martes, 30 de noviembre de 2010

Valeria, mi linda Valeria.

Tengo grabado en la mente, con una nitidez y exactitud extrañas en mí, el momento preciso cuando vi por primera vez a mi amada Valeria. Fue en la última noche de un año agonizante, en el pródromo del ingreso de un año nuevo. Ella y yo coincidimos en una reunión improvisada e improbable, organizada por personas que no teníamos mayores planes para pasar el año nuevo. Qué tremebunda me suena ahora la idea de que la haya conocido así, en algo tan casual y endeble, en una reunión a la que casi no voy por quedarme en casa escribiendo y comiendo pizza, recibiendo ensimismado el 2009.

Aquella noche, yo tenía claro que si debía terminar entremezclándome acaloradamente con alguien, esa debía ser ella, Valeria. Largamente Vale era la más linda de esa noche, y de muchas otras noches que yo había vivido.

Pienso que ella también tenía claro que quería pasarla bien conmigo en esa reunión. Ella fue quién me abordó y se sentó a mi lado, y, tan diligente, hizo que mi tarea por abarcarla sea una fruslería, un juego de niños. Así que, en efecto, la abarqué y terminamos besándonos en muchos ambientes recónditos de la casa donde estábamos.

Si algo me preocupaba e interrumpía las encomiables escenas entre ella y yo, era que esa misma noche, la noche de año nuevo, Andrea, mi enamorada, estaba confiada de que yo me había quedado en mi departamento escribiendo sacrilegios y engordando comiendo pizza full meat de Papa John´s (que era la pizza que Andrea siempre me compraba).

Nunca me puse en los zapatos de Valeria, no me interesó demasiado lo que ella pudiese llegar a pensar si se enteraba de que yo tenía enamorada. Y es que lo nuestro era algo en ciernes, algo momentáneo, y seguramente ella también escondía en sus recuerdos a algún novio o amante.

Mientras Valeria y yo nos besábamos acaloradamente, y yo, siempre un pervertido, me aprovechaba minuciosamente de su cuerpo y de su estado alcoholizado por el siempre felón vodka, me era una piedra en el zapato recordar a Andrea y los escombros de la lealtad que yo le había jurado alguna vez.

Mientras Valeria y yo nos besábamos acaloradamente, me era inevitable no cavilar e imaginarme con ella para siempre, para toda la vida. Mientras la besaba e iba recordando el sabor de sus labios, también pensaba en lo lindo que sería estar con ella, hacerla mía, pedirle que esté conmigo para pasarla así de maravilloso todos los días.

Recuerdo que, ya avanzada la noche, con cientos de tragos de vodka agridulce en mi ser y en el de Valeria, ella se recostó en mis piernas y casi llegué a creer que caía rendida en un sueño profundo. No pasó ni cinco minutos de eso, cuando sus amigas detectaron que yo la acariciaba como un orate mientras ella permanecía recostada sobre mí, así que de inmediato las amigas (que eran dos) se llevaron a Valeria y la dejaron durmiendo en uno de los dormitorios de la casa.

Alcoholizado y encabronado, odié en secreto a las infames amigas, pues qué se habían creído para venir a cagarme la diversión, a arruinarme los planes. Luego de bajarme varios vasos más de vodka, entendí que las amigas eran eso: amigas, y que habían hecho lo mejor para Valeria.

De pronto, entre esos flashes de borracho que uno recuerda borrosos a la mañana siguiente, rememoro los instantes cuando –en distintos momentos-, las amigas se me acercaron y me empezaron a hablar no sé qué cuernos, no sé qué banalidades, no sé qué disparates, pero lo que recuerdo de forma más exacta era la cercanía con la que me hablaban, la intrepidez con la que me susurraban al oído, y la clara y abierta predisposición que me mostraban a que yo les meta un intercambio de lenguas bravo.

Al día siguiente mis amigos me contaron que una de las amigas terminó besándome y que la otra no lo hizo por falta de tiempo. Yo, obviamente, no recordaba nada, todo era incierto y confuso, y ni tan siquiera llegaba a recordar el nombre de la linda Valeria, a la que me refería como “la chica riquita a la que me agarré”.

Sin embargo, muchas cosas de ella no me eran esquivas, su rostro, sus besos, el olor de su cabello, esas cosas me marcaron porque las amé desde un principio, porque su sonrisa se tatuó en mí desde aquella noche cuando la vi por primera vez, cuando la vi caminando distraída con su polito verde y sus shorts negros y su carita de ángel, desde esa noche en que entraste a mi vida, Valeria, mi linda Valeria.

domingo, 7 de noviembre de 2010

El sueño americano.

Cuando era muy chico, un niño atontado y silente, y veía por la recién llegada televisión con cable algunos programas estadounidenses, de esos que muestran la vida sosegada y relax y cool de la gente en el norte, como esas series que te susurran que la vida misma en América es una rosada comedia romántica, recuerdo que se anegaba de ilusiones mi mente y volaba en el imaginario de mi inconsciencia a soñar que me gustaría vivir en Estados Unidos.

Más o menos, por esos tiempos, recuerdo que soñaba también con ser actor, por recrear personajes ficticios y vivir en mundos ajenos. Recuerdo que me entusiasmaba la idea.

Con el tiempo –el verdugo de ilusiones-, entendí que mi destino –mediato- está acá y no allá, es decir, que no viviría en Estados Unidos porque acá forjé mi vida, y porque no sé hablar inglés, y porque no tengo visa, y porque terminado el colegio mi padre me obligó a ingresar de inmediato a la universidad (pagando por lo bajo para ingresar sin dar examen de admisión) y entonces, claro, mi camino defirió de mis sueños de niño y me preparé para vivir aquí y no ser actor.

También desde niño, desde que era un primarioso, me apasioné no sólo por los programas de nickelodeon y por ser actor, sino por descubrir, indagar y sumergirme en una exploración desaforada por el sexo y por todas esas prolongaciones del deseo que tanto sentido le dan a la vida como la conocemos.

Mientras pasaba el colegio, me adiestraba cada vez más en el arte de la sexualidad y en el duro pero satisfactorio oficio del autoservicio, analizando al milímetro cantidades de escenas triple equis que veía en los canales de cable estadounidenses, donde me rompía el ojo atisbando californianas sumiéndose en bajezas.

Cuando perpetré mi inauguración en el terreno físico-sexual, o sea, en el choque real cuerpo a cuerpo con una chica, cometí cada paso tal y como había aprendido viendo a los musculosos de las películas porno. Traté de emularlos y, a mis trece años, creo que le dejé una buena impresión a la vecinita que me acompañó aquella tarde de estrenos.

Tres años después ingresé a la universidad, y cinco años después la terminé, y todos esos años estuve secundado por un instinto lascivo de temer, el cual me obligaba a frecuentar encuentros disparatados y efervescentes que contribuían a mi curriculum sexualum . Siempre, a la par, veía agazapado las mal llamadas películas para adultos, sometiéndome a rigurosas escenas onanistas cada noche.

De pronto siento que todo tiene sentido, y que las cosas que uno vive no surgen de la noche a la mañana, sino todo lo contrario, se lucubran en determinados momentos para luego pasar de ser de una gota de agua a un océano inmenso, de una semilla a un árbol frondoso, cosas por el estilo.
Cuando terminé la carrera me dediqué a escribir y me apasioné tanto por ello que queda fuera de lugar y discusión las ideas de mi niñez de ir a Estados Unidos y ser actor.

No tengo la dicha de formar parte de la PEA (población económicamente activa), pero sí de la mucho más exquisita PSA (población sexualmente activa), por lo que me esfuerzo a diario por no dejar de pertenecer a tan selecto grupo. Sin embargo, por más de que con orgullo y placer pertenezco a la PSA, soy también amante fiel de la autoayuda, y no por tener encuentros afiebrados con féminas dejaré de ver videos de californianas sumisas en la web.

Entonces, en las madrugadas, cada vez que culmino suspirando con mis sesiones de videos de gringas esculturales, pienso con nostalgia que mi sueño de niño no es tan descabellado, no es tan utópico. Siempre termino pensando que me encantaría protagonizar aquellos videos y, si acaso, me paguen en dólares por ello. Eso es algo que inevitablemente me viene a la mente tras un orgasmo manual.

Por último, qué irónica me sienta la vida, pensando que los deseos pueriles que invadían mi cabeza en la infancia hoy están más vigentes que nunca: vivir en Estados Unidos y ser actor, ¡claro que sí! Protagonizando ese cine tan sufrido y abnegado que es el triple equis.