sábado, 16 de enero de 2010

Soy un imbécil

Estaba caminando por ahí, perdido en una noche bulliciosa y decadente, regresando de ver a mi ex enamorada, ex porque fue mi enamorada hasta esa noche, porque me venía de su casa donde peleamos y yo por fin me animé a decirle que me llegaba al pincho, que era una loca posesiva, y donde ella me dijo que yo era un imbécil, que sólo la quería para tirar y para que me preste plata de vez en cuando, y todas esa cojudeces que siempre te dicen y que, caramba, nunca dejan de ser verdad.

Entonces estoy caminando así, distraído y a la vez perturbado, perturbado porque no tengo plata como para divertirme en este sábado cagón, hasta que doy a parar a una callejuela atiborrada de discotecas de mala muerte, es una calle llena de bulla y de chicos y de chicas y de ganapanes que te tocan el hombro y te dicen “pasa por acá, flaquito, esta discoteca es la mejor, pasa, pasa”, y uno piensa “a tu mamá dile que pase”.

Camino recorriendo cada antro pobretón, cada seudo discoteca, y les voy tirando un vistazo de soslayo, pensando que, después de todo, no me vendría mal meterme a alguna, no sería tan descabellado pasar, chequear hembritas y por ahí, con algo de suerte, levantarme alguna. Y así estoy, cavilando malamente, hasta que, con pasos decididos, me sumerjo en una de las discotecas truculentas y le sonrió al pobre hombre que me hace una reverencia al entrar y me dice “adelante, flaco, adelante, la barra está al fondo”; y yo pienso “si supieras que sólo he venido a fisgonear no serías tan amable, cabrón”.

Entro a la discoteca, doy un pequeño paseo, como escudriñando el lugar, detecto a una que otra chiquilla agraciada, pero son muy pocas la verdad, la mayoría son chicas que, pienso yo, deberían cobrarle un sueldo a las cervecerías, porque para terminar agarrando con ellas uno debe de bajarse, por lo menos, medio jonca de chelas, así que ¡qué mejor estrategia de ventas!, a esas esforzadas muchachas alguien las tiene que remunerar, digo ¿no?

Luego saco a bailar a una chica que me resulta bastante atractiva y felizmente ella acepta encantada y zafamos a la pista de baile para ganarme un poquito con ella mientras nos movemos pegaditos soliviantados por el reggaetón. La chica me dice que se llama Pilar y que ha venido con un grupo de amigas, a celebrar el cumpleaños de una de ellas, y yo noto que Pilar ha estado celebrando desde hace rato porque huele a trago y porque me mira con fruición y se nota a kilómetros que ha tomado.

Después de bailar incansables minutos, Pilar me invita a su mesa, me dice que la acompañe para seguir conversando, que le he caído bien. Entonces vamos hasta donde están sus amigas y Pilar me presenta y yo noto dos cosas al instante: una, que las amigas de Pilar son de inferior belleza a la de ella; y dos, que tienen varias jarras de cerveza en su mesa, así que ¡a chupar gratis!

Efectivamente, me sirven vasos y vasos llenos de cerveza y yo muestro una sonrisa ladeada, mi cara de niño bueno e inofensivo, y les digo “gracias, chicas, se pasan”, y ellas se ríen y Pilar acerca su silla a la mía y nos acaramelamos un montón, nos tomamos de las manos y todo, y para redondear la noche de una buena vez le digo al oído “me gustas”, y ella me mira ladina y me mete un chape que ¡coño, si quieres puedes dejar algo para después, ah!

Cuando la noche ya menguaba, cuando ya todo lucía en muere, una de las amigas de Pilar se nos acerca –porque nosotros estábamos chapando en un rincón de la discoteca-, y le dice que ya se van, que se despida de mí. Entonces yo le susurro a Pilar diciéndole “quédate, deja que se quiten tus amigas”, y ella “pero luego cómo me voy, ellas me van a llevar a mi casa”, y yo “pero aún no quiero que te vayas”, y ella “entonces les digo que se vayan y tú me llevas a mi casa”, y yo “ya, perfecto, bótalas”. Así que Pilar se va a reunir con sus amigas y les dice un par de cosas y luego regresa y me dice que ya está, que se quedará conmigo, y luego me mete otro agarre endiablado.

El problema fue que Pilar supuso que yo la llevaría a su casa, costeando los respectivos pasajes en taxi, mientras que yo pensé que mi función sería la de un acompañante, no la de un auspiciador, así que, enterada de este disenso de ideas, Pilar se molestó conmigo y me dijo que yo era un imbécil, que ahora no tenía como irse a su casa, a lo que yo respondí “tomamos un taxi y lo pagas en tu casa, pues”. Pero a ella no pareció gustarle mi idea, o que mi compañía esté incluida en ella, así que zafó de la discoteca y me dejó ahí, sentado, pasmado, obnubilado, dándole vueltas a la palabra “imbécil”, que había recaído sobre mí varias veces esa noche.