martes, 28 de febrero de 2012

Si supieras lo que crees

A veces, llego a creer que no entiendo nada más. Elizabeth se enfureció conmigo, se resintió e hizo un escándalo intrascendente, a causa de algo, obviamente, más intrascendente aún. Estábamos haciendo nada por ahí, en la circunstancia perfecta (ahora lo veo así) como para emprender una discusión que nos mude al hecho de hacer algo que supere la nada absoluta.

Ella se quejó conmigo porque nunca la invité a alguna de mis presentaciones, en los antrillos en los que suelo pararme a crear la ilusión de que canto, acompañado siempre por dos o tres pillarajos como yo, que también crean la ilusión de ser músicos distinguidos y disforzados. En fin. Ella se quejó porque no tuve nunca la delicadeza de invitarla a uno de esos jueguillos llamados shows.
Yo le expliqué que no era bueno que ella acudiese a esos eventos, porque nunca me ha gustado llevar cola a las presentaciones, sobre todo por el hecho mismo de que son impresentables. Sin embargo, aquella respuesta mía estuvo por debajo de lo que esperaba oír mi acompañante, y por eso soltó a bramar en mi contra, cual cachorrito abravado sin su correa sobre el cuello.

Primero la ignoré, y la ignoré de una manera bastante cordial: haciéndome el tonto, asintiendo a lo que espetaba. El reclamo no cesó. Luego la contradije un momento, saqué algunos puntos en su contra. El reclamo se inflamó. Finalmente, puesto a discutir, disparé un par de cosas punzantes, un par de dagas: un tú no me comprendes, un tú no sabes nada de mi vida.
Elizabeth lloró, sin embargo, este hecho no le impidió a que siguiese insultándome. Yo, ahora ofendido, le presenté como duda el hecho de que le importase tanto ir a un show de mi banda, y le importase tan poco leer los cuentos que he publicado, o si acaso mi nueva novela, o algo de lo que haya perpetrado con esfuerzo y vocación. Ella intentó excusarse, pero fue en vano, ya la había desenmascarado.

Elizabeth sabía que, años atrás, con entusiasmo formé una banda de música, y cuando esa empresa iba cuajando, los tres o cuatro adefesios que recluté me dijeron que querían continuar la banda sin mí. Elizabeth se enteró también que yo perpetraba canciones y más canciones resguardado en mi alcoba, y que las interpretaba con sentimientos muy fuertes con una guitarra prestada… eso no le gustaba, o le daba pena, o sentía que no significaba ser un músico. Elizabeth se enteró recién, que un grupete que formé con unos conocidos, se había lanzado a la búsqueda de un reemplazo para mí, y ella, al enterarse, me apretó la mano y sentí que me decía: estoy contigo, mi amado.

Ay, la palabra “hipster” y los pecados que se cometen en su nombre.
Elizabeth supo mucho y sufrió lo que yo nunca. Incluso sabiendo que yo sirvo sólo para escribir, y que mi vida es eso y nada más, ella desconoce que no me interesa la banda de música, o las que tuve, o las que tendré. Y no me interesarán jamás porque yo sólo soy un actor que hace el papel de cantor y nada más. Porque yo no quiero ser músico, sino escritor. Porque yo asumo la realidad y sólo juego a ser músico, y no soy hipócrita como los otros, que saben que están jugando, que saben que no llegarán a nada, que se saben perdedores, pero mantienen la farsa hasta lo que dé, hasta montar una vida falsa, hasta tener la gran ostia de decir que tocan en conciertos y que tienen seguidores.

Elizabeth partió llorando, llorando y renegando a la vez. Ella se fue maldiciéndome y pensando que soy un desalmado por nunca haberla invitado a uno de mis conciertos. Y yo metí las manos en mis bolsillos y di la vuelta, deseándole mejor suerte, que consiga algún día concretar el sueño de ser una groupie.