sábado, 19 de julio de 2008

Dulce Nota

Era de carácter obligatorio en el colegio, en primero de secundaria, llevar el curso de “Música”. El encargado de dirigir esta tarea anegada de arte era el profesor Oswaldo Carretero, un señor estragado, de edad avanzada, la cara llena de arrugas, moreno, el pelo cortísimo y el cuerpo flaquísimo y además famoso por ser mano derecha del director y orgulloso patriota, yo me levanto todos los días a las 5 de la mañana y lo primero que hago es cantar el himno nacional solía decir.
Aunque el curso se llamaba Música, el profesor Oswaldo solo nos enseñaba a tocar flauta dulce, quizá era lo único que él sabía tocar, pero lo que definitivamente no sabia era tener paciencia, él era muy estricto, se desesperaba fácilmente cuando algún alumno no agarraba bien la flauta o no la soplaba con presteza, Agárrame bien la flauta oye gritaba, los ojos saltones y todos en la clase nos matábamos de risa, porque él siempre que le gritaba a algún alumno exponía palabras con un doble sentido que se perdían por el lado sexual.
Pero su carácter recio y burlón a la vez no le salían gratis, pues se ganaba rápidamente el encono y la animosidad del alumnado de aquel pundonoroso colegio, haciéndose merecedor de los más malvados apodos: Flautita –En alusión a su magro cuerpo -, hombre rata, descuido, el papá de alf, eran solo algunos de los tantos sobrenombres que tenía el temido profesor Oswaldo.
Un día pasó algo singular. Regresábamos del recreo y nos tocaba Música, como era costumbre en ese curso, sea la hora que sea y el día que sea, antes de sacar las flautas dulces y ponernos a hacer bulla, el profesor Oswaldo hacía que todos nos paráramos en posición de firmes y cantemos el himno nacional, un...dos...tres...canten gritó y todos empezamos a cantar ese himno chapucero, sin embargo Juancito Peña, conocido por ser el payaso de la clase, era él pequeño, cabello trinchudo, moreno y fastidioso como él solo, Juancito en vez de cantar el himno nacional que todos conocemos, entonó su propia versión improvisada del himno y no escatimo en musitar su enhiesta lírica sino más bien la cantó fuerte y con un sonsonete burlón, somos libres, seamos, de la flauta y del flautita. El profesor Oswaldo que se encontraba al otro extremo del salón , los ojos saltones, la cara roja, se acerco a pasos agigantados al lugar de Juancito , se paró frente a él , lo atisbo con un odio rotundo y acto seguido, azuzado por el rencor, le propino una cachetada que sonó como un aplauso, en ese momento todos dejamos de cantar solo mirábamos atónitos lo ocurrido, que te has creído oye tu pedazo de imbécil, le dijo dejando caer unas gotas de saliba mientras hablaba, Juancito , que permanecía parado con una mejilla rojísima, sollozando, echada a perder la raya al costado que lucía su cabellera, porque tan rotundo fue el golpe de el profesor Oswaldo que dejó despeinado a Juancito, ya te jodiste flautita, esto no se queda así alcanzó decir Juancito antes de salir corriendo seguramente a acusar la agresión al director. Yayaya déjense de cosas, me sacan el instrumento y se me ponen a soplarme la flauta dijo el profesor Oswaldo con un aplomo único, como si nada hubiera pasado y se seguía permitiendo esa dualidad jocosa en sus palabras.
Esa fue la ultima vez que vimos al profesor Oswaldo, después de esa clase nunca más regresó al colegio, Juancito regreso a los tres días, lo habían suspendido por ofender a la patria y al flautita, todos le preguntamos que le había dicho a sus papás y al director para que hayan largado tan intempestivamente al profesor, a lo que Juancito respondió: que más, les dije que me metió un cachetadon por no soplarle bien la flauta.

domingo, 13 de julio de 2008

Sabados de gloria

Es sábado, está anocheciendo. Desperté tardísimo, leí con poco entusiasmo, no me provocó asistir al gimnasio. Me sentí desganado al ver que las horas pasaban y no tenía planes para la noche.
Reviso mis correos, no hay nada nuevo, veo el celular y no hay mensajes, siento una soledad abrumadora – la soledad no me molesta siempre y cuando yo la busque y no cuando me asalta sorpresivamente - . Intento tomar una siesta, ver algo en la televisión, pero nada logra mitigar el aciago día que estoy teniendo.
Me considero una persona itinerante, no me gusta permanecer en un lugar por demasiado tiempo y si es sábado menos aun. Pienso que el sábado es el día conspicuo de la semana creado para que la gente se entregue a la vida fatua. Por ello cuando llega ese sexto día crápula me veo incitado a maximizar mi lado bohemio y vivir al límite (ó sin límites).
La oscuridad se apoderó de las calles, se escucha bullicio en las mismas, sin embargo me asomo al balcón y no logro otear gente, todo está demasiado desierto, la idea de que soy el único abandonado al suplicio de un sábado infausto se apodera de mí.
Ahora estoy desesperado, pasan las once y sigo metido entre las cuatro paredes de mi habitación, iluminado por una tenue luz proveniente de una pequeña lámpara, estoy en silencio, entonces caen sobre mi los fantasmas de la melancolía, empiezo a rumiar eventos desafortunados, recuerdo viejos tiempos – que fueron buenos- de los que ya nada queda, entristezco, tengo que salir de aquí.
Salgo de mi casa, camino sin rumbo, quiero llegar a un lugar que no conozco, que no se si exista, quiero algo que me saque de este letargo. Paso por algunas casas donde hay gente reunida, se escucha música, risotadas, la están pasando bien pienso, los envidio.
Me siento infeliz - por alguna extraña razón, muy en el fondo de mí, a veces me gusta sentirme así: infeliz – he pensado en las cosas que hice mal, en las cosas que dejé de hacer por motivos que combatían el coraje, pensé en las personas que alguna vez me quisieron tanto y ahora no están a mi lado – Por que yo los alejé con acciones altivas, con mi carácter displicente- una ansiedad angustiosa recorre mi cuerpo, siento que con días como este es que mi juventud, los mejores años de mi vida, me abandonan, se van, y sin importar como me fue se escapan de mis manos, no perdonan.
Caminando veo a lo lejos unas cabinas de Internet al paso que atienden las veinticuatro horas, son pasadas las dos de la mañana, entro, me acomodo en uno de esos cubículos ingobernables y dejo que mi alma me dicte todo lo que quiere gritar estrepitosamente a las circunstancias que hoy anegaron mi vida de desconsuelo.

sábado, 5 de julio de 2008

Préstamos a mano armada.

No es una novedad que transitar libremente/desprevenidamente en esta ciudad puede conminarnos a un sin fin de acontecimientos nada gratos, pues los ladronzuelos y demás gente dedicada al mal vivir pululan itinerantes y ansiosos de cruzarse con algún incauto para pedir una propina - ó para hurtarla ferozmente – si el mecenas no colabora.
Personalmente debo decir que duermo tranquilo al saber que no han sido pocas las veces que he colaborado –De la manera más desprendida- con estos personajes tan de bandera, tan de exportación. Hubo una en especial que recuerdo ahora anecdóticamente.
Era viernes y como es costumbre después de clases los alumnos cambiaban las aulas y los libros por los bares de reputación dudosa y los tragos que no contaban con ninguna reputación –Tarea que no resultaba muy difícil -, mis amigos y yo – profundos respetuosos de las tradiciones universitarias- terminamos bebiendo con una vehemencia que era de temer.
Eran las diez de la noche y teniendo en cuenta que empezamos la sesión casi al medio día decidimos dar por concluida nuestra reunión de estudio – de licores y otras perlas -. Caminé con poca presteza hacia el paradero de autobús, me acompañaba mi amigo Jóse que vivía cerca de mi casa y entre conversaciones alucinadas llegamos a esas bancas de madera donde la gente espera los colectivos.
No era muy tarde, había una cantidad considerable de gente en el paradero: niños, secretarias, familias, uno que otro vendedor, todos esperando su respectiva movilidad.
Jóse y yo nos sentamos y continuamos hablando, en realidad solo él hablaba, yo estaba perdido en unas cavilaciones producidas por esa versión espuria de Johnny walker que tomé.
De pronto un automóvil que venía a gran velocidad se estacionó bruscamente ante nosotros irrumpiendo la vereda - y la tranquilidad de los transeúntes que estabamos ahí - bajaron del auto dos sujetos, morenos ambos, vestidos con ropas estragadas, rostros adustos, un tercer personaje permanecía en el auto sujetando el timón y con un mohín vigilante. Uno de los morenos se instalo a mi lado y el otro al lado de Jóse. Ya perdieron primito dennos todo lo que tengan y sin hacer bulla- musitó el que estaba a mi costado.
Mi primera reacción fue de temor, vi a jóse y el moreno que le había tocado a él era más pertinaz pues sacó un cuchillo y se valía de este para señalarlo.
Amigos tranquilidad, no es necesario sacar un cuchillo, dije y el de mi lado inmediatamente sacó una pistola. ¿Y esto será necesario? – preguntó. Acto seguido empezaron a rebuscarnos, yo traté de razonar. Señores ante todo quiero decirles que los comprendo, se que la calle esta dura y que su deber es producto de la necesidad, les digo todo esto por que yo pertenezco a la iglesia que ven enfrente – y señale una iglesia cristiana que me llamó la atención cuando llegamos al paradero.- precisamente salimos nosotros de una charla pastoral – aunque mi aliento avinagrado producto del alcohol te demuestre todo lo contrario, pensé – y hoy justo hablábamos de que Dios puede perdonar todos los pecados menos el robo, hay que tener en cuenta que estaba yo bebido y bajo latente amenaza de un balazo, sin embargo el ladrón de mi lado me presto atención y parecía crédulo. Ya cállate oye florazo y saca todo lo que tienes –retruco el que le tocó a jóse, que a propósito ya le había sacado la billetera, el celular y el reloj.
Para mi mala suerte en ese instante suena mi celular producto de un mensaje de texto. ¿Ya ves? Ahí tienes celular, dámelo- dijo el ladrón de mi lado – al que anestesié con mi discurso cristiano. ¿Me permite ver el mensaje hermano? – pregunté solo para ganar algo de tiempo a ver si llegaba la policía o alguien nos ayudaba. Ya pero rápido –respondió el asaltante que no me dejaba de apuntar con el arma. Miré de soslayo a jóse, el ladrón le estaba quitando la mochila, terminé de atisbar el mensaje, el de la pistola me quito el celular. Hermano – dije con voz de monaguillo compungido- ¿cree que sea factible que me deje el chip? . Toma, sácalo al toque. - dijo, parecía no tenerme aversión. Me dio mi celular, saqué el chip, le devolví el celular. En ese momento el que le toco a jóse, tras quitarle todo, gritó: !vamonos!, !vamonos!.
Ambos subieron a tropezones al auto, se escuchó un chillido de llantas, el auto desapareció junto con mi celular y todas las cosas de valor de mi amigo.
La gente nos miraba sorprendida, jóse sollozando: caminaré a mi casa - dijo. No lo podía dejar solo. Espérame te acompaño – alcancé a decir. Pasamos entre miradas lastimosas y voces que musitaban lo acontecido.
Caminado en la noche, por esas calles desangeladas, un silencio abrumador, recordé lo que decía aquel mensaje inoportuno: "Cuidado que las calles están peligrosas" – tu mami.