lunes, 23 de abril de 2012

No Debes Extrañarme

Rumbo al instituto, aquel lunes de ambiente mustio y triste, sentía que podía colapsar en cualquier momento. Cada vez faltaba menos para ver a Melanie tras pasar un fin de semana lánguido y tedioso. En mi mente sólo rondaba la idea de que me sentía como una quinceañera en su primera cita, así, emocionadísima, ilusionadísima, saltando y retozando por las estragadas calles de la diezmada Avenida Arequipa.
Llegué a la academia y antes de entrar al salón peiné un poco mi cabello, el cual cada vez estaba más largo, cada vez me tapaba más los ojos, y siempre tenía que estar peinándolo hacia un lado, y entonces entré en cuenta de que Melanie tenía razón, en verdad parecía un Beatle.

Entré al salón con una sonrisa innegable, con una cara de “por fin estoy aquí”, con una actitud de “hoy ganamos, Nico, hoy ganamos”, y entonces paso al aula y me mando con un registro panorámico del lugar, y atisbo a la profe–gorda–pesada, a los chiquillos apirañados y a las muchachas morenitas–feítas–cola–de–caballo, y entonces ¡coño, Melanie aún no llega! Así que mi sonrisita ganadora se va disolviendo y me siento medio idiota parado en frente de la clase, y para colmo la profesora –que, había olvidado, debe estar dolidaza por el desplante que le hicimos Melanie y yo hace un par de clases–, agarra y, vengativa, me dice: “oiga, alumno, qué pasa, está perdido o qué”, insinuando que nunca me ha visto, insinuando que no sabe qué carajos hago yo allí, en su clase cagona y mediocre. Odio en silencio a la profesora, pero uno tiene que guardar la compostura, uno tiene que demostrar su educación después de todo, así que vuelvo a mostrar una sonrisilla pícara y levanto las cejas como diciendo “hola, hola, qué tal, profe”, y paso a sentarme al fondo del aula que huele a indio muerto, caramba, por eso ni bien me siento empiezo a abrir las ventanas que hay atrás de mí, porque los desconsiderados y kamikazes alumnos del curso estaban macerándose, encerrados entre cuatro paredes con las ventanas bien cerradas.

Superado el tema de mi ingreso al aula, aguardo con poca paciencia a que llegue Melanie. La espero moviendo los pies como un loco, mordiendo mi lapicero, comiéndome las uñas, y al borde de sufrir un ataque nervioso. Y es que así no es, pues, uno ha esperado con toda la calma del mundo dos días enteros para ver a la chica de sus ojos, y la muy malvada no aparece y ya pasó como cuarenta minutos de empezada la clase y es lógico que esté saltonazo comiéndome las uñas, ¿no?
Mientras me encuentro frisando la condición de orate, me doy cuenta de que no han sido pocas las veces que he deseado fumar marihuana mientras me sentía intranquilo. Así también, confirmé que deseaba tanto meterme coca, que si alguien me hubiese facilitado una línea, la aspiraba en el salón delante de la profesora y ante la mirada atónita y veleidosa de mis compañeros, sin importarme nada más que el hecho mismo de aspirar ese edulcorante del alma.

La profesora deja algunos ejercicios, saca a algunos alumnos a la pizarra, en una ocasión me llama a mí al frente. Le digo que paso, que no sé el ejercicio que me está conminando a realizar. Ella suspira adusta y murmura diciendo que no sabe qué hago en su clase, para qué asisto. Yo no le hago caso, no me interesa responderle, a mí sólo me interesa y preocupa la ausencia de Melanie, su asiento vacío, su obvio desinterés por volverme a ver. Me decepciono pensando que fui el único que contó las horas para reencontrarnos.
Suena el timbre, la clase terminó. La profesora nos despide y luego el salón se va despoblando hasta que luce vacío, decadente, con una sola carpeta ocupada, la mía, con mi frustración, con mis ilusiones garabateadas, eso es lo que hace decadente el salón: yo.

Extracto de la novela "No Debes Extrañarme" (abril 2012)