reverencia al entrar y me dice “adelante, flaco, adelante, la barra está al fondo”; y yo pienso “si supieras que sólo he venido a fisgonear no serías tan amable, cabrón”.

Entro a la discoteca, doy un pequeño paseo, como escudriñando el lugar, detecto a una que otra chiquilla agraciada, pero son muy pocas la verdad, la mayoría son chicas que, pienso yo, deberían cobrarle un sueldo a las cervecerías, porque para terminar agarrando con ellas uno debe de bajarse, por lo menos, medio jonca de chelas, así que ¡qué mejor estrategia de ventas!, a esas esforzadas muchachas alguien las tiene que remunerar, digo ¿no?

Luego saco a bailar a una chica que me resulta bastante atractiva y felizmente ella acepta encantada y zafamos a la pista de baile para ganarme un poquito con ella mientras nos movemos pegaditos soliviantados por el reggaetón. La chica me dice que se llama Pilar y que ha venido con un grupo de amigas, a celebrar el cumpleaños de una de ellas, y yo noto que Pilar ha estado celebrando desde hace rato porque huele a trago y porque me mira con fruición y se nota a kilómetros que ha tomado.

Después de bailar incansables minutos, Pilar me invita a su mesa, me dice que la acompañe para seguir conversando, que le he caído bien. Entonces vamos hasta donde están sus amigas y Pilar me presenta y yo noto dos cosas al instante: una, que las amigas de Pilar son de inferior belleza a la de ella; y dos, que tienen varias jarras de cerveza en su mesa, así que ¡a chupar gratis!

Efectivamente, me sirven vasos y vasos llenos de cerveza y yo muestro una sonrisa ladeada, mi cara de niño bueno e inofensivo, y les digo “gracias, chicas, se pasan”, y ellas se ríen y Pilar acerca su silla a la mía y nos acaramelamos un montón, nos tomamos de las manos y todo, y para redondear la noche de una buena vez le digo al oído “me gustas”, y ella me mira ladina y me mete un chape que ¡coño, si quieres puedes dejar algo para después, ah!

Cuando la noche ya menguaba, cuando ya todo lucía en muere, una de las amigas de Pilar se nos acerca –porque nosotros estábamos chapando en un rincón de la discoteca-, y le dice que ya se van, que se despida de mí. Entonces yo le susurro a Pilar diciéndole “quédate, deja que se quiten tus amigas”, y ella “pero luego cómo me voy, ellas me van a llevar a mi casa”, y yo “pero aún no quiero que te vayas”, y ella “entonces les digo que se vayan y tú me llevas a mi casa”, y yo “ya, perfecto, bótalas”. Así que Pilar se va a reunir con sus amigas y les dice un par de cosas y luego regresa y me dice que ya está, que se quedará conmigo, y luego me mete otro agarre endiablado.

El problema fue que Pilar supuso que yo la llevaría a su casa, costeando los respectivos pasajes en taxi, mientras que yo pensé que mi función sería la de un acompañante, no la de un auspiciador, así que, enterada de este disenso de ideas, Pilar se molestó conmigo y me dijo que yo era un imbécil, que ahora no tenía como irse a su casa, a lo que yo respondí “tomamos un taxi y lo pagas en tu casa, pues”. Pero a ella no pareció gustarle mi idea, o que mi compañía esté incluida en ella, así que zafó de la discoteca y me dejó ahí, sentado, pasmado, obnubilado, dándole vueltas a la palabra “imbécil”, que había recaído sobre mí varias veces esa noche.