jueves, 25 de marzo de 2010

Casí solo mía.

Alejado por mucho tiempo de los rigores de los horarios y las aulas, mi sensibilidad y predisposición a la vagancia se vieron interrumpidas por un impertinente sobresalto: de pronto, sentí una necesidad asfixiante por retomar clases, clases de lo que sea, sentía que quería estar en un salón lleno de gente más o menos tan desorientada como yo, y que buque más o menos lo mismo que yo, o sea, hacer vida social.

Qué mejor cosa para hacer vida social, que las livianas y remolonas aulas de algún instituto, de esos que abundan en nuestro alegórico régimen educativo, porque, déjenme decirles, uno se divierte igual viendo el chavo del ocho, que pasando cinco años en alguna pujante universidad o instituto. Así que no tenía mucho que pensar, me metí a una academia cagona por San Isidro.

Esta vez tuve la ocurrencia de estudiar italiano, Dios mío, yo y mis arranques. Cuando llega el primer día de clases veo que el salón es una ratonera infesta, llena de gente que balbucea el español pero que tiene todas las ganas de aprender italiano; y ya saben, están todas esas cosas que te hacen pensar: “el perú es el deshueve, la gente se pasa de pendeja”.

Cuando me siento un real idiota por haber gastado plata en dicho instituto del saber, cuando las clases me abruman de aburridas que son y dejo de asistir al curso y voy cuando quiero, o cuando no tengo nada mejor que hacer, o cuando quiero hacer hora dándomelas de ficho en un instituto de medio pelo, es en ese momento, en una clase más a la que fui por si las dudas, que la vi a ella, a Catalina, a la gran y linda Catalina.

Catalina es una chica suave, una chica mundana. Tiene el cabello largo, tan largo como me gusta, y castaño, tan castaño como me enloquece. Tiene la piel blanca, caray, si parece blancanieves. Tiene un cuerpo imperdible, una mirada perturbadora, una sonrisa que contagia, unos labios que te incitan, y tantas cosas que me gustan que casi la siento mía.

Obviamente, me arriesgué y le hablé a Catalina. Obviamente me acerqué a ella con una sonrisa ladina y la traté de envolver. Obviamente fui hacia ella con intenciones nada santas. Obviamente eso de pedirle libro fue una excusa baja y barata para hablarle. Obviamente fui una ladilla y le pedí celular y correo. Obviamente la llené de halagos como si solo viviese para ella. Obviamente ella me atrajo tanto que perdí la cabeza y empecé a ir a todas las clases de italiano habidas y por haber.

Catalina me gustó además, porque tenía mil cosas en común conmigo, como el gusto por la música de Jack Johnson, como La Vida es Bella por película favorita, como la alergia a la mediocridad plañidera, como los comentarios lascivos que van y vienen de vez en cuando, como el odio al pestífero humo del cigarro.

En poco tiempo ella y yo nos hicimos de confianza, de una confianza entrañable, urdidora, atípica.

Ese día, varios días después de habernos conocido, Catalina y yo estábamos sentados al fondo de la clase, ella estaba con un vestido rojo, con una vincha roja, con unas sandalias altas… ¡Por Dios, nunca vi algo tan comestible! Así que acelerado y excitado como estaba, mientras la profesora decía parole, ascolta, ragazzo… cosas así, y mientras uno pensaba: baja un poquito la voz que estoy afanando acá, ¿si? En ese momento, le susurré al oído a Catalina y le dije “¿quieres ir a mi casa terminando la clase?”

Ella sonrió pronta y me miró de soslayo y me clavó una mirada larga e inquisidora. Luego se acercó a mí y me dijo que le encantaría pero no puede. Naturalmente, le pregunté por qué, qué se lo impedía. Y ella me contó que a la tarde iba a verse con Mariana. “¿Quién es Mariana?”, le pregunté, como diciendo ¿qué meritos ha hecho ella para que prevalezca sobre mí? Y Catalina me dijo “Mariana es una amiga, una amiga especial”. “¿Especial en qué sentido?”, pregunté raudo. Y ella: Tú sabes, amigas especiales, amigas con privilegios. Y yo pensé ¡wooow!, ¡take it slow!, ¡qué rico!, ¡lo máximo de solo imaginar!, y luego le pregunté: ¿eres o no eres? Y ella me dice “soy lo que soy, me gustan las chicas, y también los chicos”.

Quedé perplejo, atónico, ya me entienden, ¡crispado! Cuando la clase finalizó, la gente se empezó a retirar y se formó un barullo del carajo y yo permanecía en mi asiento, cavilando, pensando mil cosas (mil cosas que incluían a Catalina). Y Catalina se puso de pie y ¡muak!, me metió un chape hermoso y me dijo que la invitación a mi casa quedaba pendiente, que tenía que irse, que algún día debería conocer a su amiga Mariana, que me caería chévere. Y yo sonreí y deje ir a Catalina, pensando que, a veces, la vida puede ser irresistiblemente prometedora.

lunes, 15 de marzo de 2010

Tú lo eres todo.

Doy un paso más sobre la autopista angustiosa, sobre el asfalto desolado, sobre esta madrugada incipiente. Miro en derredor y un vacio me angustia, y un vacio me conmueve. Cada paso es más profundo, más significativo, cada paso me aleja de ti y es por eso que cada uno es más intenso que el anterior, porque magnifica tu recuerdo, porque me hace recordar lo maravillosa que eres.

Tus calles, que voy dejando atrás, lucen vacías, no hay autos, no hay personas, no hay vida. Es tarde, lo sé, me lo dijiste antes de partir, por eso tuviste la generosidad de darme dinero para un taxi. ¿Otra prueba de amor?, ¿otra prueba de cariño?, no sé, dímelo tú, yo no tengo palabras para describirlo.

Sigo alejándome y las pinceladas de tu cariño se acentúan sobre el lienzo protervo que es mi alma egoísta; se acentúan y se enhiestan pronto, más y más, hasta impregnarme de tu candidez, dulzura y afecto, hasta erigir mi lienzo vacío en uno desbordante, en uno colorido, en uno que no puede ser el que yo logré por mis propios medios.

Tengo tu sonrisa rondando por mi memoria, tu sonrisa pueril, tu sonrisa que no es una sonrisa común, que es más bien un mohín único, un rictus sin igual que encanta, que me encanta, que te hace encantadora. Tengo esa sonrisa que aventuraste cuando nos despedimos, la que atrapé agazapado, cuidando que no me descubras, me la guardé cuando te inmortalicé con la mirada en un instante, en el instante preciso, cuando tú te reías.

Elevo la vista y atisbo nubes violáceas, cielos azules, rojos, púrpuras; creo estar viendo mi interior. En la mente trato de retrucar por tanta angustia, por tanto sin sabor, por tanta mierda que me conmina. Pero tú sabes, no eres tú, soy yo. Me detesto, me odio, me asqueo por equivaler decepciones, por significar incertidumbre, por sugerir acanallados sentimientos. Y luego la pregunta de siempre, ¿qué diablos hice para merecerte?

Trato de cerrar los ojos y no pensar en nada, estoy aturdido, camino a paso firme como un ciego que se guía por puro instinto y convicción. Cuando todo está oscuro es que algo melifluo me susurra, musita ante mí, es tu voz, la reconozco de inmediato. Me saludas, me pides un beso, te ríes conmigo. Luego me preguntas si te quiero. ¡Claro que te quiero!, te quiero de forma impensada, y sin embargo, no es lo suficiente, no es lo que merece alguien como tú, no lo es ni un poquito.

Un taxi dobla en la esquina y se acerca a mí apuntándome con las luces de sus faros. Lo siento, lo veo, me ciega la luz. A duras penas extiendo una mano y hago frenar al automóvil. Hablo un par de cosas con el conductor, negociamos un poco. Luego me encaramo en el carrito, cierro la puerta y me pego al cristal de la ventana. Veo tus calles pasar rápidamente ante mí y luego tú lo eres todo.