domingo, 21 de junio de 2009

Bajezas.

Suena el celular, recibo un mensaje de texto: hola, como estás. No identifico el número remitente, no está en mi agenda; debido a la curiosidad que me invade, violo mi habitual desinterés por contestar los mensajes de texto y escribo: ¿Quién eres? No tarda en responder: Qué mal que lo preguntes, sé que ha pasado tiempo, pero no es motivo para olvidar. Quedo extrañado y ahora con mucha más curiosidad respondo mintiendo: He cambiado de celular, sigo con el mismo número pero mi agenda se borró, por eso no sé quién eres. Un nuevo mensaje llega sucinto: Roxana.

Respiro profundamente, estoy impresionado. No veo a Roxana hace meses, no desde que nuestros destinos se separaran porque le fueron con el chisme de que yo salía con ella mientas tenía enamorada. Ella enfureció conmigo, me habló terriblemente; yo hice lo que suelo hacer cuando me siento vejado: mandar todo a la mierda. Ese mismo día borré su número de la agenda del celular.

Le escribo: ¡A los años!, qué gusto saber de ti, ¿cómo has estado? Ella me escribe: No tan bien como tú; estaba escuchando la canción de 311 que me dedicaste, me acordé de ti, te eché de menos. No recuerdo haberle dedicado una canción, pero a veces uno dice cosas por arrechura de las que no suele acordarse. Rememorando buenos tiempos le escribo: Qué bueno, yo también te echo de menos, ¿podremos volvernos a ver? Ella escribe: ¿Tienes algo que hacer hoy? Animado escribo: Verte, vente al depa. Ella escribe: Salgo para allá en una hora, espérame.

Estoy intranquilo, impera en mí la incertidumbre de volver a ver una antigua pasión, porque lo nuestro fue eso: Pasión. A Roxana y a mí nos unía un vínculo lascivo, sobre todo. Me encantaba la capacidad que tenía para sumergirse a las abyecciones pervertidas que yo le proponía. Eso era lo que más me gustaba de ella.

Roxana llega y nos saludamos con un cariño nervioso, ambos sabemos que las cosas no terminaron bien; es la primera vez, desde entonces, que nuestros orgullos ceden y nos permiten abrazarnos de nuevo. Yo la veo y noto que ha cambiado, pero mantiene ese airecillo altivo de siempre. Ella me dice que estoy mucho más pelucón, que extraña mi cerquillo. Roxana entra a la sala caminando frente a mí, con sus ropas ajustadas que resaltan sus atributos, y entonces recuerdo que es lo que yo extraño de ella.

Nos sentamos a charlar y nos ponemos al tanto de nuestras vidas, y todo va bien hasta que ella revive el infortunado rumor que nos alejó. ¿Por qué no me dijiste que tenías enamorada?, me dice. Porque no tenía, miento; tú sabes que no creo en esa clase de cosas, añado. Pero mis amigos te vieron, te encontraron con la chica, y varias veces, me dice. Tus amigos son una tira de idiotas, le digo. Ellos no me mentirían, me dice. Yo tampoco, pero tú les creíste a ellos, me defiendo. Pero te vieron con la chica, me dice. Era una amiga, no mi enamorada, miento otra vez. ¡Sí, claro!, ironiza.

Me acerco a Roxana y le digo que no tiene caso hablar de ese absurdo, le sugiero que lo olvidemos y que mejor sería celebrar que otra vez estamos juntos. Ella se cruza de brazos y no dice nada, y yo siento que se me ha encendido, nuevamente, todo el deseo por ella. La acaricio, me aproximo algo más, ella me mira fijamente y se deja besar con fruición. Nos besamos y luego revivimos las afiebradas bajezas que nos solían hacer suspirar, e incluso también, en mí, la culpa por estar engañando a las dos una vez más.
Felice giorno, Blog!!!

domingo, 14 de junio de 2009

La maldita tecnología

Una de las cosas por las que creo que mi existencia no carece de sentido, es el hecho de que ya haya terminado mi novela; le estoy dando unos retoques para dejarla mejor. Siempre la guardo en mi incondicional USB, un aparatejo que me resulta muy práctico. Nunca he guardado ni guardo la novela en la laptop, eso porque siempre estoy de un lado a otro, escribiendo itinerante entre la universidad, mi casa y la biblioteca; por comodidad siempre elijo el USB.

No fueron pocas las personas que me recomendaron tomarme un tiempo para guardar mi novela en la computadora o para enviármela en un oportuno e-mail, tomar esa clase de medidas porque “te pueden robar el USB y adiós a tu trabajo”. Pero yo siempre respondía haciéndome el gracioso y decía que, si alguna vez me asaltan, pueden pasar dos cosas: o me trago el USB o me lo meto al culo con tal de que no me lo roben.

A veces pensaba qué pasaría si pierdo mi novela, todo el trabajo al agua, todo el tiempo y el esfuerzo dilapidado malamente, me frustraba un poco y me prometía a mí mismo guardar mi trabajo en un mail o en la laptop lo más pronto posible. Apenas entre a la compu lo hago, me prometía, olvidando que mis promesas valen poco (en el mejor de los casos) o nada.

Entonces así, en uno de estos días grises, me levanto pasada la una y ya, ¡a escribir! Prendo la laptop, meto el USB, y algo extraño sucede: no hay indicios de que haya ingresado el dispositivo. Saco el aparato, le doy unos toques y lo vuelvo a meter. Nada. Empiezo a preocuparme, a escuchar en mi mente las advertencias que tanto me daban algunas personas; obnubilado repito la operación: meto el USB, nada, lo saco, lo soplo, lo golpeo, hago mil cosas y nada de nada.

El maldito USB ya no funciona, se ha ido y se ha llevado mi novela, me ha derrotado. Totalmente en pánico, pienso que debo llevarlo a algún prudente técnico para que trate de salvar el maldito aparato y mi trabajo –sobre todo-, aunque temo que para arreglar el USB deberá hacer algún procedimiento que implique borrar su contenido. No puedo creer mi suerte, no puedo creer que, ni siquiera, haya sido un usual ladrón el que me ha privado de la novela, sino que fue la maldita tecnología y claro, mea culpa, lo remolón que soy.