martes, 28 de diciembre de 2010

Noche Buena.

Valeria me busca entrada la tarde. Ha sido un día bastante agitado, digo, bastante agitado para la gente en las calles, para los afanosos viandantes que corren a comprar regalos –más precisamente chucherías-, y comida –más precisamente pavos horneados a la volada-, y los malditos cohetones –más precisamente esos tremendamente bullangueros con los que tantos niños se han mutilado últimamente-, para pasar sus “noches buenas” con la familia y demás coterráneos.

Le abro la puerta y Valeria me saluda con su amplia sonrisa de siempre, la sonrisa de un ángel, y mientras entramos a mi habitación todo me parece tan raro, tan sacado de algún sueño improbable: ella y yo entrando a mi pequeña, pequeñísima casa nueva, a la que recién me he mudado –contra mi voluntad-, dejando atrás el departamento donde viví los últimos tres años de mi vida; donde aprendí a vivir solo; donde escribí tres preciosas –aunque no sé si buenas- novelas.

Cuando entramos a mi habitación, Valeria me da algunos lindos presentes que traía agazapados en su bolso. Yo, que también le tenía una sorpresa, le entrego un disco majestuoso de los Reds –grupo con el que Valeria se ha sintonizado de una manera alocada, y yo feliz porque ese grupo es, en mi humilde opinión, la más sublime representación de la música de mi tiempo.

Valeria es muy sentimental, muy emotiva, muy franca en sus reacciones, por eso, cuando yo le entrego mis presentes ella rompe a llorar y me lo agradece como una niña visitando Disney, así, con su carita achinada y sus rulos dorados iluminando mi empobrecida casa.

Ella y yo, nostálgicos, emocionados, nos abrazamos y luego hacemos el amor de esa manera tan dulce y salvaje como solo es con ella y conmigo. Y nos entregamos a esa afiebrada pasión por horas, hasta que llega la noche y los sonidos de los cohetones se arrecian y forman una retahíla inenarrable, una retahíla que advierte que la natividad está pronta, muy pronta.

Veo mi celular y son casi las doce, y luego las doce, y luego pasadas las doce; y Valeria y yo pasamos la navidad juntos sobre la cama de mi bunker, alejados de nuestras caóticas familias, del caos de ambas, de la suya infestada de decepción, de la mía infestada de inquinas. Y la pasamos abrazados, escuchando las psicodélicas canciones de los Red hot Chili peppers, y comiendo las ricas galleticas que ella me ha horneado, y yo sujetando la linda versión de La Muerte en Venecia que ella me obsequió, y ella abrazando el peluche de La Rana René que yo le di.

Así pasamos navidad juntos, encerrados a oscuras en mi bunker, hablando y divagando y filosofando sobre la vida que es una mierda en tantos pero tantos aspectos, en todo que está mal, re mal, y en que nada vale la pena más que nosotros dos en ese instante, ella fumando su cigarrito de siempre y yo fumando mi rica weed de toda la vida.

Los cohetones siguen reventando al unisonó, las gentes se abrazan y se aman y cantan alrededor de sus árboles decorados, y yo ahora los comprendo y entiendo, porque Valeria y yo hicimos de nuestra navidad la mejor de las navidades.

viernes, 10 de diciembre de 2010

El incomprendido

Salí de casa entrada la noche, había tenido un día bastante lánguido, más bien aburrido, gastado entre siestas y lecturas anodinas. Me convencí de salir un rato, a donde sea; últimamente ese es un plan contumaz en mí, últimamente lo más divertido de mis días es salir y vagar por donde me plazca, como hoja que baila al viento.

Caminé con las manos en los bolsillos, viendo el caótico tráfico, y la caótica imagen de niños mendigando una propina. Miré a algunas chicas lindas que caminaban por ahí, y miré con mayor atención sus cuerpos preparados para el verano prometedor. Traté de no cruzar miradas con nadie, traté de dar la imagen de un bohemio, de un indiferente, y recordé la magnífica canción de Kevin Johansen, El Incomprendido, con su frase “cree que lo observan, pero nadie lo ve”.

Pronto pasé de soslayo por una galería de arte en San Isidro, se veían varios autos lujosos afuera, gente bien vestida y elegante entrando al lugar, era obvio que algo grande se estaba realizando. Sin nada mejor que hacer, me convencí de ir a fisgonear un rato. Corregí mi postura y caminé hecho un intelectualón con clara pretensión de entrar a la galería, pero pronto un guardián, vestido con un terno gastado, me saltó en frente.

“Joven, su invitación”, me dijo, cortándome el paso. “¿Qué invitación?”, le dije, haciéndome el ofendido, el vejado, el que se amarga porque le hacen roche en la puerta de la galería. “Aquí se entra con invitación, joven”, me dijo el guardia, con claras ganas de no dejarme entrar. Entonces, tratando de no irme derrotado, o al menos no de una manera tan burda, me jugué una última carta.

“Profe, me he olvidado la tarjeta, dejé la invitación en mi casa”, le dije, ya más amigable, tratando de que dejemos todo en un ambiente cordial. “No, no , no, joven, acá con entrada es”, dijo el sujeto, claro en su posición. Odiándolo por dentro, le dije: “profe, mi nombre está en la lista, busca si deseas, me llamo Ramiro”, y luego traté de entrar mientras el guardián parecía confundido. “¿Ramiro qué?”, preguntó mientras ojeaba un folder lleno de hojas. “Ramiro Prialé”, le dije, sólo por decir algo. “!Ramiro Prialé!”, repitió él, “sí, sí, me suena, ah”, dijo amigable, “sí, me suena, pase, pase, joven”, añadió saliendo de mi camino.

Riendo entre dientes, entré a la galería y me puse a atisbar con cuidado los cuadros que se exhibían, sin embargo, pronto me aburrí porque el lugar era un enjambre de viejos y viejas que pululaban y chismoseaban cosas realmente fatuas, presumidas.

Hasta que una de las viejas, que era la esposa del alcalde de San Isidro, madre de un actor famoso en el sufrido Perú, hizo sonar una campanilla y espetó: “a ver, a ver, hora del brindis, ¡a brindar por ésta fabulosa presentación!”, y de inmediato aparecieron en la galería un sinnúmero de mozos bien al terno, con bandejas llenas de copas de vino y champagne.

“¿Caballero, gusta una copa de vino?”, me preguntó uno de los mozos. Detesto el vino, pensé, me cae mal, me emborracha al primer sorbo; sin embargo: vino gratis, era vino gratis. “A ver, una copita”, le dije al sujeto. Él, bastante servicial, me alargó una copa de vino tinto haciendo una reverencia. Así que, entre vista y vista a los cuadritos sibilinos que se exhibían aquella noche, me iba bajando mi copita de vino así, tranquilazo nomás, haciendo un rictus de asco a cada sorbo, pero tratando de guardar la compostura y poniendo cara de “qué rico es ser un intelectual”.

Algunos tragos de vino después, sentí la cabeza tan pesada que pensé me tumbaría al piso rompiéndome el cuello, sentí los pies gráciles y la mirada perdida. Avancé a duras penas por la galería, ganándome algunas miradas de perplejidad por parte de la distinguida asistencia, y luego traté de buscar la salida para zafar rápido, antes de terminar vomitando en plena conferencia de pitucos.

“¿Se va, joven?”, me dijo el guardián de la puerta, al verme saliendo a la carrera. “Ya vengo, he dejado mal estacionado el carro”, le dije a la volada. Caminé medio en vilo, tratando de recomponerme del mal rato y del mal vino, porque, coño, ese vino era algún líquido espurio, alguna versión truculenta del buen vino argentino. Así que caminé y llegué al siempre fresco parque Olivar, que aquella noche lucía terroríficamente inspirador. Ese bosque lucía más oscuro que nunca, con los faroles alumbrándolo apenas, dándole ese toque macabro y hermoso.

Me senté en una de las bancas y me arrellané hasta hallar quietud, hasta que las cosas a mi alrededor dejaran de moverse. La noche estaba tranquila, silente, era el parque, la luna y yo, recostado sobre la banca en busca de algo de paz. De pronto, escucho una retahíla de sonidillos agudos cerca de mí. De inmediato me pongo en alerta, pasmado por esos ruidos extraños.

Pronto entro en cuenta de que parecen ser chirridos, parecen gritillos minúsculos saliendo de algún lugar cerca a mí. Es entonces cuando, tras ver hacia abajo, a mis pies, veo, con terrible perplejidad y miedo y pánico y nauseas, dos ratas negras y gordas, paradas ante mí, con clara intención de atacar.

Las ratas chirriaban y saltaban de atrás para adelante, como nunca había visto actuar a un roedor. Mostraban sus dientecillos afilados y tremebundos, sus colas peludas y sus patas enrojecidas. Mentalmente conté: “1,2,3…” y luego me levanté de la banca de un salto y corrí y corrí, corrí como un enajenado, sin detenerme, sin mirar atrás, sin titubear; pensando que las ratas me seguían, que corrían tras de mí.

Aquella noche terminé corriendo a empellones por los frondosos pastos del Olivar. Azuzado por la presencia imaginaria de las ratas dentro de mis pantalones, de mi suéter, de mi cabello incluso. Y corrí al mismo tiempo que iba sacudiéndome todo, como un psicópata. Imaginando, finalmente, que quizá lo que vi fueron dos ramas secas en el piso, y el vino birlado en la galería me hizo alucinar como un orate, del mismo modo que, ahora, me hacía correr a sacudones, como un incomprendido que cree que lo observan, porque de seguro lo están viendo hacer el ridículo.