martes, 21 de septiembre de 2010

Aquella Viejecilla.

Una vez fui a un asilo de ancianos. Un amigo mío acudía allí regularmente, porque hacía voluntariado de caridad o algo por el estilo, y un día el puta me llevó con engaños, me llevó diciéndome “vamos, Marco, las chicas del voluntariado están buenazas”, y yo hecho un cabal idiota le creí y bajé al asilo un viernes a la tarde y al entrar, al toque nomás, me di cuenta de que mi amigo me había mentido, porque en una me saltaron al frente cinco o seis viejitos, midiéndose a bastonazos por ver quién me contaba un cuento primero.

¡Coño, qué viernes para más mierda aquel!, sin embargo, ese día conocí a una viejecilla que me llamó la atención. Era una mujer extraña, diferente a las otras viejas. Esta era una mujer encorvada y arrugada y narizona, y hasta ahí ustedes me dirán “¿qué te has fumado, oye, si todos los viejos son así?”, pero es que la diferencia estaba no en el aspecto, sino en que esta vieja era acomplejada, solitaria, casi autista, y paraba en un rincón con una postura expectante, y te lanzaba miradas como de odio y a la vez de tristeza.

Así que más por curioso que por buena gente, me acerqué a hablarle a la dama esta, y me presenté todo formal, todo caballeroso yo, diciéndole “buenas tardes, señora, cómo está”, y la señora en cuestión me lanza una mirada de confirmada reprobación y solo arquea las cejas, como diciendo “hola, renacuajo”. Entonces yo decido poner primera y arrancar, pero la señora me corta el paso y me dice “cómo te llamas, hijo”, y lo dice con una voz añeja, una voz ronca y sepulcral, con un sonsonete inefable que no sabes si es de un amigo o un enemigo.

“Me llamo Marco, señora”, le digo. Ella me mira como escudriñándome, “¿y qué haces por la vida tú, Marcos? –me pregunta-, “¡seguro que no haces nada por eso vienes a hueviar acá!”, añade. Me causan gracia sus palabras. “Soy escritor”, le digo. “¿escritor?”, pregunta ella, como desconfiando. “Sí, escritor”, le digo. “¿Y cuántas horas al día escribes, ah, tienes tu horario me imagino?”, retruca ella, amenazante otra vez. Yo me asombro un tanto y tomándome mi tiempo, entendiendo que es una viejecilla sola y amargada, le digo “bueno sí, tengo horario, es un horario nocturno”. La señora me mira entrecerrando un ojo.

“¿Usted cómo se llama, seño?, no sé su nombre”, le digo amablemente. La viejecilla levanta la cabeza, encumbrando su quijada, apuntando hacia el cielo su nariz tumefacta, y dice “yo me llamo Felicia Herrera del Campo”, y deja notar un claro tonillo de exacerbado orgullo por su nombre. “Bonito nombre”, le miento, “muy sofisticado”. La señora Felicia me lanza una mirada fortalecida y luego sonríe victoriosa y dice “nombre de reina, yo soy una reina”. Ahogo una sonrisa, fuera del histrionismo de la viejecilla hay algo en ella que me causa pena, tristeza.

La señora Felicia se me queda viendo buen rato, como si estuviese leyendo las líneas de mi cara. Luego esboza una sonrisa y me dice “eres un buen mozo, un galán”. Y entonces me siento enternecido y, que va, siento que me he ganado el cariño de esa viejecilla, de esa pobre mujer que se nota que sólo le falta un poco de compañía; y entonces le digo “gracias, es usted muy amable”. Y luego la señora me mira el pelo, el pelo largo y suelto, y le cambia el mohín y “oye, tú no serás fumón, ¿no?”. Y yo, sorprendido: “no, claro que no”. Y ella: “¿alguna vez has fumado marihuana, marco?”. Y yo me río y no le digo nada, no quiero mentirle. Y ella: “Muchachito de miércoles, ahí, para eso sí eres bueno, ¿no?”.

Noto entonces que aquella señora tiene un grave problema de bipolaridad o algo por el estilo: en un momento está hablándote de lo más bien, y al otro te está insultando y hablando mal y poniendo cara de bruja de las películas animadas de Disney.

“¿tienes enamorada, Marquito?, ¿alguna de las cuchuflecas que atienden acá es tu pareja?”, me pregunta la señora Felicia, con repentino aire cómplice. “No, seño; tengo enamorada pero no trabaja acá”, le respondo. “!Ah, qué bonito!” –dice enternecida-, “¿y qué le vas a regalar hoy?”, añade. Me quedo confundido: “¿a regalar por qué?”, le pregunto. Ella me mira y casi a los gritos dice: “!cómo que por qué!, ¿acaso eres un salvaje tú?, ¿qué no sabes que a las mujeres se les trata como el pétalo de una rosa?”. Y yo pienso: “coño, esta vieja ya quemó”, pero digo: “lo sé, lo sé, doña Felicia, pero no por eso le voy a dar regalos a mi enamorada todos los días, ¿no cree?”.

Entonces la viejecilla abre bien los ojos, como si estuviese ante un pecador, y retruca: “!salvaje, eres un salvaje!, ¿acaso no sabes que las mujeres somos débiles, que necesitamos regalos y regalos?”. Y yo me quedo medio palteado porque todos los demás viejos se han volteado a vernos, entre tanto Felicia continúa: “Tu enamorada se debe hacer respetar, cómo puede ser que seas tan cruel con ella… ¡no me parece!, ¡no me parece!”. Algunas enfermeras se acercan a Felicia e intentan calmarla, le engullen unas pastillas. “!Salvaje!”, me grita Felicia, tratando de liberarse de las enfermeras.

“Puta que vieja para más loca”, pienso, “con razón está sola, debe haber tenido una vida bien cagada”. Felicia lucha contra las enfermeras a los gritos de: “suéltenme, bandidas, suéltenme que soy una reina”. Entonces yo me doy cuenta que la cosa se está poniendo fea, así que me dispongo a zafar no sin antes decir: “hasta luego, señora Felicia, cuídese”. Y la viejecilla, mientras se batía a empellones: “Ya, listo, buen mozo, cuídate un montón, y vuelve otro día que me encantó conocerte”, dijo, con desbordante cariño, y luego soltó una risa siniestra, embrujada, absolutamente impredecible.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

AFIEBRADAS BAJEZAS

Extracto de la primera novela de Julio Fernández M.

Llego a casa tras un largo día en la universidad. Me saco las gafas oscuras que siempre me acompañan a todos lados y las pongo en la mesa del comedor junto con las llaves y mi billetera. Trato de despojarme de todo, incluso hasta de la ropa, es la ventaja de vivir solo: puedes andar calato por toda la casa. Entro a la cocina y me sirvo un bocadillo a la volada, unos emparedados de jamón y queso, los cuales serán mi almuerzo: es lo malo de vivir solo y no saber cocinar, comes mal, pasas hambre.

Veo un poco de televisión y mientras paso los canales, agradezco al cielo por tener cable y poder capear la infame televisión peruana que sólo me recuerda la miseria de esta ciudad, su oscurantismo, el cual, como siempre, me hace terminar renegando de vivir aquí.

Pongo Los Simpson y me quedo viéndolos un rato, riéndome de las situaciones hilarantes y satíricas que anegan la serie, y distrayéndome un poco del día cagón y aburrido que tuve hoy en la universidad.

Rato después, camino hacia la sala y me arrellano en el sillón, prendo la laptop que me regalaron el año pasado, cuando cumplí veintitrés, y me dispongo a continuar escribiendo la novela que empecé meses atrás, cuando me convencí de que podía ser un escritor a pesar de todo -a pesar de las críticas, de los comentarios reprobatorios, de la probable vida austera que esto acarree, a pesar de que estoy estudiando para dedicarme a otra cosa-, y me aventuré a hacer un relato alegórico que ahora le da sentido a mi vida.

Estoy así, recostado sobre el sillón de cuero, escribiendo como un orate, tecleando fervientemente, cuando de pronto distingo voces y risotadas que vienen desde la calle, son murmullos de mujeres, de féminas jóvenes y con bonita voz, lo cual me hace pararme de un respingo.

Me asomo por la ventana, estoy en el cuarto piso de un edificio con vista a un parque, parque que ahora alberga a tres chicas lindas que se ríen y conversan sentadas en una de las bancas. Puedo verlas claramente, puedo oírlas con nitidez, la banca donde están sentadas está casi bajo mi edificio. Me agazapo entre las cortinas y voy escudriñando a las chicas una por una, milimétricamente, haciéndoles una inspección minuciosa, detectando sus mejores atributos, pervirtiéndome con lo mejor de cada una.

Las chicas lindas de la banca no advierten que están siendo fisgoneadas por un palomilla de ventana, no se dan cuenta que las miro y que las deseo, o al menos no lo hacen los primeros cinco minutos, hasta que una de ellas, una que está vestida toda de azul y lleva una minifalda de infarto, vuelve la mirada y se encuentra con mis ojos acezantes y deseosos.

Al verme descubierto, me retraigo y me escondo íntegramente tras las cortinas, esperando que las chicas comenten lo sucedido y se marchen a toda prisa. Sin embargo, no escucho alboroto, no oigo que la chica de azul les haya ido con el chisme a sus amigas. Quizá no me vio, pienso, quizá fue una idea mía. Así que, nuevamente, me agazapo entre las cortinas y vuelvo a otearlas. Esta vez, noto que la joven de azul dirige la mirada varias veces hacia mi ventana, pero claro, yo ahora me he asegurado de camuflarme bien, por lo que ella sólo debe estar viendo una cortina azul un poco arrugada.

Mientras le devuelvo la mirada, noto que ella está sonriendo, que mira a mi ventana y coquetea y hace mohines pícaros. Eso me excita, eso hace que se me pare.

La chica de azul juega con su cabello, se acomoda los pechos generosos y redondos escondidos en su suéter color cielo, y luego atisba mi ventana con un rictus provocador, sabiendo que alguien la observa y encantada por eso mismo. Y mientras tanto yo me estoy haciendo una paja con su linda cara, con su inmejorable actitud.

Minutos después, las tres se ponen de pie, hablan un par de cosas y se marchan, abandonan la banca junto a mi edificio y la chica de azul lanza una última mirada a mi casa, justo antes de doblar en una esquina. Yo las veo perderse y luego caigo rendido en el sillón de cuero con una sonrisa ladina, con la clara idea de que en esta ciudad puede ser muy difícil ser un escritor, pero es muy fácil ser un pervertido.
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