sábado, 7 de agosto de 2010

Los días contados.

Uno:
Acudo a cubrir un evento somnífero en un hotel cinco estrellas de Miraflores. El salón está lleno de plomazos, de gente aburrida que toma nota mientras escuchan sobre el gas de Camisea. No puedo más, me arranco a la sala de junto, al lobby, y me arrellano en un cómodo sofá de cuero.Minutos más tarde aparece en el mismo lobby una muchacha uniformada arrastrando estoicamente un carrito con comida (evidentemente para el coffe break de los plomazos). Yo la quedo mirando un rato, como quién no quiere la cosa, y luego siento que no pasa nada, que no es mi tipo la flaquita.De pronto, mientras veo las musarañas, siento que alguien me observa, que alguien me vigila, y entonces volteo de un respingo y ¡pum!, la chica de los bocaditos. Ella está a unos metros de mí y se me queda mirando fijamente, con milimétrica atención y con un rictus pícaro, “con roche” como dice la lumpen. Yo, al toque nomás, entiendo el coqueteo y me le acerco a hablarle, a decirle un par de boberías, y ni bien me presenté ante ella con la gran falacia que es decir: soy periodista, ella ya me estaba preguntando el nombre, la edad, el lugar donde vivo, el correo electrónico. Y entonces, asu, flaca, tú sí que eres de avance, pienso, contigo no hay medias tintas. Entonces, sabiéndome ganador, sabiendo que he tenido suerte, entendiendo que hoy debo estar bien peinado o oliendo rico o con jale simplemente; me apuro en darle mis datos a la chica que, para qué, ahora que la veo bien está buena la chola, y en eso: ¡Hey, Mercedes, al piso dos por favor, te necesitan en la sala de conferencias!, dice un sujeto que se apareció de pronto, su supervisor fácil. Así que la chica, Mercedes, se va lanzándome una última mirada, una mirada como diciendo yo soy un bocadillo más del coffe break, y luego se marchó rauda dejándome más que perturbado. No la volví a ver, el evento que fui a cubrir terminó quince minutos después y luego tuve que irme derrotado del hotel.

Dos:
Estoy en la biblioteca leyéndome las “memorias de una pulga”, estoy tranquilo, ensimismado, cuando en esas se me aparece en frente un tipo más bien joven y abrigado como para un otoño en parís. Le echo un vistazo como diciendo ¿sí, compadre?, ¿algún modelito? Y antes de yo decir algo él se arranca a decirme que el libro que estoy leyendo es muy bueno, que él ya lo ha leído. Le digo que qué bien, que lo felicito, pero él no se detiene.Como una ametralladora, me dice varias cosas sobre literatura, cosas banales realmente, hasta que por fin concluye y me dice que tengo pinta de escritor. Yo le digo que, en efecto, eso soy o eso quiero ser. Él me dice que también es escritor, que ya ha publicado un libro. Yo, con real entusiasmo, le digo que lo felicito, que qué chévere. Él me dice que somos escritores, que deberíamos juntarnos a hablar de literatura o política, a hacer tertulia, me dice.Intercambiamos números de celular y correos electrónicos. El joven, que se presentó como Francisco, me invita a tomar un café, a ir a tiendas de libros, a bajarnos un chocolate caliente en el Haití, yo invito, me dice, yo pago, no te preocupes, la cosa es ser amigos, añade él. Perfecto, le digo con una sonrisa (mi media sonrisa de conchudo), quedamos por correo. Días más tarde me encuentro a Francisco en el chat, lo saludo con entusiasmo porque, después de todo, es la única persona que conozco y que es escritor como yo, ese es un feeling fuerte en común. Lo saludo con entusiasmo y tras una conversa fruslera él me dice eres simpático, me gusta tu sonrisa, ¿cuál es tu opción?, yo soy pasivo.

Tres:
Estoy en un paradero, esperando un colectivo hacia mi casa. Es de noche y hace un frió terrible, traigo las manos en los bolsillos. Entre tanta gente, veo venir a una chica que, obviamente, no pasaría desapercibido en ningún lugar. Viene caminando cual modelo, luciendo un cuerpo delicioso resaltado en una vestimenta alucinante. Le clavo la mirada encima (como todos los demás presentes en aquel paradero) y para mi sorpresa la chica linda se detiene a mi lado, cerca de mí, se hace la despistada un rato y luego me mira a los ojos y me pregunta si sé cómo llegar al canal dos. Atónito, embobado, alunado, el canal dos es acá a unas cuadras, mamita, pienso, pero en cambio digo, tienes que tomar unos carros color verde, sabiendo que no existen carros color verde, sabiendo que sólo quiero que no se mueva de mi lado. La chica es lindísima, y mientras espera el carro verde que no existe, ella me hace el habla así, fluido, normal nomás, sin complejos, como diciendo estamos en épocas modernas, Darling, ahora nosotras tomamos la iniciativa. Yo le sigo el juego y conversamos harto ahí en medio de ese paradero desangelado y, entre tanto, inevitablemente, la alucino cabalgándome a horcajadas mientras me dice una vez más: te pareces a Luis Fonsi. Cuando pasa media hora, los pies ya duelen, ya se siente el tiempo parado, la chica (que se llama Silvia), me dice que tomará un taxi al bendito canal dos porque no pasan los carros verdes. Yo le digo para vernos otro día, para salir y hacer algo, le digo que me dé su teléfono. Ella acepta encantada y me pregunta si tengo dónde apuntar. Olvidé mi celular en casa, no tengo una libreta o un papel, entro en pánico. Ella saca un lapicero de su bolso y anota su nombre y su número en la palma de mi mano. Bonito gesto. La amé. Ella se marcha y yo hago lo propio, beso mi mano y celebro mi buena fortuna, ese acontecimiento prometedor. Ni bien llego a casa, extasiado por lo que acaba de pasar, excitado por el recuerdo prominente de Silvia, corro al baño y me hago una paja celestial, y en pleno ardid, mientras recuerdo de pies a cabeza a aquella chica, mientras alucino en todos los ángulos a Silvita-linda-apretadita… ¡putamadre, su número! Me veo la mano y de ella solo me quedaba un recuerdo borroso, unos números incompletos, un recordatorio de lo arrecho que soy.