jueves, 21 de mayo de 2009

El galán que no es.

Ramiro ha esperado este momento, esta noche; está emocionado y bien vestido (lo mejor que pudo), está con sus dos mejores y únicos amigos de la universidad, han entrado a la discoteca de moda de la que tanto han oído y que por fin pisan. El lugar es pródigo, las luces ametrallan la oscuridad e iluminan los rostros sibilinos que pululan por ahí. Ramiro tiene una media sonrisa, le gusta sentir la música y la bulla y el olor a cigarro y a cerveza.

Hay buenas flacas, le ha dicho uno de sus amigos. Todas están ricas acá, le ha dicho el otro; pero Ramiro sabe que sus amigos no actuarán esa noche, son demasiado tímidos e introvertidos; sabe que sólo han venido a mirar.

Los tres compran cervezas, se las venden a un precio exagerado, Ramiro paga su parte con mala cara, gamonal y desprendido no son calificativos para él. Los tres avanzan hacia un rincón de la discoteca bullanguera, se instalan y empiezan a tomar con vehemencia, buscando en el trago el valor que no tuvieron ni tendrán.

Ramiro toma y mueve los pies al ritmo de la música, no puede ocultar sus crecientes ganas por bailar y flirtear; busca con la mirada alguna chica, encuentra varias, pero no se atreve a abordarlas, la introversión de sus amigos ha exacerbado la suya.

Terminan las seis cervezas que compraron y Ramiro manda a uno de sus amigos por más licor. Lo bueno de estos chicos es que me guardan un respeto, piensa, me ven como un líder, como el galán que no soy. Llega el amigo con más cervezas y retoman el sarao; Ramiro no deja de ver a una chica que baila sola a unos pasos, una chica que le recuerda que es un lascivo de temer.

Ramiro no les dice nada a sus amigos, no tiene caso, que vean y aprendan, piensa. Se acerca a la chica y le toca el hombro: ¿bailas?, le pregunta. La chica lo mira, itinerante entre la oscuridad y las luces de colores, son instantes de sumo desconcierto, Ramiro siente ramalazos de temor. ¡Ya!, responde la chica finalmente y se acerca a Ramiro sin mirarlo siquiera.

Ambos bailan confundidos entre la multitud, los amigos de Ramiro parecen verlo más con asombro que con envidia, mientras siguen tomando agazapados. Ramiro siente que baila pésimo, y nota al instante que la chica baila demasiado bien, sabe que debe hablarle para que las cosas no terminen con la canción, que debe empezar la típica conversación de discoteca.

¿Cómo te llamas?, le pregunta él. La chica le responde pero Ramiro no alcanza a escuchar por el descomunal volumen de la música. ¿Perdón?, dice a los gritos. ¡Sofía!, retruca la chica. Siguen bailando, él mirando al piso. ¿Siempre vienes acá?, vuelve él al ataque. Casi, a veces, responde ella, no parece muy entusiasmada. ¿Has venido con tus amigas?, pregunta él. Humjum, gesticula ella. Continúan bailando. Bailas muy bien, dice él. Gracias, responde ella, lacónica. Se hace un silencio entre ambos. Yo no bailo nada, dice él divertido. Me doy cuenta, añade ella.

La canción termina y empieza otra, Ramiro continúa bailando. Ya, este…, ahí nomás, dice la chica, frenando sus pasos. ¡Ah, ya!, dice Ramiro, abochornado, ¡ya, ya, normal!, añade con una sonrisa, tratando de que la situación parezca una despedida y no una choteada.

Ramiro regresa con sus amigos y ellos lo encomian, se han tragado el cuento, creen que Ramiro hizo las de galán, nada más alejado a lo real. Ramiro se ríe y vuelve a tomar, pero se siente gélido por dentro, porque sabe que no puede ser lo que no es, sabe que más bien es como sus amigos, y que hoy no harán nada más que tomar y mirar.







Felice giorno, Lulo

lunes, 4 de mayo de 2009

Niña, chica grande.

Mario me llama al celular, me pregunta si estoy en casa. Yo le digo que sí, que estoy escribiendo. Él me pregunta si puede caerme un rato, dice que está con Claudia, su enamorada, y la prima de Claudia, a quien me quiere presentar; no olvida mencionarme que la prima está buena. Acepto con entusiasmo.

Minutos más tarde tocan el intercomunicador, son Mario, Claudia y su prima, los hago pasar de inmediato. Saludo a Mario con cariño, no nos vemos muy seguido; saludo a Claudia de forma comedida, no me cae; luego veo a la prima, es más joven de lo que creí, tiene aspecto de adolescente, fácil unos dieciséis años. A pesar de eso, es una chica linda, agraciada, noto de inmediato que tiene bonito cuerpo y también bonita sonrisa y bonitos ojos, en ese orden.

Se llama Gretel, me dice Claudia. Qué nombre tan raro, pienso, pero en cambio digo: qué bonito nombre, me gusta. Nos sentamos en la sala, Mario y Claudia juntos en uno de los muebles, Gretel y yo juntos en otro. Mario me enseña una bolsa plástica de color negro, con un bulto dentro, no tardo en adivinar que contiene, ¡un trago!, le digo. ¿Cómo sabías?, me dice. Porque eres un borracho, me es difícil imaginarte sin una botella de licor al lado, digo, las chicas se ríen.

Arrancamos a tomar el ron barato que ha visto a bien traer Mario. Tomamos con una vehemencia exacerbada para ser lunes. Conversamos un par de tonterías. Le pregunto a Gretel cuántos años tiene. Ella me dice que en dos semanas cumplirá diecisiete. Yo sonrío porque adiviné su edad, y porque empecé a paladear la idea de que seré merecedor de la palabra chibolero.

Mario y Claudia empiezan a besarse escandalosamente, el cariz se vuelve un poco incómodo. Voy a poner música, digo. Gretel alarga la mirada, ¿sabes tocar guitarra?, me pregunta, señalando mi guitarra que está tirada por ahí. Sí, algo sé, digo. Mejor toca algo, dice ella. ¿Qué quieres que te toque?, le digo pretencioso, a la vez que cojo la guitarra y me la pongo a cuestas. Gretel se ríe y toma un poco más de ron, Mario y Claudia siguen chapando.

Toco un par de canciones, Gretel las celebra, mi amigo y su enamorada no me hacen caso. El trago, como siempre, ha logrado evaporar los rodeos y las cavilaciones, entramos en la etapa donde decimos lo que se nos antoja. ¿Te puedo dedicar una canción?, le pregunto a Gretel. Ella arquea las cejas, se sorprende. ¡Qué lindo, me encantaría!, dice y da algunas palmadas. Es una canción romántica, la letra es casi tan linda como tú, digo y empiezo a tocar la única canción lenta que sé, y me río por dentro porque ni yo me creo lo que acabo de decir.

Termino la canción y Gretel me aplaude conmovida, y luego se me acerca y me da un abrazo. Yo dejo la guitarra a un lado y le devuelvo el abrazo a Gretel, la huelo un rato, huelo su cabello, huele rico, a fresas; luego la miro y la beso; y entonces siento que mi casa parece el parque del amor, lleno de parejas besuqueándose mañosamente.

El ron de Mario se termina, y yo no quiero que la reunión se termine. Les digo a los chicos que yo tengo una botella de ron a medio tomar, que está en mi cuarto y que la traeré para seguirla. Mario levanta los pulgares, se ve que ya está mareado, igual que Claudia; luego le estampa otro feroz beso a su enamorada. Me pongo de pie y al escudriñar la situación, me doy cuenta de que Gretel y yo ya no necesitamos seguir allí para divertirnos. Entonces, miro a Gretel y le digo: ¿Me haces la taba a traer el ron? Ella se ríe cómplice y no dice nada, sólo se para y me sigue.

Entramos a mi habitación y no hay tiempo para explicar las excusas, Gretel y yo nos besamos con fruición, primero de pie, y luego sobre la cama, ambos nos tocamos con ganas antiguas. La habitación está tenuemente iluminada por la luz de la calle, que se asoma por la ventana. Ayudo a Gretel a desnudarse y luego lo hago yo, siento un deseo endiablado en mí, y a la vez una vocecilla que me recuerda que Gretel es aún una adolecente, tiene dieciséis años. Pero cuando tomo no soy bueno para escuchar, así que no hago caso y sigo con lo mío; pongo a Gretel a horcajadas y pasa lo que ambos queríamos que pase.