martes, 23 de febrero de 2010

De noche en el malecón.

Regreso a casa de mi madre después de mucho tiempo, vuelvo a hollar piso en las frías y desangeladas calles de Magdalena, un distrito más bien pacharaco y mustio, un ambiente silente y de otoño perpetuo. Es jodido regresar aquí después de haber vivido sólo en un depa inmerso en un distrito mucho más sosegado y mucho menos atrabiliario, en un lugar donde tenía de todo y sobre todo donde podía escribir como un orate durante horas, no como acá que escribo –con suerte- cada vez que puedo.

Entonces como no puedo escribir, y en resumidas cuentas, como no puedo hacer nada de lo que ya estaba acostumbrado a hacer en mi vida de independiente, me veo obligado a refugiarme en la siempre salvadora lectura y en las caminatas que me fueron costumbre alguna vez, hace muchos años, cuando soñaba con vivir solo y largarme de mi casa… qué paradójico.

Camino por algunos parques que me provocan nostalgia, camino por el peñasco que tanto me gusta, paseo por algunas viejas calles de magdalena, pero siempre teniendo cuidado de no pisar
–ni por casualidad- el mercado, ese antro de orates y rufianes de esquina y de gente que te quiere vender lo que sea a cada paso, el cual me produce nauseas y me hace cavilar febrilmente en lo jodido que esta nuestro sufrido país.

Un lugar que me gusta visitar, y al que de hecho acudo con regularidad, es al malecón de la virgen, así se llama o así le dicen, no lo sé y la verdad no me interesa. Lo cierto es que este malecón cagón y sucio y que tiene la figura de alguna virgen así, inmensa, es un lugar que me trae gratos recuerdos de lo que pudo ser un grato tiempo en mi vida, antes de irme de aquí.

Por aquellos días yo solía llegar a este descampado lugar por dos motivos: uno, porque aquí solía venir con algunas chicas avispadas y pródigas en cariños, que siempre tenían la afortunada consideración de dejarse arrastrar hasta aquí, un sitio oscuro y cómplice y desierto. Y dos, porque siempre llegaba hasta aquí a otear el mar y fumar un poco de marihuana, a sentir la brisa que venía de la playa y proyectar bocanadas de humo viciado que olían fuerte y me delataban como un pastrulo mal ante los transeúntes.

Debo confesar que no hay lugar más propicio, en el pujante distrito de Magdalena, para meterse un agarre bravo, unos chapes así, con todas las de la ley, que aquel viejo malecón de la virgen, ¡ah, carajo!, si no lo sabré yo. Y no se necesita ser un aventurero, un avezado o un exhibicionista para agarrar rico en el malecón, para nada; ese lugar es harto cómplice y tienes sus buenas sombras bienhechoras que facilitan las cosas y, por qué no, hasta las azuzan, las incitan, y las chicas que residen en Magdalena no me dejarán mentir (y menos las que estuvieron en mis brazos).

Así mismo, lo que me es inolvidable, son las interminables sesiones de bates que se daban lugar en el mustio malecón. Allí, entre las banquitas y los arbustos y la mirada contrita de la virgen gigante, se realizaban las mejores fumadas que he vivido. Los mejores tronchos me los he bajado allí, y esto quizá sea por la cercanía con La cueva, ¿no?, ese antro apestoso donde venden droga como si de hamburguesas se tratara. Resultaba un solaz abrigador acudir al malecón con el gran Tavo, mi gran amigo y dealer, y lanzar pensando en la nada, y mirando el cielo grisáceo, y haciendo bromas y riéndonos escandalosamente, y yo pensando que estaba cerca, muy cerca, de la chica loca y linda que me tenía como un orate y que vivía por ahí nomás, y Tavo contándome de su vida, de su cagona universidad, de que le robaba plata a su vieja, y yo: ya, tavito, lanza, lanza, no te pegues.

En esta noche fría y oscura, en esta noche en la que he vuelto al malecón, he regresado más viejo y más torturado y con mayores rémoras y con más vicios seguramente, ahora, ahora pienso que la vida entonces no era tan mala, que no era tan mierda, porque qué rico era bajar al malecón a chapar afiebradamente, a ganarme alguna buena chupada y a lanzar como un loco con el vago de Tavo. ¡Qué puta esta melancolía!, me fui de aquí creyendo que mi vida era lamentable y ahora regreso peor, avinagrado, lleno de cosas predecibles y con una vida que ha perdido la emoción, rodeado de gente que no es lo que parece o lo que te juran ser.

Tiro algunas piedras al mar y me resigno a llevar los días, a no tener el coraje o la valentía o los cojones o la idiotez necesaria para arrojarme yo mismo a ese mar indolente y sucio, indolente como yo, sucio como esta ciudad.