miércoles, 24 de diciembre de 2008

Cosas que pasan en navidad.

Me despierto pasadas las doce. Con menos ánimos que pereza, me levanto y salgo del cuarto con los ojos achinados y la boca pastosa. Doy unos pasos y me tropiezo con algo, aturdido, veo a mi alrededor, hay cajas y cajas diseminadas por toda la casa, pateo un par, maldigo a todas. Mamá aparece y me calma, me dice que son el árbol y los adornos de navidad; que ha sacado todos sus adminículos para levantar los monumentos típicos de la noche buena. Sin más rodeos, mamá me pide que la ayude, me invita a pasar la tarde con ella arreglando y decorando la casa. Me opongo fervientemente. Ella insiste, me aconseja que no sea tan mundano y que me entregue al espíritu de la navidad. La rechazo nuevamente, me amargo, le miento y le digo que tengo una reunión; luego salgo de mi casa y no regreso en tres días.

Andrea, la chica más buena y que más quiero, me propone hacer un intercambio de regalos; acepto en forma risueña sin advertir las consecuencias (teniendo en cuenta de que soy un tacaño de temer). Tengo algunos días para comprar el regalo furtivo, sin embargo, la ociosidad y la vagancia –mis más fieles consejeras- me conminan a esperar el último momento para ir en busca del presente. Apurado porque es 24 y tengo que ver a Andrea en una hora, corro al mercado cerca de mi casa y le compro un osito de peluche bastante chapucero, y que me costó la mitad de la cifra mínima pactada para los regalos. Llego al parque de San Isidro donde nos debíamos encontrar; Andrea me regala el CD doble de 311 que yo tanto quería y yo le alcanzo el impresentable osito que le llevé metido en una bolsa negra, haciendo un trueque evidentemente desigual, Andrea lo ve, sonríe, y me cuenta que uno igual le regaló hoy a la hijita de su empleada domestica.

Caminando por la calle, un niño se me acerca, es un niño pobre, mal vestido; me mira con un rictus mustio, me pide unas monedas por navidad. Me hago el despistado, lo ignoro. El chiquillo es pertinaz, me sigue, me pide otra vez algo de dinero. Bajo la mirada irritado, le digo que no, que no tengo plata. El niño no se resigna y me cuenta que no tiene nada que comer esa noche, la noche de navidad. Conmovido, meto una mano al bolsillo y saco un par de soles, se los doy y le deseo feliz noche buena. Doy algunos pasos más y otro muchachito, de iguales condiciones, se me para en frente, me dice pasará navidad en la calle, que nadie le regalará un juguete. Me entristece su historia, cómo decirle que no, meto la mano al bolsillo y le doy algunos soles. Al paso siguiente, otro niño, también estragado, se me cruza y me pide un sencillo tras contarme una novela tremebunda. Me sorprendo, siento que algo raro pasa, volteo confundido y veo que hay una fila de niños tras de mí, animados por el primer niñito que me abordó, a los gritos de: ¡pídanle, pídanle, está que regala plata! Encabronado, les digo que ya no jodan, que no tengo más plata. Se escucha un murmullo general, ¡misio! Me gritan. Los mando a la mierda.

jueves, 18 de diciembre de 2008

El sueño frustrado.

Estoy caminando por una calle tranquila y sosegada, no tengo nada mejor que hacer que caminar. De pronto reparo en que estoy cerca de la casa de Adriana, puedo ver su casa a unos pasos delante de mí. Dudo si buscarla o no, pienso en que tal vez esté ocupada o, peor aún, quizá ni está en su casa, Adriana es una chica linda y muy popular, casi nunca para en casa, siempre para rodeada de amigos, siempre tiene algo que hacer. Sin embargo, abrumado porque me duelen demasiado los pies y quiero descansar en un sofá acogedor unos segundos, decido buscarla, arriesgándome a comerme el roche de un “no está, ha salido”, que es algo así como: ella sí tiene una vida, a diferencia de ti.

Toco el timbre de su casa, no puedo con la ansiedad, el corazón me late fuerte, me odio por eso. Sin embargo, tras esperar unos segundos, es Adriana la que me contesta por el intercomunicador: escucha mi voz, se alegra al oírla –o finge hacerlo-, me dice que pase, que cierre bien la puerta al entrar. Entro, paso mis manos por mi cabello, tratando de peinarme un poco (el viento ha revoleteado mi cabellera), no quiero parecer un loco.

Al atravesar el pasadizo que conduce a la sala, advierto el sonido de la música que viene desde dentro. Una canción de reggaetón suena de manera estruendosa, me empiezo a imaginar a Adriana bailando, moviéndose de una manera muy sexy, soliviantada por esa música que de sólo escuchar activa en mí unos impulsos concupiscentes de temer. Adriana me recibe de una manera muy cariñosa, me abraza, me da un beso en la mejilla. Yo le respondo el beso, la huelo, la tomo de la cintura, me gano un poquito con ella, después de todo, es una chica linda.

Cuando ingreso a la sala, veo que, sentada en el sofá de cuero, hay una chica de no menos belleza que Adriana. Se llama Lorena -me dice Adriana- es una amiga de por acá, estamos tomando vodka desde hace rato, alucina, un vodka entre las dos, ¿qué maleado, no? Me quedo asombrado y a la vez crispado, nada que ver –digo, sonriendo como un tonto-, está bien que se diviertan. Lorena, que tiene una voz bastante seductora, alarga un vaso lleno de vodka con jugo de naranja y me dice: Toma, sécalo. Obedezco sin oponer objeción alguna, tomé ese líquido agridulce de un solo trago.

Adriana, Lorena y yo empezamos a beber sentados en el sofá, una retahíla de reggaetones sonaban sin parar en el equipo de música, las chicas coreaban las canciones, se movían al ritmo de la música, y sólo se detenían para beber un poco más. Yo estaba extasiado, obnubilado por estar con dos chicas lindas, en una casa sola, tomando vodka, escuchando música libidinosa y viéndolas moverse de manera tan puteril.

Luego, Lorena jala a Adriana y la levanta del sofá; le dice que baile, la reta a ver quién baila mejor. Ahora ambas bailan tomándose de las manos, acercándose más y más, dándose palmaditas en el culo; y yo ya no puedo más, se me puso dura de una manera contundente, siento que voy colapsar. Lorena me invita a que las acompañe y me una a ellas en el baile de tendencias lascivas, siento que Lorena es muy sabia y la obedezco de inmediato.

Me pongo en medio de ambas y rozamos nuestros cuerpos sin pudor, las tomo de la cintura y ellas se mueven para mí, sólo para mí, siento que estoy en el paraíso, siento que hoy cumpliré mi sueño más preciado: hacer un trio. Así estamos, yo besando a Lorenita por el cuello, Adriana bailando, moviendo el culo, ensimismada, hasta que, ¡putamadre!, los papás de Adriana han entrado a la casa y nos miran boquiabiertos; yo siento de repente un ramalazo de agua fría por la espalda, no sé qué hacer, qué decir. ¡Qué mierda pasa acá!, retruca el papá de Adriana. ¡Lárgate de acá, pervertido del diablo!, vocifera la mamá. Antes de que ambos se me tiren encima, agarro la botella de vodka (que estaba a la mitad) y salgo corriendo de la casa, dejando atrás un griterío que de seguro terminará en el hospital, pensando que tenía que llevarme algo que probara que pasó lo que pasó, que no fue un sueño ni otro cuento mío.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Una más.

La banda y yo estamos tocando con vehemencia, una por una, las treinta endiabladas canciones que hemos tenido que aprender para esta tocada. El organizador del evento nos conminó a sacar tal cantidad de canciones, lo cual no fue una tarea fácil, pues nos demandó una entrega considerable de tiempo y esfuerzo.

Yo estoy cantando lo mejor que puedo –o lo menos mal que pueda-, pues desde la tarde estuve libando licores dudosos, de una manera infatigable, por lo que mi garganta y el tono de mi voz se vieron bastante diezmados; por suerte nadie parece notarlo, la gente nos recibe muy bien, cantan las canciones con nosotros, se divierten, gozan del show.

El local miraflorino donde estamos tocando está lleno; el concierto fue muy publicitado, no me sorprendió tal acopio de gente, al contrario, sólo pensaba en que la paga por el espectáculo –que era relativa a la cantidad de asistentes- iba a ser bastante provechosa y pródiga.

Pasada una hora del show, la gente nos aclama y encomia con más y más bríos –lo que atribuyo a las no pocas jarras de cerveza que había en cada mesa-. Los de la banda (“El Hilo”) nos sentíamos reyes de la noche, nos estaba pasando lo mejor que le puede pasar a cualquier artista: que el público te quiera, te aplauda con frenesí y que te pidan ¡otra!, !otra!
Así estamos, un tanto envanecidos por el pingüe cariño de la gente, cuando de pronto el organizador del evento se acerca a mí y me dice que toquemos la última canción, que es hora de que bajemos porque la siguiente banda ya está lista para entrar. Asumí que estaba bromeando, pues recién habíamos tocado la mitad del repertorio que habíamos preparado con tanta dedicación, además nosotros éramos los únicos que debíamos tocar esa noche, nunca nos hablaron de una segunda banda.

Anuncio la siguiente canción y me atrevo a ofrecer tocar muchas más –incluso di nombres-. Craso error, El organizador del concierto se enfurece, se siente vejado, siente que su autoridad ha sido minimizada por este pigmeo cantante ufano. Dolido, el organizador me amenaza, dice que anuncie que tocaré la última canción o de lo contrario nos baja del escenario por las malas.
Me causa gracia su arranque draconiano, tanto así que digo su nombre por el micrófono y digo que es un Señor Productor. Los chicos de la banda se ríen. El organizador se retira con rumbo desconocido, entonces nosotros nos arrancamos a tocar la canción que sigue, soslayando lo ocurrido. Luego pasa algo curioso: mi micrófono no amplifica mi voz, las guitarras se apagan, las luces flaquean, nos dejan en penumbra. Me miro con mis compañeros de grupo, no sabemos qué hacer, todo está oscuro y los instrumentos no suenan, la gente nos mira desconcertada, el organizador se impuso ante nosotros.

Encabritado me indigno y grito que esto es un atropello, una burla. Luego, azuzo a la gente a que reclame, lo cual no era necesario, pues la gente silba y erige diatribas de todo tipo, mostrando su rechazo a dicha canallada. El local es un loquerío, nadie puede creer lo que está pasando. La banda, secundada por un séquito de espectadores que gustan de nuestra música, arremetemos contra el organizador: le reclamamos, reprochamos, increpamos; yo soy el que le guarda más animosidad, siento el orgullo menoscabado; él se muestra reacio, insolente, se hace de oídos sordos mientras nosotros maximizamos nuestra inquina. Pero todo es en vano, la otra banda furtiva ya está encaramada en el escenario, lista para tocar.