Encontré a Valeria en Larcomar, en ese centro comercial que yo tanto odio y que ella tanto ama. Llegué a darle el encuentro con poco entusiasmo, más bien lamentando haber pactado esa cita, pues no quería moverme del depa, quería que ella fuera la que me busque, que me busque para tirar. Además, no quería salir a entremezclarme con gente ese día, y menos aún a Larcomar, donde mi esquilmada posición sólo me permitiría mirar vitrinas y dar pena en los diferentes negocios donde no han oído hablar de la solarización.
En fin, llegué y Valeria ya llevaba tiempo esperándome, estaba oteando el mar por aquel bello malecón, que está en la entrada del centro comercial. Estaba linda, como siempre; me preocupó verla tan sola y tan linda, a merced de algún avivado desconocido que se le pueda acercar; y luego me fue inevitable no desearla, convirtiéndome en un avivado conocido que la quería poseer antes de si quiera saludarla.
Valeria me saludó con cariño (a pesar de que yo la saludé con la frialdad de un lascivo no correspondido); me dijo que me veía bien (a pesar de que estaba con el cabello revuelto y con ropa gastada); y dijo que me había extrañado hasta cuando dormía, que se moría por verme (a pesar de que mi forma de extrañarla, a veces, se limitaba a amarla sólo cuando hacíamos el amor). Esa diferencia entre nuestros sentimientos –que yo notaba y que ella, enamorada, ignoraba-, me producía un fastidio malévolo, me hacía cavilar en que no merecía a Valeria, y eso me ponía de peor humor.
Me emprendí entonces en un actuar errático con ella: no le hablaba, no la veía a los ojos, no le seguía las conversaciones, no me reía de sus bromas y –peor aún-, yo no hacía bromas –signo de que estoy enfadado o incomodo o malhumorado o todo al mismo tiempo; creo que en el fondo quería que Valeria notara mi pesadumbre, que la lamente, que se sienta culpable, que se arrepienta de haberme citado en Larcomar y no haber ido al depa a tirar conmigo.
Valeria me aguantó, soportó mis niñerías estoicamente, me ofreció una sonrisa cuando yo le ponía cara de “estoy aburrido”, y me tomó del brazo con cariño mientras yo caminaba ensimismado con las manos en los bolsillos. Pero claro, ella no es un robot, ella es una chica con sentimientos, por eso, luego de un rato de bancarme, ella se enfadó, se desesperó, perdió el control, me acusó de no amarla, y me pidió que la acompañe a su casa.
Le dije que no la acompañaría. Ella me dijo que debería hacerlo, que soy su enamorado. Yo le dije que me llegan esas cursilerías, y que manipule el término “enamorado”, convirtiéndolo en “guardaespaldas”. Ella me dijo que soy un desconsiderado, que no le importo. Le dije que yo tampoco le importo, sino no me hubiera hecho ir hasta ese centro comercial en vez de ella buscarme, dejándome con la libido en los labios. Ella me dijo que ser enamorados no es sólo tirar. Yo le dije que eso es lo mejor de ser enamorados.
Valeria avanzó unos pasos, tomó un taxi y se marchó en mis narices, dejándome confundido entre tanta gente confundida que va a Larcomar a ver vitrinas. Luego me marché caminando con languidez, recordando que el amor es un don que no me ha sido otorgado, y lamentando que, a veces, equivocadamente, intente que la pasión y el deseo ocupen su difícil lugar.