sábado, 19 de diciembre de 2009

Lo que sé de él.

Sé muchas cosas sobre él, ahora estoy convencido de ello, y en el fondo me da gusto porque no fue una tarea fácil entenderlo y comprenderlo, ambas cosas a la vez, pues Ramiro es un tipo complejo, más de lo que aparenta, mucho más de lo que cualquiera creería. En esta madrugada fría te recuerdo, Ramiro, y te recuerdo porque tengo tus palabras en la mente, tus ideas en mis ideas, tus convicciones en las mías.

Ramiro es un tipo ladino, es un avivado camuflado en el rostro pueril de un tontuelo, un sujeto que advierte las cosas con presteza. Siempre me pareció que vivías en el futuro, que existías minutos adelantado en el tiempo, pues siempre reconocías cada situación que te tocaba y cuando llegaba a ti tenías varias soluciones a la mano. No tardabas nunca en afrontar las cosas como un perito; tu maldita inteligencia, eres más listo de lo que das a entender.

A propósito de la inteligencia, malvado narcisista, siempre te ufanas porque sabes que los demás no te entienden, que los comunes mortales no captamos tu ironía al hablar, que no notamos que nos estás ninguneando con tu sarcasmo agudo y viperino; y tú sólo te ríes cuando los demás te guardan cariño por tu perspicacia, la misma que te sirve para dejarlos despanzurrados en el lodo del oscurantismo.

Hey, Ramiro, querido, Ramiro el hipócrita, Ramiro el mitómano, Ramiro el de los cuentos alucinados; te soy sincero, nunca conocí a un mentiroso tan encomiable, a un urdidor de fabulas tan pero tan perfecto que a uno lo hacías dudar hasta de su propia existencia. Ramiro, no me dejarás mentir, eres un falso de cuidado, pues cada paso que das es una movida de maestro ajedrecista, todo tiene un fin, todo busca algo, y perdona la analogía, se que odias el juego del tablero bicolor.

Recuerdo cuando hablábamos un par de cosas entrada la madrugada, mejor dicho, recuerdo que tú hablabas y yo te escuchaba atónito, maravillado porque se notaba –como tú siempre decías- que habías leído El Príncipe de Maquiavelo varias veces. Conspirador, maquiavélico. Recuerdo que me dijiste que no crees en el amor, pero que a tu enamorada le dices que la amas todos los días. Recuerdo que me contaste que temes publicar tu novela y que nadie te lea. Recuerdo que admitiste que extrañas endiabladamente a tu alma gemela, y lo bien que la pasaban juntos. Recuerdo que dijiste que te causaban gracia las facciones étnicas de los amigos de tu banda cuando tocaban sudorosos. Recuerdo que, conmovido, prometiste cambiar cuando te canté Slumdog, la canción que te escribí.

Ramiro, lascivo, te duele el no encontrar amor en tu alma, te jode no enamorarte de una vez por todas de alguna chica bien parecida, como cualquiera lo haría, como las parejas de telenovela. Pero eso no puede ser para ti, lo sabes, y no hallas enamorarte porque el amor lo tienes racionado en pasiones que duran una noche o un par; o, si acaso, en largos meses si es que el sexo es bueno.

¿Sabes que eres vengativo?, lo eres, tú no perdonas, tú no sabes pasar por alto las felonías, no señor, y sé que no tendrás la frescura de negármelo, ¡a mí no! Y si no recuerda la vez que fuiste con tu chica a aquella discoteca apestosa y, tras varios vasos de cerveza, notaste que ella estaba flirteando agazapada en tus brazos, llena de mohines y miradas. ¿Por qué no la perdonaste, Ramiro?, ¿por qué la engañaste una vez más sacándole la vuelta, haciéndola pagar algo que, quizá, sólo ocurrió en tu imaginación de borracho?

Ramiro, chico listo, chico que escucha Cuando nadie me ve de Alejandro Sanz y la canta a voz en cuello porque también eres otra persona cuando nadie te está viendo, eres todas las personas con las que estás, eres todos y nadie, eres tú pero a veces también eres alguien que no reconocería jamás. Hoy te recuerdo, Ramiro, recuerdo tu prontuario y te saludo con estas líneas que seguramente odiaras cuando estés sobrio y las leas, porque te he desnudado, porque he dicho lo que tú nunca podrás decir.

martes, 8 de diciembre de 2009

Salsa del recuerdo.

He regresado por algunos días a Lima, vuelvo a una ciudad atrabiliaria, convulsionada, llena de humo, una ciudad deprimente salvo por las consolaciones que te da el tener un Mc Donalds a la mano -tú sabes, uno sólo anda en Lima porque se disfruta de la globalización-, fuera de eso, extraño la lejanía del pueblo donde me desintoxiqué la mente, aquella colina a la que volveré pronto capeando el soroche y escuchando a los reds.

Unos amigos de la universidad me invitan a una fiesta, al cumpleaños de alguna anónima que no me interesa conocer, porque cuando pregunté por ella me dijeron que no pasaba nada, que ni con tragos te convence; pero accedí acudir al tono porque también me dijeron que la susodicha tiene buenas amigas, amigas de la Católica, de la Pacifico, flaquitas bien ricas, Marco, me dijeron, por eso acepté sin titubear.

Al día siguiente me encuentro con mis amigos, nos saludamos con cariño, pues no nos vemos hace mucho. De inmediato nos encaminamos a la fiesta y tomamos un taxi hasta Surco, que es donde queda la casa. La dueña del santo se llama Pilar, y al verla compruebo lo que mis amigos ya me habían adelantado: es fea. Pilar nos invita a pasar a su casa, a disfrutar de la fiesta. Nosotros entramos y veo entonces que la reunión ya ha empezado, que hay chicos y chicas bailando y libando; veo que hay bastante trago en la mesa, trago que no podre probar porque estoy con pastillas para controlar la ansiedad; y veo que hay varias chicas encomiables a las que me gustaría poseer desde ya, porque esas mismas pastillas lejos de quitarme la libido, me la han aumentado a proporciones de cuidado.

Mis amigos no pierden tiempo y empiezan a absorber con alborozo vasos y más vasos de ron y vodka. Yo, a un lado, ensimismado y abstemio, me bajo una cocacolita helada nomás, situación que con los minutos se hace pesada, pues la gente se va emborrachando y acelerando y alocando, todos juntos, todos en ese orden, y yo sigo en el primer nivel, o sea: tranqui, con mi gaseosita negra y jodidamente sobrio.

En esas estoy, cuando de pronto, no puede ser, ¿Carla?, me sobo los ojos como incrédulo, pero sí, es ella, es Carla, una chica con la que salí hace algún tiempo, una “ex” como dicen por ahí las noveleras. Veo a Carla con un grupito de gente, están chupando y riéndose de sabe Dios qué, ella está linda, le sienta bien el color azul, está vestida en escala de azules, siempre le quedó bien ese color.

Me hago el tonto conversando con los tontos de mis amigos, los cuales, a propósito, están ya borrachos y tramando planes para el año nuevo, y espero a que sea Carla quien me reconozca y se acerque. Maldito orgullo, siempre me haces esto. Espero parado un buen rato y ella no parece detectar mi presencia, no nota que la espero, no nota –o finge no notar- que otra vez estoy babeando por ella.

La música empieza a expeler una serie de Salsas cubanas, y yo muevo los pies incitado por esos ritmos que ya me gustaría dominar en la pista de baile. Al mismo tiempo veo de soslayo otra vez a Carla, pues recuerdo que a ella le encanta la Salsa y que a mí me encantaba como la bailaba porque lo hacía con una maestría y una sensualidad que siempre nos hacía terminar en unas clases intensivas en mi cuarto, en el depa.

Carla sale a bailar con un idiota de por ahí, un pavo que la abordó. Veo eso y me llega, veo eso y quiero meterme un trago, veo el trago y recuerdo que no puedo tomar, y eso me encoleriza más aún.

Rato después, Carla regresa con su grupo de amigas, y yo sé que ya me ha visto, que ya advirtió mi presencia en la fiesta, pues ella y sus amigas cuchichean ladinas y me miran agazapadas, y yo me doy cuenta de todo eso porque soy bueno para notar las indirectas, y sólo me hago el loco y tomo mi cocacola flexionando el brazo duramente, resaltando mis bíceps, dándoles algo más que ver a las flaquitas esas, después de todo uno no hace ejercicios por las puras.

De pronto suena una canción que me resulta muy familiar, una canción que exacerba el cariz del momento, una salsa que Carla me dedicó cuando estábamos. Yo la miro y ella me ve, y ambos nos reímos cómplices, entonces me acerco y la saco a bailar, ella acepta con una sonrisa y entonces la noche empieza a cobrar sentido.

Carla y yo hablamos un par de cosas, un cómo has estado, un qué ha sido de ti, mientras tanto, yo disfruto verla bailar, moverse tan rico, tan suave, menear su cuerpo magro y agraciado mientras me canta al oído Ricki ricon, mientras yo le digo con fruición lo que le solía decir cuando estábamos, que puedo ser su Ricki ricon, o el perro Dollar si prefiere.

Carla sonríe divertida y luego pasa sus manos por mi cuello, acerca sus labios a los míos, me besa lentamente, moviendo su lengua por la comisura de mis labios, como sabe que me gusta; yo la acaricio y le pregunto si la puedo acompañar a su casa, ella me dice que sí. Entonces le pregunto si primero ella me puede acompañar a la mía, ella se ríe y me dice que no cambiaré jamás, pero acepta y me toma de la mano, lista para revivir escenas de capítulos anteriores.