Cuando llegué hace un par de días, lo hice con temor y dudas, temor porque a un diagnosticado de ansiedad generalizada todo le causa miedo, y con dudas porque yo siempre dudo y porque esa playa era casi un desierto en medio de una provincia silente, un lugar alejado y con menos gente de la que veía en el ostracismo de el bunker en San Borja, del encierro que me causó el mal, de la soledad que me enfermó.
La playa es preciosa y la casa donde estoy queda a unos pasos de la orilla. Duermo escuchando el mar y me levanto aún oyéndolo, aún sintiéndolo, aún susurrándome una calma que pensé no existía más. A propósito del mar, este mar es de aguas impecables, diáfano, de una pulcritud extraña para ser una playa peruana (tipo esas playas sufridas de la Costa Verde, donde hay más basura que gente y donde la gente prácticamente nada en basura, pero bueno, playa es playa y como no hay plata para ir al sur bajemos a la pujante Costa Verde, aunque sea un nido de ratas).
En la casa (que está cerca al mar y a la que me gusta llamar La Jato de la Beach) tengo de todo, tengo una laptop donde puedo escribir y tengo una guitarra con la que puedo tocar, fuera de el resto de cosas, esas dos significan todo para mí: la vida es bella si puedo escribir y tocar. Además, tengo el mar como una sombra bienhechora que me secunda en mis quehaceres amados, lo cual le da a todo un cariz inspirador, tú me entiendes, las ideas fluyen sin rémoras, salen pías, sin las contaminaciones de una vida premurosa.
Entrada la tarde, cojo la guitarra y camino unos pasos cerca al mar, luego me arrellano en la arena y me arranco a tocar y tocar por horas, cerrando los ojos, escuchando que todo fluye, sintiéndome brioso, sintiendo las olas formarse y estallar, sintiendo las gaviotas pululando, sintiendo la guitarra recordando mis canciones, sintiendo que puedo estar fuera de Lima, sintiendo que puedo vivir aquí sin ningún problema, y todo es una experiencia que jamás pensé vivir y que le da sentido a mi existir, es como que el destino urdió las cosas que me pasaron para terminar aquí.
En los conciertos diarios que le ofrezco al mar, me es imposible no interpretar una canción que escribí tiempo atrás y a la que acertadamente titulé Adusto Mohín, la cual habla de los sueños que se nos van, de las ilusiones que se nos desmoronan, es como cantarle a la melancolía, la melancolía de lo que quedó en el hubiera. Entonces todo es un desfogue insigne y liberador, y cuando la canción termina las melodías se van y se llevan mis penas y luego todo está bien, extrañamente bien.
En las noches el cielo es oscuro y estrellado en la playa, el mar sigue cantando para mí y sólo para mí, lo puedo escuchar desde la alcoba, lo escucho con claridad mientras escribo como un orate una novela más, una novela que me sale del alma porque no me interesa publicarla, no me preocupa si alguien la lee o si alguna editorial se fija en ella, sólo me preocupa que refleje lo que quiero contar, lo que quiero decir, por eso me encanta, por eso será mejor que las dos anteriores.
Las cosas aquí son inmejorables, me encantan, no las quiero cambiar. Por eso recomiendo redobladamente la búsqueda de la tranquilidad, sea donde sea, siempre habrá algún rincón destinado para esa noble tarea, la de procurarnos solaz. No te aflijas por no ser famoso, eso nunca trae nada bueno. No pierdas tu tiempo formando una mal llamada banda de rock, tú sabes que esa empresa no pasara de tocar para tus amiguitos, de vender entradas para que te vean tocar, de creerte músico porque tocas en los pujantes pubs de nuestra Lima querida. No te frustres tratando de vender libros y de ser el siguiente Gabo, no te castigues así, no escribas para la fortuna, el truco es escribir sobre lo que la fortuna te propinó alguna vez. Por eso tómalo con calma, anda tranquilo nomás, experimenta hacer música de tu vida para la vida, trata de escribir lo que te plazca sin medirte, sin censurarte, y haz esas cosas que te gustan por ti y para ti que no hay nada mejor que eso.