domingo, 30 de noviembre de 2008

Terminó la universidad

A todo le llega un final, y, sin darme cuenta, hoy le llegó el final a mi vida universitaria. No porque haya jalado un ciclo o me hayan botado por vago o me hayan invitado a retirarme por ser tan crítico y malaleche con mi pundonorosa casa de estudios, sino que –capeando hercúleas adversidades- hoy he terminado la carrera.

Me parece increíble. Tengo una mezcla malvada de sentimientos, por un lado están esas cavilaciones que tuve desde siempre en las que todo me parecía malo y sólo quería que llegue fin de ciclo para largarme de esa maldita universidad y dejar de ver para siempre a mis aplicados y futuros gerentes compañeros de clase y a los odiosos-tediosos-aburridos profesores y docentes indecentes. Pero por otro lado, en estos últimos días, he granjeado nostálgicos pensares que están diseminados en cada uno de mis recuerdos.

¡Caray!, se me hace difícil pensar que ya no caminaré por los patios de la universidad, que ya no veré los rostros que vi durante tanto tiempo, durante tantos años; ya no saludaré a profesores fingiendo cariño cuando sólo quería que me regalen un puntito más; ya no veré a mis buenos y leales compañeros de estudio, ya no veré a mis compañeros que nunca supe cómo se llaman; ya no me quedaré en las tardes a escribir en el laboratorio de internet; ya no sacaré más libros de la biblioteca y los devolveré pasada la fecha de entrega; ya no escucharé a mis compañeros decir que soy un enfermo porque hablo y uso demasiadas palabras raras; ya no pronunciaré esas palabras difíciles en las exposiciones ocultando que no sé un carajo de lo que estoy exponiendo y, extrañamente, ganándome el encomio de los profesores; ya no preguntaré como un demente: ¿ya es coffe break? Durante toda la mañana; ya no iré a comprar chocolates donde ese abnegado y añejo caballero que vende estoicamente golosinas en las afueras de la universidad y regala caramelos; ya no pondré más apodos, a escondidas, a mis compañeros; ya no miraré a las niñas lindas de la universidad ocultándome tras mis grandes lentes oscuros; ya no improvisaré poses y discursos circunspectos ante los profesores para que no sospechen que soy un bigardo de campeonato; ya no iré al hueco los viernes y terminaré bailando penosamente soliviantado por el alcohol; ya no le diré a la asistenta social que mañana pago la pensión cuando en verdad sé que no la pagaré; ya no venderé todas mis cosas para pagar exámenes sustitutorios; ya no dormiré en clase; ya no aprobaré floreando; ya no soslayaré la ignorancia con florituras verbales; ya no diré que la gente de mi grupo me cae mal, cuando en realidad los aprecio; ya no andaré con una mochila llena de libros y cuadernos; ya no tomaré ron con cocacola en el parque de Angamos; ya no veré más a gente con la que pasé tanto tiempo, ahora sólo me queda extrañar todo eso.

Me causa gran tristeza, saber que todo se reduce a recuerdos. Me apena que esa parte de mi vida ya haya terminado. Maldita nostalgia, no puedo con mi genio.

jueves, 20 de noviembre de 2008

¿Dónde estás corazón?

Es la pregunta que me hago, a veces, cuando mis propios conatos-antítesis -del amor imperante ubicuo , anegados de dureza y altivez, decaen, flaquean, me abandonan; entonces, es ahí cuando yo ya no me creo mis propias teorías, mis propias filosofías de vida, mis propias intenciones reales, quedando así inmerso en la más profunda y confusa soledad.

La vida, el destino, el azar, aún no sé que me azuzó a pensar como pienso, a creer como creo, a querer como quiero –de una forma demasiado egoísta-, a dictaminar, de manera perentoria, que yo no estoy capacitado para adentrarme en un idilio abnegado-desprendido-respetuoso-duradero, y no morir en el intento.

Es que no creo en las formalidades, en querer bajo presión, en las conminaciones amatorias, en las restricciones sociales, en estar atado a alguien. Aunque, para ser sincero, admiro –y, por qué no, dejémonos de hipocresías, también envidio- a esas parejas con las que me topo a veces, que, con todo y sus reyertas y escaramuzas, se ven bien, contentos, felices. ¿Raro no?

Lo sé, soy consciente y lo acepto, estoy condenado a esa hermosa y tremebunda posteridad: a ser libre y autónomo, a ser intemperante como soy y no sentirme mal por ello, a no estar atado a nadie, a hacer lo que me dé la gana y no negociar mis actos; pero, a la vez, a sufrir la soledad conspicua, esa que te causa la ausencia de un amor verdadero.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Fue ayer y sí meacuerdo.

La tarde de un domingo cualquiera, no podía sentirme más emocionado, iba a conocer por fin al autor de tantas ficticias tropelías, al intemperante de la prosa crispada, al escribidor de cuyas obras soy esclavo.

Trate de vestirme decentemente –creo que no logré-, sólo quería disfrazarme y obviar los guiñapos con los que suelo andar siempre, después de todo, la ocasión lo ameritaba. Salí de mi casa retozando, con dos libros suyos, de mi colección, bajo el brazo, con la esperanza de que me los firmara previa dedicatorio protocolar. Elegí los que más me gustaban, los que había leído dos o hasta tres veces, con una vehemencia fanática.

La cita era en un set de televisión cerca a mi casa, donde el famoso escritor conducía un programa de tv -empresa que lo hacía conocido en Lima y en varias otras ciudades, pero que menoscababa un poquito su talento como escribidor-. Acudí al lugar con un buen amigo que accedió a acompañarme –y a llevar su cámara para sacarnos fotos-. Llegamos puntualísimos, fuimos los primeros parados en la puerta del canal, después de algunos largos minutos, la fila era interminable.

Luego entramos, me senté lo más cerca que pude de la silla desde donde él conducía su programa. Me sentía inquieto, nervioso, apunto del colapso, esperando a que arribe el protagonista de las muchas argucias que yo leí incansablemente.

De pronto, por fin apareció, entró a su set con un aire distraído y hasta algo desdeñoso, saludó a cuatro personas y se sentó en su silla negra para empezar el programa –el cual me resultó bastante lánguido y simplón-. Pero de todas formas, con mis libros a cuestas, yo miraba y escuchaba admirado al autor de fantasías, al elucubrador de vidas.

Cuando terminó el programa, toda la multitud iracunda se abalanzó a empellones hacia el escritor, en busca de un autógrafo o una fotito para el hi5. Mi amigo me recomendó que, a codazo limpio, irrumpa entre la muchedumbre y logre encaramarme hasta el pequeño estrado donde estaba el famoso, pero ese no era mi estilo, yo no quería que me atienda a la volada, quería que conversemos un rato y que me firme bonito los libros.

Así, veinte minutos después, reducido el gentío, subí azorado al estrado del escritor. Él viró su mirada hacia mí y muy afable me dijo tú ya has venido antes ¿no?, con la voz trémula alcancé a decirle que no, primera vez que iba. Acto seguido, extendí los libros hacia él y noté que hizo un rictus de complacencia, alegre porque alguien se dignó en pedirle que le firmara sus libros. Luego, con la voz aflautada, empecé a decirle al escribidor lo mucho que lo admiraba y que tenía todas sus novelas en versión original y que las había leído en repetidas ocasiones y que yo también quería ser escritor y que estaba haciendo una novela. El me deseó mucha suerte y me dijo que tenía contactos con una editora argentina y que podía ayudarme a publicar, yo le agradecí con un copioso número de elogios y arengas hacia su persona. Acto seguido, y después de firmarme los libros, apuntó su dirección de correo electrónico en la última página y me invitó a que le escribiera, se lo agradecí fervientemente.

Finalmente, mi buen amigo, que se reía, a unos pasos, de mis alabanzas y encomios desmesurados hacia el famoso, nos sacó un par de fotos. El escritor impostó su mejor sonrisa, yo hice lo propio. Entre flash y flash, el escritor me dijo que teníamos el mismo peinado, yo tengo esta melena hace años, señor, tampoco me crea una fan enamorada, sin embargo, asentí su afirmación, no quería arruinar el momento. Luego nos despedimos afectuosamente y, retozando otra vez, salí del estudio y posteriormente del canal.

Mi amigo continuaba riéndose, divertido por mi fanática-timorata-aflautada actuación, y sólo se calmó, rato más tarde, para decirme: después te paso las fotos donde sales chupándosela a bayly.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

El Docente indecente.

En algunos años de universidad, he logrado conocer un sin número de profesores, hombres y mujeres que, desde mi humilde perspectiva de alumno remolón, separaría en dos grupos: Los grandes educadores de vidas y los docentes indecentes.
Dado que hasta ahora –los últimos suspiros de mi vida universitaria- no dejo de atisbar a los segundos, me ocuparé de ellos en esta ocasión.

Al docente indecente lo describiría así: Una persona quizá instruida, pero poco preocupada en compartir lo que sabe; un ser envanecido, a veces narcisista, que sólo sabe hablar de sus logros –que seguramente datan de años, pero que son los que le dan sentido a sus famélicas existencias-; son personas viciadas, golpeadas, vejadas malamente por la vida, que buscan una revancha parándose frente a un grupo de jóvenes y, sintiéndose enhiesto, lleno de mohines adustos, miran desdeñosos a la multitud confundida y, por fin, tienen su venganza, porque ahora ellos son los magnánimos faros refulgentes que nunca pudieron ser ante sus iguale, en sus tiempos.

Esas caricaturas de la enseñanza son fácilmente reconocibles –y extremadamente peligrosos-, siempre andan por ahí retozantes, felices porque se saben respetados y temidos por sus pigmeos e imberbes alumnillos, y sólo esperan la siguiente oportunidad para hacer prevalecer sus razones ante la de los estudiantes y valerse de argumentos feéricos –ellos le llamarían: experiencia- para imponerse y creerse dueño de la verdad, y entonces los alumnos terminan más confundidos que al principio, creyendo que lo hacen todo mal.

Gracias a Dios, para soslayar la presencia de los docentes indecentes, están esos encomiables educadores de vidas, personas admirables y respetables que departen conocimiento, gente circunspecta y honorable que forja profesionales no con mandatos perentorios, sino más bien, con tolerancia y pasión por lo que hacen. Agradezco la existencia de estos ilustres personajes anegados de tanta sabiduría y que me han iluminado en los peores momentos.