jueves, 26 de noviembre de 2009

La búsqueda de la tranquilidad

Cuando llegué hace un par de días, lo hice con temor y dudas, temor porque a un diagnosticado de ansiedad generalizada todo le causa miedo, y con dudas porque yo siempre dudo y porque esa playa era casi un desierto en medio de una provincia silente, un lugar alejado y con menos gente de la que veía en el ostracismo de el bunker en San Borja, del encierro que me causó el mal, de la soledad que me enfermó.

La playa es preciosa y la casa donde estoy queda a unos pasos de la orilla. Duermo escuchando el mar y me levanto aún oyéndolo, aún sintiéndolo, aún susurrándome una calma que pensé no existía más. A propósito del mar, este mar es de aguas impecables, diáfano, de una pulcritud extraña para ser una playa peruana (tipo esas playas sufridas de la Costa Verde, donde hay más basura que gente y donde la gente prácticamente nada en basura, pero bueno, playa es playa y como no hay plata para ir al sur bajemos a la pujante Costa Verde, aunque sea un nido de ratas).

En la casa (que está cerca al mar y a la que me gusta llamar La Jato de la Beach) tengo de todo, tengo una laptop donde puedo escribir y tengo una guitarra con la que puedo tocar, fuera de el resto de cosas, esas dos significan todo para mí: la vida es bella si puedo escribir y tocar. Además, tengo el mar como una sombra bienhechora que me secunda en mis quehaceres amados, lo cual le da a todo un cariz inspirador, tú me entiendes, las ideas fluyen sin rémoras, salen pías, sin las contaminaciones de una vida premurosa.

Entrada la tarde, cojo la guitarra y camino unos pasos cerca al mar, luego me arrellano en la arena y me arranco a tocar y tocar por horas, cerrando los ojos, escuchando que todo fluye, sintiéndome brioso, sintiendo las olas formarse y estallar, sintiendo las gaviotas pululando, sintiendo la guitarra recordando mis canciones, sintiendo que puedo estar fuera de Lima, sintiendo que puedo vivir aquí sin ningún problema, y todo es una experiencia que jamás pensé vivir y que le da sentido a mi existir, es como que el destino urdió las cosas que me pasaron para terminar aquí.

En los conciertos diarios que le ofrezco al mar, me es imposible no interpretar una canción que escribí tiempo atrás y a la que acertadamente titulé Adusto Mohín, la cual habla de los sueños que se nos van, de las ilusiones que se nos desmoronan, es como cantarle a la melancolía, la melancolía de lo que quedó en el hubiera. Entonces todo es un desfogue insigne y liberador, y cuando la canción termina las melodías se van y se llevan mis penas y luego todo está bien, extrañamente bien.

En las noches el cielo es oscuro y estrellado en la playa, el mar sigue cantando para mí y sólo para mí, lo puedo escuchar desde la alcoba, lo escucho con claridad mientras escribo como un orate una novela más, una novela que me sale del alma porque no me interesa publicarla, no me preocupa si alguien la lee o si alguna editorial se fija en ella, sólo me preocupa que refleje lo que quiero contar, lo que quiero decir, por eso me encanta, por eso será mejor que las dos anteriores.

Las cosas aquí son inmejorables, me encantan, no las quiero cambiar. Por eso recomiendo redobladamente la búsqueda de la tranquilidad, sea donde sea, siempre habrá algún rincón destinado para esa noble tarea, la de procurarnos solaz. No te aflijas por no ser famoso, eso nunca trae nada bueno. No pierdas tu tiempo formando una mal llamada banda de rock, tú sabes que esa empresa no pasara de tocar para tus amiguitos, de vender entradas para que te vean tocar, de creerte músico porque tocas en los pujantes pubs de nuestra Lima querida. No te frustres tratando de vender libros y de ser el siguiente Gabo, no te castigues así, no escribas para la fortuna, el truco es escribir sobre lo que la fortuna te propinó alguna vez. Por eso tómalo con calma, anda tranquilo nomás, experimenta hacer música de tu vida para la vida, trata de escribir lo que te plazca sin medirte, sin censurarte, y haz esas cosas que te gustan por ti y para ti que no hay nada mejor que eso.

martes, 10 de noviembre de 2009

Visita al psiquiatra.

Cuando me arrastraba cual reptil herido por los suelos del depa, supe que debía aceptar que necesitaba ayuda, que no era normal verme reducido a escombros tan a menudo, tan seguido y de manera gratuita; porque sin chupar o drogarme, me sentía como si lo hubiera hecho y en exceso, entonces fue por eso que le hice caso a papá y a Valeria y a la psicóloga que me atendió la última vez: debía visitar al psiquiatra.

Como soy un esquilmado convicto y confeso, tuve que dejar que Valeria me preste dinero para costear una consulta en una clínica; ella me llevó a un nosocomio decente y sacó una cita para la tarde y pagó una escandalosa suma de dinero por esa empresa, y la pagó billete tras billete, en one, sin reparos ni tacañerías, la pagó porque me quiere y por ayudarme, y la pagó a pesar de que, yo sé, ella sabe que quizá nunca yo le pague a ella.

En la sala de espera había mucha gente, muchos pacientes esperando impacientes por ser atendidos, ¡cuánto loco, caray, quién lo diría! Todos esperamos a que nos llame el doctor o su enfermera que, a propósito, está bien rica y bien provocativa esa chata, y yo la miro con ganas y luego, cuando miro a otro lado, recuerdo toda la mierda que tengo en la cabeza y entonces sólo encuentro ganas de morir.

La enfermera me llama y yo doy un respingo y camino hasta el cuartito donde está el doctor. Valeria me mira con una sonrisa y me dice “suerte”, y yo la miro con gratitud mientras camino ensombrecido. Una vez adentro, veo al honorable psiquiatra, que es un chino como casi todo en esa clínica, es un hombre pequeño y viejo y parece más alunado que yo, parece un paciente más el muy asiático. Tomo asiento frente a su buró y arrancamos a hablar.

Qué te trae por acá, me pegunta y no me lo pregunta con complicidad, sino más bien como aburrido, como cansado de atender a tanto confundido. Yo le hago un resumen de mi vida, un compendio de mis principales problemas (que no son pocos), y trato de no obviar detalles, confieso todas mis abyecciones como cuando era niño e hice la primera comunión, y contrito le confesé al padre que me gustaba masturbarme.

El psiquiatra no me hace mucho caso, apunta algunos firuletes en una hoja de papel, luego espera a que termine de hablar (y debo resaltar que no se sorprendió de nada de lo que le conté, bien open mind el doc) y me dice: vas a estar bien, los males físicos que sientes son producto de tu mente, de tus nervios. Yo me alegro de saberlo, le digo que es un alivio enterarme de eso. Él me dice que este tema debe tratarse con pastillas, entonces va y rebusca en una vitrina que tiene por ahí y me alcanza dos cajas de medicamentos.

El psiquiatra me dice que debo tomar pastillas en la mañana y en la noche, religiosamente, me explica que son para la depresión y para el sistema nervioso. No me gusta la idea, pero acepto nomás, no me queda de otra, no quiero seguir padeciendo. Mientras el doctor me escribe su diagnostico, yo escudriño en las indicaciones de las tabletas que me ha dado, veo los efectos secundarios, y entre tantos, uno me escandaliza: perdida de la libido.

Entonces imagino lo peor y siento que esas pastillas van a ser un error, porque yo prefiero mil veces estar cagado pero con la pinga enhiesta y ansiosa, que sano pero con la zona urogenital en reposo y a dieta. Entonces, no señor, así no es; le pregunto al doctor si esas pastillas me van a mutilar, y él me dice que no me preocupe, que todos los medicamentos tienen efectos secundarios y que la mayoría son sólo una mínima probabilidad.

Sin que termine de convencerme su respuesta, el doctor sigue arremetiendo contra mí y me dice que el tratamiento durará seis o siete meses, que debo tomar las pastillas todo ese tiempo y que, por siaca, joven, no puede usted tomar licor ni fumar ni drogarse. Yo me rió ladino, como diciendo “buena esa, doc”, pero el doctor no se ríe, sigue serio con su cara de antiguo samurái y yo pienso: putamadre sólo falta que este tío me mande a buscar chamba.

El psiquiatra y yo nos despedimos, me dice que debo verlo mensualmente y me dice una vez más que voy a estar bien. Yo le doy la mano y trato de convencerme de que puedo ser felíz sin todo lo que tengo prohibido, porque mi estragada salud me pide una mano, porque no me quiero extinguir en el corto plazo. Y entonces salgo con las pastillas que deberé tomar cual flaca con sus prudentes anticonceptivos, y pienso “para qué me habré reído y disfrutado de no ser mujer, cuando veía flacas tomando sus pastillitas para no quedar encinta. Es el karma, es el karma”