sábado, 10 de abril de 2010

Trovador de recamara.

Carla me llama al celular y me pregunta si estoy disponible para hacer algo. En un principio, la idea de verla me entusiasma demasiado, me emociona. De inmediato le digo que sí, que venga a buscarme para hacer lo que ella quiera –o lo que ella me deje hacerle. Ella me dice que vendrá a verme y, en efecto, a la tarde llega a casa y me sorprende con una botella de ron en la mano. “Para amenizar”, me dice.

El ron que trae Carla es de una marca considerablemente cara, sin embargo, poco me interesa que el suyo sea un trago caro, yo hace tiempo que le agarré alergia al ron: me da asco, me pone pensativo, me da resaca. Sin embargo, no le digo nada a Carla y finjo que disfruto cada vaso de ron con coca-cola que me sirve con hielo y cada cinco minutos.

El ambiente se va poniendo medio cagón: el ron me sabe horrible, siento que me empieza a doler la cabeza y que la libido se me está evaporando, y, además, Carla ha empezado a hablar como una lora, contándome cosas de su carrera y sus clases y sus compañeros y los cursos que está llevando en una casona mal pintada a la que alegremente llama universidad.

Como es predecible, el trago y la plática de Carla me bloquean y me embriagan y me dejan como un reverendo idiota, así, alunado, viendo a la nada. Luego mi acompañante deja de hablar y le sube el volumen al equipo de música y se arranca a bailar y a corear a Tego Calderón, mientras trata de besarme porque ya está borracha, y mientras me azuza a manosearla y desearla, y mientras yo pienso “oye, déjame en paz un toque, que el ron insípido y tu actitud fatua ya me llegaron al pincho”.

Me siento ofuscado, deprimido, ansioso, colérico, melancólico, pensativo, alunado, y todo lo resumo con una mirada perdida y con una postura silente. De pronto atisbo mi guitarra, que está a unos pasos nada más; la veo y siento ganas de tocar, siento ganas de cantar algo, lo que sea, de liberarme con ayuda de la música. Entonces le digo a Carla si quiere que le toque algo. Ella asiente y acepta entusiasmada, o fingiendo entusiasmo, y yo me arranco a tocar algunas de mis menos malas canciones.

Carla me escucha con creciente histrionismo y finge que le gustan mis canciones –ya saben que cuando uno chupa puede ser más hipócrita de lo esperado-, y luego me mete un agarre después de que yo le miento diciendo “esta canción la escribí para ti”, y mientras pienso ¡si las musas inspiradoras cobraran derechos de autor, mi deuda sería inenarrable!

Tras una retahíla importante de temas varios que le toqué a Carla, noto en ella un rictus inescrutable, un mohín algo exhausto, una mueca de “oye, ya cánsate, pues”, y notar eso me enfada y me frustra y me llega profundamente al pincho porque yo estoy tocando lo mejor que puedo y recitando mis letras lo más prolijo que soy capaz. Así que “te la comes”, pienso, y sigo tocando sin importarme sus gestos de chica coquera.

Me arranco a tocar una canción más, la cual tiene un coro que escribe la palabra “olvidar”, y eso fue el detonante de la noche, la oportunidad de Carla y mi declive como trovador de recamara. Carla se acerca a mí y, sin importarle que yo estoy desprevenido tocando mi cancioncita, arremete en mi contra propinándome una dolorosa bofetada, haciéndome, obviamente, dar un brinco y dejar de raspar las cuerdas.

¡¿Qué te pasa?!, le digo, ¡¿estás loca?!, añado. “Loco eres tú, por tocarme una canción del olvido, cuando yo estoy aquí, junto a ti”, alega ella. “¿Qué mierda hablas?, ¿qué tiene que ver la canción con nosotros?”, digo exaltado. “Eres de lo peor, un canalla, un hombre sin sentimientos”, dice ella, ebria, con marcado acento etílico. Y yo entiendo que todo ese espectáculo deplorable lo hace porque, en vez de tirármela, me puse a tocar guitarra y a cantar, y, claro, no encontró mejor manera de callarme que con su despecho.

Le digo a Carla que se largue y que se meta su botella de ron al culo. Ella me dice que soy una mierda, un cagón. Le digo que sí, que soy todo eso y más. Ella se va resentida, odiándome, prometiendo nunca más volver. Y yo regreso a seguir tocando mis canciones, cavilando y deseando encontrar a alguien diferente, alguien con sensibilidad, alguna chica más parecida a mí porque ya estoy harto de las chiquitas puteriles y pizpiretas y universitarias.
Algún día llegará. Lo sé. Una vez llegó y, en el peor acto de mi vida, la dejé ir.