viernes, 11 de junio de 2010

No robarás.

En una tarde cualquiera, Valeria y yo estamos en un opulento restorán de Miraflores. Nos estamos bajando una fuente alucinante de cebiche y arroz con mariscos. Qué chucha que estén caros los platillos del menú, nosotros estamos con plata porque nos venimos de vender un trofeo de bronce que birlé de la casa de mi madre, y que lo vendimos por ahí en un puesto de baratijas, donde nos pagaron un buen billete por el trofeo, casi doscientos dólares.

Valeria y yo arrasamos con la pantagruélica merienda, y luego de pagar la cuenta y dejar propina al mozo tan afable que nos atendió, salimos del restorán y nos disponemos a vagar por el parque Kennedy (o como le gusta decir a Valeria, nos ponemos a remolonear.)

Minutos más tarde, a pesar del frio abrumador que nos apabulla, se me antoja endiabladamente una gaseosa bien helada. Es así que caminamos preguntando en los quioscos diseminados por el Kennedy a ver si venden gaseosa heladita. Buscamos y buscamos pero nada, nadie vende, y es que “con tanto friote nadies vende gaseosa helada ya, joven”, como me dijo uno de los comerciantes.

Irritado, no me resigno a comprar una gaseosa tibiona, no señor, “tengo plata en el bolsillo, no pocos dólares, joder, pago lo que sea por una gaseosa helada.” Así que, al verme obstinado (y es que para las veleidades soy único), Valeria me dice para latear a Wong, “porque allí de hecho venden gaseosas heladas, Marco”, añade. Yo celebro su idea y caminamos con entusiasmo al supermercado.

Una vez dentro, corro a elegir una gaseosa del congelador, me saco una cocacolita helada y luego avanzo hasta la fila de cajas. Allí me doy cuenta de que las colas para pagar están hacinadas de gente, gente que lleva mil cosas, mil productos, carritos llenos que me hacen presagiar que demoraré media hora antes de poder libar mi bebida. Detesto la situación. Me dan ganas de abrir la gaseosa e ir tomando mientras avanza la cola, pero luego declino, mucha cosa. Dejo a Valeria en la cola con la gaseosa y yo me voy a buscar una caja menos hacinada.

Recorro el jodido establecimiento pero nada, todo igual, todo lleno. Regreso al lado de Valeria y veo que ella (más decidida que yo), abrió la gaseosa y tomó un par de sorbos. La miro, me río, y luego le pido la botella y, a la mierda, me arranco a bajarme la gaseosa. En cuestión de segundos dejo seca la botella y luego Valeria, pizpireta, me quita el embase vacío y lo deja por ahí, tirado en un estante. Yo la encomio y celebro la palomillada, y me cago de risa y la tomo del brazo y le digo “vámonos nomás, la culpa la tiene Wong por tener cajeras tan lentas.”

Valeria y yo zafamos del supermercado, y yo incluso, antes de salir, hago una venia militar y me cago de la risa. Y así estamos, zafando harto conchudos y harto ganadores, cuando de pronto: “!Hey, hey, choches, alto allí!” Valeria y yo nos miramos y yo pienso “la cagada, nos descubrieron.” Volteo para ver quién nos llama y atisbo a dos morenos (uno chato y uno alto), con radios en las manos y pinta de pocos amigos. Ellos nos abordan y nos impiden el paso.

“Me muestras tu tiquez de compra, choches”, me dice uno. “El recibo de la gaseosita que han consumido”, replica el otro. “¿Recibo?, ¿gaseosa?, ¿de qué rayos me está hablando?”, digo, con el mayor cinismo que soy capaz. “No te hagas el tercio, pues, flaco, te hemos visto tomar una gaseosa e irte sin pagar”, dice el más chato. “¿qué gaseosa, oye, de qué me estás hablando?”, continua mi falacia. Estamos discutiendo en plena vía pública, no pocos transeúntes se han detenido a ver qué pasa, por qué tanto escándalo; Valeria me mira atónita, paralizada, medrosa. Yo, entre tanto, no estoy dispuesto a quedar como un ladrón, eso nunca.

Los vigilantes continúan insistiéndome que pague, que los acompañe de vuelta al supermercado y que cancele la gaseosa. Yo insisto en que no sé de qué me hablan y los ametrallo con un poco de floro circunspecto. Uno de los vigilantes me dice: “ya, pues, choches, tu creo que eres extranjero, ¿no?, paga, pues, tú debes tener plata.” Y yo le digo que no pagaré algo que no he consumido, pensando en el fondo que siempre es un halago que te digan extranjero siendo peruano.

La cosa se pone fea, hay un mar de gente rodeándonos y ganándose con el roche, y hay tanta gente que yo creo que ahora si las colas para pagar deben estar vacías, porque todos están acá sapeando y haciéndome sentir como un cómico ambulante en plena plaza Grau. El vigilante más alto me dice que si no pago me va a detener. Yo me río en su cara y le digo que ni en sus sueños podría hacerlo. Luego él saca una insignia de no sé qué y me dice: “oficial Esneider Huamán, oficial PNP.” Y yo le digo “bájame el tono, oye, ganapán.”

Luego los espectadores empiezan a gritar arengas, algunos de mi parte, algunos de parte de los oficiales, seguramente sin entender lo que pasa, sin tener noción del problema, pero bueno, con algo hay que distraerse, ¿no? Entonces yo decido ponerle fin al espectáculo y les aviento un par de soles a los sufridos vigilantes de Wong, y, envalentonado, les grito que los voy a demandar, que se acordarán de mí, que mi papá es juez en no sé dónde, y cojudeces por el estilo que siempre amilanan a la lumpen. La gente comenta musitando mis falsas amenazas.

Sujeto de la mano a Valeria, a Valeria que, sí, allí estaba viendo todo y guardando hermético silencio e incapaz de defenderme y con cara de ay, la cague por azuzar a Marco a tomar la gaseosa, ups. Entonces la agarro y zafamos altivos, dejando atrás un carnaval de la gran puta, mientras yo voy pensando que lo peor es que aún tengo sed… ¿por acá una bodega?