martes, 24 de mayo de 2011

Extracto de la novela "Afiebradas Bajezas"

Entro distraído al Rendal, un pub venido a menos en el corazón de Barranco. El dueño del pub es un gordo y viejo ex rockero que siempre anda contratando bandas amateurs para que alegren el ambiente de su local. Esta vez, no sé si acertadamente, ese gordo ex rockero nos ha contratado a nosotros para realizar tan noble tarea: la de amenizar al público concurrente, es decir, tocar algunas cancioncillas para los borrachines y coqueros que pululan por los bares de mala muerte en Barranco.

En la banda somos tres. Pablo, un gordillo graciosón que revienta la batería; Roberto, un patita callado y con cara de lápiz que toca el bajo, al cual apodamos el indio; y yo, el chico pelucón y alunado que toca la guitarra y canta –o que intenta hacer dichas cosas, o que se las ingenia para que perezcan dichas cosas.

La banda se llama Aeroplano, pusimos el nombre antes de una presentación, apurados porque nos exigían un apelativo para figurar en la lista de bandas que tocarían aquella noche. Somos Aeroplano, dije, y me sentí un idiota, un cagón, sonó horrible, no es como decir “we are Incubus” por citar un ejemplo. De todos modos nos quedamos con el nombre más por flojos a buscar uno nuevo que por puro gusto.

Los instrumentos están encima de una tarima endeble que al pisarla siento que me voy a caer de bruces en cualquier momento. Gordo tacaño, pienso, te pasas de pendejo con tu escenario de triplay.

Los chicos y yo afinamos nuestros adminículos y nos ponemos a tocar algunos covers, a aventurar alguna versión machacada de los Beatles, y luego poco a poco el local se va llenando de pelucones y chicas vestidas de negro, y de gente que apesta a trago y de toda la bohemia frustrada de nuestra Lima querida.

Tocamos y tocamos canción tras canción alucinándonos rockeros famosos y respetados, sin embargo yo no me siento entusiasmado, me queda claro que hacer música en el Perú no es un buen negocio, si no más bien un entretenido pasatiempo. Nada más.

¡Don´t let me down!, canto, ¡don´t let me down!, repito, y todo el respetable público de fumones canta conmigo mientras se bajan un vaso más de cerveza. Luego dejo de cantar unos instantes, me callo para escuchar la voz del pueblo, pero dicha empresa se ve interrumpida por la voz áspera del indio Roberto que, con un inglés bastante chapucero canta ¡dunt lit mi daun!, causando de inmediato la risa malvada de los presentes, la burla constrictora de la audiencia que lo señala y le gritan de todo al pobre indio. “!Anda métete a clases de inglés, oye!”, “!regresa a tu chacra mejor!”, “!sólo toca y cállate, oye, pezuñento!”. Y entonces el indio Roberto no puede más, su dignidad ha sufrido un grave detrimento, el indio deja el bajo a un lado y se lanza del endeble tabladillo hacia la gente burlona, cayendo encima de dos o tres parroquianos.

Volteo a ver a Pablo y no sabemos qué hacer, allá abajo se ha armado una bronca de la gran puta, el indio Roberto esta midiéndose a manazos con un par de tipos que osaron sacarle en cara su magro manejo del idioma anglosajón. El gordo dueño del local se abre paso entre la gente y, apelando a su tamaño y volumen, separa como un oso al indio de sus rivales y agresores, porque, valgan verdades, si el gordo no los separa, al indio lo dejan como cuy chactado. Así que el gordo los separa y se lleva a los burlones no hacia la calle, no señor, ese gordo tampoco es cojudo, así nomás no larga a sus clientes; el puta los lleva más allá a una mesa y los conmina a que le compren trago para que puedan quedarse. Los muchachos son obedientes y le compran dos jarras de cerveza al gordo negociante.

El indio, por otra parte, estoico como él solo, se vuelve a encaramar al escenario, se cuelga el bajo otra vez y nos incita a seguir tocando. Estás sangrando un poco de la nariz, le digo, al ver un hilillo de sangre bajando hacia sus labios. Sigue, sigue nomás, me dice el indio Roberto, apurado por reanudar el show. Al ver que Pablo y yo estamos algo azorados por lo ocurrido, es el mismo indio Roberto quien pone manos a la obra: acomoda bien su micrófono, se soba las manos, carraspea la garganta y se arranca a cantar una canción de los Bee Gees en algún idioma espurio que sólo él sabe a dónde pertenece. El público suelta a reír, se regocijan, se ríen del indio y también con él, y al final el más feliz es el gordo y viejo ex rockero dueño del local, porque el indio ha logrado el cometido de nuestra presencia en este antro, generar venta de trago y entretener bonito a la gente.

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sábado, 14 de mayo de 2011

Pequeños Placeres.

Comer las migas briosas de un pan recién horneado, dejando para los tardones un cascarote medio quemado y sin gracia, eso lo hacía desde niño, es una de las primeras rebeldías que me recuerdo. Ser políticamente de izquierda porque todo el mundo es, y está de moda, ser de derecha, es una de las últimas que se me viene a la mente.

La vida puede ser corta o larga, pero asumo que sólo será buena si nos dejamos llevar por los peligrosos, azarosos, asombrosos e imprecisos caminos de los pequeños placeres que están ahí, en nuestro entorno, en derredor, en dormir con la televisión prendida, en bajarte del colectivo sin pagar, en levantarte cinco minutos más tarde, en sacarle la vuelta a tu enamorada.

Debo decir que, pensándolo bien, los pequeños placeres terminan por ser “los grandes placeres”, y por tanto los que, al final, dictaminan si una vida fue buena o no lo fue.

Recuerdo algo, hace poco conseguí un trabajo, y dejé atrás un largo período de noctambulo escritor y vagabundo diurno, para ser un oficinista de corbata, camisa y oreja sin arete. Ese paso lo asumí como una rebeldía hacia mí mismo, por tanto fue una victoria y un placer esa mudanza de carácter, rutina y vestuarios.

A los pocos meses, ahíto totalmente de toda responsabilidad para con la pujante empresa que contrató mis servicios, decidí darme un nuevo placer (y si acaso uno de los más conspicuos que me recuerdo), y consistió en visitar al jefe en su oficina, discutir sobre cosas mías y cosas suyas, y finalmente decirle cara a cara, de tú a tú, que renunciaba, que gracias por todo, que no, que ahí nomás, que no quiero pensarlo bien.

Siempre encuentro, por ejemplo, un placer sórdido al darle la contra a alguien, a alguna persona, a alguna conversación, a alguna idea, a algún argumento, por más verídico y sustentado que fuese, siempre es rico llevar la contra y jugar a ser abogado del diablo. Me gusta, debo admitir, ver a los demás irritarse, enfurecerse, encolerizarse, sufrir y terminar por explotar, angustiados por no poder convencerme de sus ideas. Es una forma linda de sentirte más listo que el resto.

Es un gratísimo placer hablar de lo que no se sabe. Es grato y muy útil. Siempre encuentro circunstancias, conversaciones, entrevistas, tertulias, donde se habla de no sé qué, de política internacional, o de autos, o de futbol, o cosas por el estilo que no sé o sé muy poco. Pero si hay algo que sé, es que nadie sabe nada, que nadie sabe todo; por eso, siempre intervengo en las discusiones e invento nombres, lugares, acontecimientos, hechos tragicómicos, los mismos que siempre me hacen quedar como un tipo bastante culturizado.

Sabrán disculpar la confidencia, pero sobre placeres debo decir que no hay como hacer el amor sin usar engorrosos-apestosos-malhadados profilácticos; comer muchos chocolates en diferentes horas del día; flirtear y calentarse; hacer muchas visitas al Mc Donalds; acudir a lugares varios en calidad de invitado; dormir cuando el sueño dicte y perder la noción del tiempo; cholear a alguien, negrear a alguien y sentir que eres mejor que algún otro.

Finalmente la conclusión previsible: vivir sintiendo el placer recorriendo nuestros cuerpos, sentir ese vientecillo acogedor cuando gozamos y hay una alegría perversa en nuestro ser, como me sucedió al escribir dos libros, dos nada menos, a los que yo les digo novelas cuando en realidad son catarsis, testimonio, biografía y venganza.

Recuerdo que una vieja enamorada se molestó conmigo porque leyó el manuscrito de mi segunda novela y casi me la tiró en la cara, enfurecida, alegando que en ella hablaba de un romance entre su mejor amiga y yo. Obviamente, indignado, negué todo y reclamé que ponga en tela de juicio mi capacidad creativa, pero en el fondo gocé paladeando que haya advertido todo y que haya conocido más de mi pasado clandestino.

Hay que regalarse un poco de placer, y el momento adecuado es ahora, ahora o nunca, pensemos, pues el mañana siempre será una ruleta rusa. Y, al final, una frase que me encantó y conmovió “hoy puede ser el mejor día de tu vida, si así lo quieres”.