viernes, 28 de diciembre de 2012

El Pequeñin


Llegó de la manera más inesperada, de una forma sorprendente, como lo era todo en él. Yo lo conocí casi por casualidad, es decir, vi su nave instalada en medio del bosque, una nave pequeña de punta roja y lucecitas tintineantes. Sentí ganas de huir, sin embargo algo me obligó a no hacerlo, el destino seguramente.

Me acerqué con cuidado, con miedo de él y con miedo a no espantarlo, y de pronto ya estaba escudriñando su nave, y pasando mis manos por ella, intrigado, ansioso, y de pronto, por la ventanita redonda del cohete, apareció su rostro, se asomó un segundo y luego se ocultó reprimiendo una risilla pícara.  

Ese primer contacto me encantó, me dejó atónito, embelesado: su rostro era cándido, sus ojillos resplandecientes, su sonrisa entera, con hoyuelitos a los lados, y el pelo revoloteado, como un arbusto color castaño. Totalmente atraído por el pequeñin, me acerqué a la nave y le di uno toques suaves, pasándole la voz. El pequeñin se volvió a asomar, infló los cachetes y movió la cabeza en señal de un “no”. Luego me sacó la lengua y se escondió nuevamente.

Decidí no molestarlo, no quería hacerlo enfadar, no quería que me guarde rencor. Me alejé un tanto y me apoyé sobre un árbol a descansar. Desde allí, vi como el pequeñín bailoteaba, moviéndose graciosamente, como un pececillo, moviendo los diminutos hombros enfundados en su traje color azul. Cuando terminó de danzar lo aplaudí, pero él no me hizo caso.

Me animé a preguntarle su nombre, y tras insistirle con aquella duda, terminó por señalarme las estrellas. Asumí que me estaba ignorando, que no guardaba interés en mí, pues se veía maravillosamente feliz en su mundo, sin necesidad de nadie más. Me permití una sonrisa a modo de despedida, y volteé para marcharme, sin embargo, su voz me detuvo: Cuidado en el bosque, moradito.

Extrañado, volteé. No sabía mi nombre, me llamaba con cariño por el color de mi suéter. Debo reconocer que lo amé, lo amé de tanta admiración y ternura. El pequeñin estaba apoyado en la ventana de su nave, mirándome, escudriñándome a mí y al bosque. Un conejo pasó retozando, pero no le hice caso, yo estaba expectante a cualquier actuación del pequeño. “¿no te gusta el animalito?”, me preguntó, con una pequeña voz ronca. “No, no es eso, me encanta”, exageré.

El pequeño forastero me observó largo rato más, a veces también perdía su mirada en el cielo. Entonces, recogí del pasto al conejo, y lo alcé en brazos, arrullándolo. El pequeñin, apoyado el mentón sobre las manos, me dijo: “Exagerar es igual a mentir”. Quedé desconcertado, apenado de repente. “Y mentir es herir… ¿no te gusta mucho el animalito, verdad?”, añadió, más comprensivo que acusador.

“No te equivocas”, le dije, y antes de proseguir el forastero tomó la palabra: “Tal vez cuando tu corazón no exagere, podamos ser amigos”, y luego se retiró de la ventanilla, dejándome estupefacto. La nave empezó a hacer ruidos raros. Me preocupé, muchísimo, sentí mucho miedo. Los propulsores se encendieron y la nave se levantó de los suelos. “¡Hey, espera, ¿a dónde vas?, espera!”, me atolondré, entonces el pequeñin apareció de nuevo en la ventana, y me señaló la estrella más grande: “voy de regreso, te enseño donde vivo para que sepas que algún día volveré”.

Casi tenía lágrimas en los ojos, fuera de orgullos realmente añoraba su amistad. Lo último que me dijo me alivió, pero igual no quería resignarme: “¡vuelve, podríamos dar un paseo!”. La nave estaba ya varios metros elevada, y solo detuvo su trance unos instantes para dejarme oír al pequeñin: “Cuidado en el bosque, moradito”. Luego partió dejando una estela brillante. Meditabundo, me abrí paso entre las ramas, regresé al bosque donde todo seguía igual y me perdí entre los árboles con la certeza de que no podría dejar de pensar en él.  

lunes, 5 de noviembre de 2012

Barba y pelo crecido.


Sin ánimos de nada, odié la noche cayendo sobre mis hombros, recordándome la soledad. Calcé unas zapatillas y salí de casa, de mi habitación, de aquel encierro asfixiante. Tomé un colectivo solo por subir a alguno, y luego me bajé en el centro, que es un lugar que suele acogerme de noche últimamente, como a tanto estragado que transita por allí. La plaza es horrible, y de noche más aún. Hay mendigos, rufianes, ancianos platicando sobre el país que es una mierda, y gente como yo que camina sin nada mejor que hacer.

Me acerco a una bodega y compro algo de beber, una botella chica de ron, y luego regreso a la plaza a bajármelo, ahí sentado en una banca, a vista cómplice de los esforzados serenazgos que tienen mejores cosas que hacer, como escuchar su salsita rica por la radio de bolsillo que llevan. Solo a veces pasa alguno por mi lado y divertido me dice: “oye, ¿tú no eres el que sale en la televisión imitando al Loco Barrios?”. Y, yo me hago el idiota y me río con él y le digo: "yo soy, yo soy".

Porque ese efectivo de la ley tiene razón, he salido en televisión nacional de señal abierta, en programas decadentes, sonriendo y dando declaraciones fatuas, mientras me daban cabida por parecerme a una estrella de futbol del dolido pueblo peruano. Así mismo he tenido apariciones en tv por motivo de mis libros, o de movimientos en pro de la cultura en el país, pero eso es aburrido, eso no es bacán, bacán es joderme porque me parezco a un futbolista.

Un par de chicas del centro se me acercan y se sientan en la misma banca que yo. Cuchichean pero yo no les hago caso, no me interesan. Han dicho “ese salió ayer en el programa de chistes”. Me causa gracia. Ellas me pasan la voz y yo volteo con una sonrisa vacía, pero con una sonrisa al fin; platicamos largo rato y luego incluso compartimos mi botella de ron. Ellas, tan dedicadas me regalan ciertos afectos que yo no dudo en recibir, y, desde luego, en corresponder.

Rato después se marcharon, dejándome en las profundidades del alcohol y la madrugada. Algo eufórico divagué unos instantes, y luego me metí a ese antro de la equina, que siempre me acoge a altas horas de la noche. Un par de tipos están haciendo su colita para entrar, bien a la casaca de cuerina, bien engominado el pelo, y cuando me ven se alegran y me pasan la voz “hey, el Loco”, y yo los saludo con el más falso de los cariños, al igual que saludo al vigilante, que me palmotea la espalda y me deja entrar sin hacer cola y sin pagar.

Allí me siento un payaso, y me siento importante, y me siento un fracasado. Los parroquianos me saludan, algunos bonito, otros en tono burlón. Otros me abrazan y hacen brindis conmigo, me invitan su cervecita tibiona y horrible, algunas chicas me miran de forma inescrutable. No me amilano, al contrario, sigo el juego de lo lindo, no hay cosa que sepa hacer mejor que el hecho mismo de hacerme el tonto. Tomo sin moderación, flirteo y dejo que lo hagan a sus anchas conmigo, y sólo me detengo cuando veo el cielo aclarándose por la ventana.

Entonces salgo zigzagueante, despidiéndome de medio mundo, y con la firmísima convicción de que algún día escribiré una novela sobre todo ello, sobe mí, sobre el Loco Barrios, sobre el centro, y, sobre todo, acerca del antro este, que tanto podría contar si hablase. 

jueves, 4 de octubre de 2012

El Camino


Camino y qué diferente se ve todo si no estás. Soy un tipo simple, me conformo con salir y pasear un rato: por donde sea; lento, fingiendo apuro; sin ningún lugar al que ir, con marcado interés por llegar a cualquier parte. Soy feliz con poco, ese ritual es mi versión de tener vida social.

Trato de pasar desapercibido, sé que es algo que logro sin esfuerzo, pero mi actitud redobladamente narcisista me impide creerme un peatón más, y entonces siempre ando con mohines, con medias sonrisas, intentado emprender una tranquilidad que no tengo, con la que no cuento. No como cuando caminaba junto a ti, entonces sí lograba ser alguien: yo mismo.

Mis últimos destinos suelen ser parques, terminó en ellos y me arrellano en alguna banquita acogedora, y pienso, pienso mucho, pienso sobre todo en qué estarás haciendo, y entonces un ramalazo de melancolía y culpa me invaden, y es allí cuando suelo pensar que no debo pensar más en ti, y también en que no debo escribir sobre lo que significas, pero nada de eso logro concretar, y finalmente termino haciendo todo lo contrario.

Tengo que confesar que lo que me anima a salir y caminar, es el hecho improbable de que alguna vez podamos cruzarnos en el camino. Dado que tú no sabes eso, si alguna vez nos cruzamos, habré sido yo el que irrumpió en tu camino, y no una obra de la tan etérea coincidencia.

Como aquella vez en que, sin que lo sepas, nos topamos de casualidad (una casualidad que podría haber llevado mis intenciones). Yo merodeaba por unas calles cerca a tu casa, admirando con nostalgia algo que alguna vez me fue tan familiar, y mientras cavilaba en eso y trataba de imaginarte por allí, de repente te dibujaste en la acera de en frente, y yo me froté los ojos incrédulo, como si se tratase de un espejismo.

Te vi y dude en presentarme, no era lo correcto, sabía que no debía, pero tú ya sabes cómo soy, a veces tan atolondrado. Así que corrí a cruzar la acera, y luego a seguirte los pasos mientras te veía de espaldas, con tu cabello ensortijado moviéndose de un lado a otro. Caminé cada vez más rápido porque te alejabas, luego volteaste en la esquina, casi corriendo hice lo mismo, pero ya era tarde, habías subido a un taxi y yo solo pude verte apoyada sobre el cristal, pensando seguramente en cualquier cosa, menos en que yo te estaba observando.

Pienso que tal vez salir a dar un paseo no sea algo tan simple después de todo, quizá hay algo más, tal vez no se trata de caminar, sino de caminar hacia ti, de repente no se trata de un paseo, sino del hecho egoísta de buscarte inocentemente. Es una reflexión valida, jamás podré mentirte, no soy un tipo simple, sino más bien uno orgulloso. 

sábado, 15 de septiembre de 2012

After Office


Fue mientras deambulaba por el parque Kennedy, precisamente venía de bajarme un heladito bienhechor, y caminaba alegre por eso mismo, refugiado entre los árboles del parque. Entonces de pronto crucé miradas con un tipo de terno y cabello engominado, y luego me di cuenta que era mi viejo amigo Diego, mudado a las fachas de un maniquí de tiendas Él.

Nos saludamos con cariño, pues fuimos grandes amigos alguna vez, cuando vivíamos en el pujante barrio de Magdalena, y jugábamos a la pelota cada tarde de verano. Aquellos días en la víspera de nuestra juventudes fueron fantásticas, cómplices y memorables, por eso el gran Diego me dijo, con nostalgia, para tomarnos un café y hablar de los viejos tiempo. Acepté animado, sobre todo por lo que dijo al final: yo invito.

Fuimos a un cafetín bien acogedor, con sus mesitas limpitas y sus sillitas de madera, y los mozos bien uniformados, con su bigotín y sus chalequitos, y nos sentamos en la terraza mientras ordenábamos un lonchecito así nomás, suave, tela, monse. Y fue monse porque el gran Diego, con astucia, con notable empeño por no ser tomado de idiota, no me dejó ver la carta, y, en cambio, el se mandó a pedir dos cafés y un par de sanguchitos, porque de seguro pensó: a este conchudo de Vincenzo no lo dejo pedir, las huevas, será para que me deje esquilmado.

Yo estaba con mi sonrisita tranquila nomás, como diciendo todo bien, cuando en el fondo tenía el creciente presentimiento de que no fue buena idea venir a platicar con Diego, porque él solía ser frío, y calculador, y tacaño, y porque, sobre todo, uno no debe confiar en un sujeto after office.
En fin, nos trajeron los cafés y ambos platicamos un par de cosas, nimiedades para calentar: clima, futbol, política, y ya luego arrancamos con el protocolo (el cual, admito, inicié yo) porque me mandé con la hipócrita pregunta de ¿cómo va el trabajo, los negocios? Y el brillo en los ojos de mi amigo me indicó que había cometido el peor error, que le había puesto pilas duracel a un radio despertador sintonizado en el noticiero.

En efecto, el canalla de Diego me habló de su trabajo, que es lindo, el edificio modernísimo, las secretarias un amor. Y de su cargo, que es súper-importante, que su curriculum está mejor que nunca. Y de su sueldo, que no es el mejor pero que está bien, y que, ahora que lo piensa, está de putamadre, estoy forrado, chino, alucina. Y de sus planes, que me ascienden el otro mes, que voy a estudiar la maestría, que seguro también otra carrera.

Yo lo escuché derrotado, tomando de a sorbos el café que, encima, estaba amargo, amargo como la plática. Y entre tanto pensaba que a este tipo no le creo nada, ni jota, que si su vida fuese tan prometedora no estaría bajándose un café cagón conmigo en vez de seguir su linda rutina. Así que en un arrojo torero, lo atropello y le pregunto por su novia, por algo más humano, y él me dice que no, que no tiene tiempo de nada, que después del trabajo va a casa y ve televisión hasta quedarse dormido, hasta su siguiente jornada laboral.


¿Pero en los fines de semana?, le pregunto, ¿sales con alguien, no sé, vas al cine por lo menos? Y él me dice que no, que usa los fines de semana para descansar, para alistar las cosas del trabajo, para ver el programa de Gisela los sábados por la noche. Con más pena que asombro le pregunté si le gustaba ese tipo de vida, tan pródigo en bienes materiales, y tan austero en la vida misma, y él claro pues, chino, estoy tranquilo, facturando mi platita, pero si ah, no creas que soy un aburrido, con la gente de la chamba salimos también, nos vamos al karaoke a veces, a comer, a tomar algo por allí. 

Me alegré por él, le dije que era algo saludable eso. Diego continuó sin hacerme caso, son unos rajes bravos esas salidas, carajo, nos matamos de la risa hablando de los últimos chismes de la ofi, rajando con la gente, haciendo lo que no podemos durante la chamba. Yo sentí que ese sujeto era uno muy triste, uno que se creía rey nadando en una piscina de niños, sin saber que en sus narices se alargaba una vida, una selva por explorar.   

Puesto a irme cuanto antes, le dije a mi amigo que era un poco tarde, que debía partir, que gracias por el cafecito. Y Diego, sin darme mucho crédito, contó que mañana tenía una reunión importante, una cosa de recursos humanos y motivación, son unas charlas pajisimas, me dijo, nos hacen interactuar, dibujar, aportar creativamente a la empresa, y nos asignan animales según nuestros perfiles, yo soy un delfin, inteligente, bondadoso y  solidario…

Me estoy yendo, Diego, cuídate mucho. Diego pasó una mano por su cabello engominado y te pasaré la voz para una salida, te vas a matar de risa con la gente de la ofi, ¡cómo rajan, le dan duro al señor Paniagua!... Y yo, encantado de la vida, Diego, me avisas nomás, y luego salí caminando a toda prisa, urgido por oler una bocanada de aire puro.

lunes, 30 de julio de 2012

El gánster y el perro


Hay dos cosas que se han vuelto una constante en  mi vida, dos cosas de las que no me puedo librar y que se han apoderado de mis días: Las películas de gánster, y el perro que tiene como mascota el vecino de abajo.

Desde luego, ambas llegaron a mí de esa forma en que arriban las cosas que te van a marcar: sin buscarlas, buscándote ellas a ti, es decir, de manera involuntaria. No sé si califiquen como un castigo, pero algo por el estilo son, digamos, un estigma, un tatuaje, una marca.

Me hice fan de las películas de gánster viendo El Padrino. ¡Oh, Dios santo! Recuerdo haberme soplado la película entera viendo boquiabierto a esos italoamericanos disparar y recibir disparos, matar por placer y morir en su ley, hablar con sonsonetes y hablar en italiano, ver a Marlon Brando y ver a Al pacino.
Me hice enemigo del perro de abajo desde hace mucho. Porque no me gustan los animales, menos los perros, menos los feos, y mucho menos los agresivos, y este es todo aquello resumido en un amasijo con cola, colmillos y orejas puntiagudas. 

Después de ver El Padrino, es un problema ver una película conmigo, ya no existe otro género para mí que no sea el que involucre La Mafia. Cuando alguien me propone ir al cine, yo respondo con la ahora pregunta cliché de “¿Ya viste Scarface, ya viste El Padrino, la uno, la dos, la tres?, creando un verdadero malestar en mis acompañantes, que por lo general quieren ver algo más fresa, como alguna película entendible de Adan Sandler.

Después de que ese perro se cruzó en mi vida, ya no puedo hacer otra cosa que odiarlo. Pues, en poco tiempo se ganó mi total rechazo y desprecio, y en tiempo record nos hicimos enemigos a causa de sus ladridos nocturnos, de sus meadas en mi escalera, y de su sin igual esmero en cagarse en la entrada de mi casa.

A propósito de Scarface, ¡qué locura!, ¡cómo amo esa cinta! Me gusta tanto Cara Cortada, que la he visto cientos de veces, en ocasiones, dos veces en un día, e, inevitablemente, me he memorizado partes enteras de la magnífica actuación de Al Pacino, sobre todo esa parte de “…Antonio Montana, and you? What you call yourself?

Hablando del perro, ese ejemplar de la más selecta retahíla de impresentables, son muchas las veces en que me ha mordido el pantalón, me ha mostrado sus colmillos amarillentos, y me ha dejado con la terrible sensación de que soy un idiota, y de que es un ser más bravo de lo que yo puedo llegar a ser.
Una noche, terminando de ver El Padrino no sé qué número, bajé a comprar unos chocolates, y mientras retornaba a casa el perro me saltó encima. Mala idea la del can, déjenme decirles, pues yo, como siempre me ocurre, tras ver una película termino muy involucrado con la misma, si es una película que me ha gustado más aún. Así que venía yo con los modismos, lenguaje y poses de un gánster italoamericano.

El perro me bramó y se me lanzó de pecho, más avezado que nunca, y yo (más mafioso que ninguna otra vez) le aventé una patada y un par de puñetazos en el hocico. El perro se mostró sorprendido, tremendamente confundido por mi arremetida. Y yo, no contento con haberlo dejado con el rabo entre las patas, le propiné un escupitajo y una patada más.

El sabueso partió llorando, mientras yo lo correteaba uno pasos, a los gritos Al pacinescos de “I told you, motherfucka, don´t fuck with me, don´t fuck with me”.

Aquella noche mágica se juntaron mis dos últimas constantes, mis estigmas, mis tatuajes. Usé una para vencer a la otra, al menos por esa noche, pues el perro del vecino aún se sigue meando y cagando en mi pórtico, lo que me hace pensar que debo ver algunas veces más Cara Cortada, para envalentonarme y meterle un tiro definitivo entre los ojos. 

lunes, 25 de junio de 2012

Equivocada


Ha pasado un día más, es cierto, pero le pareció un año entero. Han pasado días, semanas y meses, y cada uno resultó peor que su predecesor. Le ha parecido un año el último día, sobre todo el último, porque durmió un poco a la mañana, reptó por la habitación a la tarde, y la noche y la madrugada fueron un castigo inenarrable. Una tropelía. Lo más feo fue que intentó llorar para al menos dejarse arrastrar por el momento, pero ni esa victoria pírrica se le concedió: no pudo.

Escuchó música y se asqueó, hasta las canciones que antes le pudieron parecer sublimes, esta vez le causaban repudio, y las repudiaba más porque no eran capaces de sacarlo de sus trances, de sus vendavales de culpa, remordimiento, pena y melancolía.

Con los ojos clavados en ninguna parte, se retorció por dentro pensando lo inconfesable, pensando en sus bajezas, en cada una, viéndolas claramente, erigiéndose una tras otra como naipes del destino. La tormenta, sentía una tormenta. Todas las bajezas no era lo que él pensó, todas ellas no eran circunstancialidades, no eran momentos, no eran lapsos. No. Eran canalladas y estupideces que llevaban su nombre, su firma, y sus vulgares intenciones.

Sacó algunas fotos del baúl, fotos de rostros, de tiempos, de momentos, de vísperas de sus fechorías, y al verlas se dio cuenta de que nada sería como antes. Antes pasaba los dedos por las fotos, como tocándolas, como amándola en secreto, como pidiendo perdón, y luego esbozaba una sonrisa porque creía haber encontrado cierta disculpa, una suerte de sosiego, una especie de promesa de que alguna vez será. Esa esperanza lo llenaba y lo alimentaba, pero de eso antes.

Observó las fotos y se sintió paralizado por la ausencia de todo, de todo menos de la culpa. El alma, él estaba seguro de que era su alma la que lo había abandonado a su suerte. Ya sin alma no sintió nada más que la verdad, la crudeza, la crueldad de la realidad, del pasado, del presente y de cada abyección.

Ese momento fue tan duro porque fue la suma de muchos, de sus engaños, de su falso arrepentimiento, de su traición, de su tonta espera, de su estúpida ilusión que rezaba al universo y al destino de que algún día todo volvería a la normalidad. Entonces con las manos en el cabello comprendió que jamás nada se arreglará, que su historia jamás tendrá un final feliz, y que tampoco, al menos para él, tendrá si quiera un final, una muerte, sino que continuará con pesadillas y recuerdos turbios, en una agonía vitalicia.

Susurró entre dientes mil perdones, alzó la voz, gritó. Todo en vano, en el fondo sabía que esos perdones iban a ningún lugar, o a cualquiera menos a donde él quería que fuesen. Las manos en el piso, nauseas, rompió las fotografías, las despedazo repitiendo que ya no merecía ni eso, ni verla a la cara a través de un papel.

Tomó un poco de agua del vaso, engulló el líquido que pasaba frio por su garganta. Intentó tragar del mismo modo las consecuencias suyas, las de sus nimiedades, pero fracasó, los hechos lo acorralaban y no tenía si quiera sentido rehuir de ellos, escapar, esconderse, acobardarse, nada tenía caso, ellas estaban ya en todos lados.

viernes, 11 de mayo de 2012

El Loco Barrios.


Estaba enfurecido, molesto, crispado por algún tema que en el momento me hacía maldecir y amenazar a alguien. Seguramente algunos de los enamorados sentados en las bancas ajenas se volvieron a verme, o los varios niños que jugaban a la pelota más allá, por el quiosco; o quizá no, tal vez nadie se dio cuenta de mi amargura aquella noche.
Estaba en la banca de un parque grande y silencioso, de cariz amarillento como sus lucecitas en los faroles añejos. Un lugar tranquilo, cuya única vejación era yo, mi enajenación y mi rabia contra el enemigo furtivo, que me habría hecho algo malvado seguramente, algo bajo y deplorable, pues yo estaba deseándole el peor de los finales.
Fue precisamente en esos instantes, mientras yo espeté “te voy a matar, cabrón”, que volteé de un respingo, pues vi una sombra acercarse al acecho. La imagen que vi después fue tan extraña como familiar. 
Era un niño, un pequeñuelo de no más de ocho años, uno de los que andaba jugando a la pelota cuando llegué al parque, quien, con mano trémula me alcanzó un cuaderno (el cual noté que era uno de utilidad escolar) y un bolígrafo. Entonces el pequeñuelo me dijo un par de cosas que no llegué a entender porque estaba yo sorprendido, o porque había estado enfurecido,  porque él balbuceó y no habló, o por todo ello a la vez.
Al rescate, varios de sus compañeritos fueron a brindarle sentido apoyo moral, y se colocaron detrás de él, como diciéndole “estamos aquí, contigo, hazlo, termínalo y ya”.  Paladeando con astucia lo que ocurría, dejé que el primer chiquillo me diga lo que había venido a decirme, pretendiendo quizá ver hasta dónde llegaba. Y el pequeño me zarandeó una vez más el lapicero y me dijo “puede darme un autógrafo, a nombre de Erick”. Su voz resonó en mi conciencia y sonreí porque ya tenía claro el asunto.  Igual, para variar, seguí haciéndome el tonto.
“¿Un autógrafo?,  ¿para quién?, ¿por qué?”. Los niños se miraban entre sí y susurraban cosas que yo no alcanzaba a escuchar, hasta que uno de ellos, con real arrojo pero con una inocencia envolvente, por fin rompió los escarceos: “¿Tú no eres el Loco Barrios?”
En aquél momento me sentí azorado, no enfadado como en otras ocasiones, cuando me confunden con ese futbolista en cada lugar al que voy, o esté en las circunstancias que esté (y no con esto digo que es una maldición la similitud, algunas buenas cosas he granjeado por ella, hasta un par de comerciales publicitarios, que me dejaron lo suficiente como para vivir un mes, pero claro, no es lo mismo que cuando estás en un bar, y los oligofrénicos de al lado cuchichean y luego uno, creyéndose vivo, te dice: “habla Barrios” y tú piensas “sí, idiota, claro”), pero bueno, esta vez me sentí azorado porque veía el rostro de esos niños y me conmovían de una manera extraña, de la manera linda que es sentir que te pasa algo muy puro, cuando has estado deseando matar a alguien.
Como siempre, y sin ánimos de embaucar a los niños, les dije “Lo siento, no, no soy” y ellos se miraron entre sí, inescrutablemente, y luego percibí en ellos cierta desilusión, cierto bajón y desanimo, sentí la certeza de que si el cabrón del Loco Barrios hubiese estado ahí, el también les habría dicho que no es, que se han confundido. Por eso, con un ánimo improbable, añadí “¡soy su primo!”.
Los muchachos, todos pequeñuelos, sin superar los diez años, empezaron a retozar, y uno dijo “es su familiar”, y otro “es su hermano”, y otro “es él”. Y entonces, dispuesto a exacerbarles el sarao, agarré por fin el cuaderno y el bolígrafo y escribí “para mi amigo Erick, con todo el cariño: El Loco” y luego se lo entregué al pequeñuelo, que se reunió con los demás a enseñarles su victoria.
Luego los chicos se fueron por ahí, desaparecieron viendo el cuaderno firmado, me devolvieron mi espacio. Entonces noté que las parejas de enamorados, todas y cada una, me estaban lanzando miradas y sonriendo, y creyendo seguramente que era yo un imbécil, o creyendo tal vez que era el legítimo Loco Barrios. Así que ante esa incertidumbre me puse de pie y empecé  a caminar, alejándome lentamente de mi banca.
De repente, volteo atónito sobre mis pasos, porque escucho que todos los niños estaban por ahí, agrupados, y gritando emocionados: “¡Loco, Loco, Loco!”, y a ellos se les sumaron las señoras del quiosco y algunos padres que también andaban por ahí, y luego las parejas de enamorados incluso, todos a una sola barra, incansable y orgullosa “¡Loco, Loco, Loco!”.
Extendí una mano, a modo de despedida, y todos los presentes avivaron sus gritos y emprendieron algunas palmas. Y  Yo me perdí en la oscuridad de aquél parque, agradecido porque todas esas buenas personas le devolvieron paz y alegría a mi atribulado corazón. 


lunes, 23 de abril de 2012

No Debes Extrañarme

Rumbo al instituto, aquel lunes de ambiente mustio y triste, sentía que podía colapsar en cualquier momento. Cada vez faltaba menos para ver a Melanie tras pasar un fin de semana lánguido y tedioso. En mi mente sólo rondaba la idea de que me sentía como una quinceañera en su primera cita, así, emocionadísima, ilusionadísima, saltando y retozando por las estragadas calles de la diezmada Avenida Arequipa.
Llegué a la academia y antes de entrar al salón peiné un poco mi cabello, el cual cada vez estaba más largo, cada vez me tapaba más los ojos, y siempre tenía que estar peinándolo hacia un lado, y entonces entré en cuenta de que Melanie tenía razón, en verdad parecía un Beatle.

Entré al salón con una sonrisa innegable, con una cara de “por fin estoy aquí”, con una actitud de “hoy ganamos, Nico, hoy ganamos”, y entonces paso al aula y me mando con un registro panorámico del lugar, y atisbo a la profe–gorda–pesada, a los chiquillos apirañados y a las muchachas morenitas–feítas–cola–de–caballo, y entonces ¡coño, Melanie aún no llega! Así que mi sonrisita ganadora se va disolviendo y me siento medio idiota parado en frente de la clase, y para colmo la profesora –que, había olvidado, debe estar dolidaza por el desplante que le hicimos Melanie y yo hace un par de clases–, agarra y, vengativa, me dice: “oiga, alumno, qué pasa, está perdido o qué”, insinuando que nunca me ha visto, insinuando que no sabe qué carajos hago yo allí, en su clase cagona y mediocre. Odio en silencio a la profesora, pero uno tiene que guardar la compostura, uno tiene que demostrar su educación después de todo, así que vuelvo a mostrar una sonrisilla pícara y levanto las cejas como diciendo “hola, hola, qué tal, profe”, y paso a sentarme al fondo del aula que huele a indio muerto, caramba, por eso ni bien me siento empiezo a abrir las ventanas que hay atrás de mí, porque los desconsiderados y kamikazes alumnos del curso estaban macerándose, encerrados entre cuatro paredes con las ventanas bien cerradas.

Superado el tema de mi ingreso al aula, aguardo con poca paciencia a que llegue Melanie. La espero moviendo los pies como un loco, mordiendo mi lapicero, comiéndome las uñas, y al borde de sufrir un ataque nervioso. Y es que así no es, pues, uno ha esperado con toda la calma del mundo dos días enteros para ver a la chica de sus ojos, y la muy malvada no aparece y ya pasó como cuarenta minutos de empezada la clase y es lógico que esté saltonazo comiéndome las uñas, ¿no?
Mientras me encuentro frisando la condición de orate, me doy cuenta de que no han sido pocas las veces que he deseado fumar marihuana mientras me sentía intranquilo. Así también, confirmé que deseaba tanto meterme coca, que si alguien me hubiese facilitado una línea, la aspiraba en el salón delante de la profesora y ante la mirada atónita y veleidosa de mis compañeros, sin importarme nada más que el hecho mismo de aspirar ese edulcorante del alma.

La profesora deja algunos ejercicios, saca a algunos alumnos a la pizarra, en una ocasión me llama a mí al frente. Le digo que paso, que no sé el ejercicio que me está conminando a realizar. Ella suspira adusta y murmura diciendo que no sabe qué hago en su clase, para qué asisto. Yo no le hago caso, no me interesa responderle, a mí sólo me interesa y preocupa la ausencia de Melanie, su asiento vacío, su obvio desinterés por volverme a ver. Me decepciono pensando que fui el único que contó las horas para reencontrarnos.
Suena el timbre, la clase terminó. La profesora nos despide y luego el salón se va despoblando hasta que luce vacío, decadente, con una sola carpeta ocupada, la mía, con mi frustración, con mis ilusiones garabateadas, eso es lo que hace decadente el salón: yo.

Extracto de la novela "No Debes Extrañarme" (abril 2012)

martes, 28 de febrero de 2012

Si supieras lo que crees

A veces, llego a creer que no entiendo nada más. Elizabeth se enfureció conmigo, se resintió e hizo un escándalo intrascendente, a causa de algo, obviamente, más intrascendente aún. Estábamos haciendo nada por ahí, en la circunstancia perfecta (ahora lo veo así) como para emprender una discusión que nos mude al hecho de hacer algo que supere la nada absoluta.

Ella se quejó conmigo porque nunca la invité a alguna de mis presentaciones, en los antrillos en los que suelo pararme a crear la ilusión de que canto, acompañado siempre por dos o tres pillarajos como yo, que también crean la ilusión de ser músicos distinguidos y disforzados. En fin. Ella se quejó porque no tuve nunca la delicadeza de invitarla a uno de esos jueguillos llamados shows.
Yo le expliqué que no era bueno que ella acudiese a esos eventos, porque nunca me ha gustado llevar cola a las presentaciones, sobre todo por el hecho mismo de que son impresentables. Sin embargo, aquella respuesta mía estuvo por debajo de lo que esperaba oír mi acompañante, y por eso soltó a bramar en mi contra, cual cachorrito abravado sin su correa sobre el cuello.

Primero la ignoré, y la ignoré de una manera bastante cordial: haciéndome el tonto, asintiendo a lo que espetaba. El reclamo no cesó. Luego la contradije un momento, saqué algunos puntos en su contra. El reclamo se inflamó. Finalmente, puesto a discutir, disparé un par de cosas punzantes, un par de dagas: un tú no me comprendes, un tú no sabes nada de mi vida.
Elizabeth lloró, sin embargo, este hecho no le impidió a que siguiese insultándome. Yo, ahora ofendido, le presenté como duda el hecho de que le importase tanto ir a un show de mi banda, y le importase tan poco leer los cuentos que he publicado, o si acaso mi nueva novela, o algo de lo que haya perpetrado con esfuerzo y vocación. Ella intentó excusarse, pero fue en vano, ya la había desenmascarado.

Elizabeth sabía que, años atrás, con entusiasmo formé una banda de música, y cuando esa empresa iba cuajando, los tres o cuatro adefesios que recluté me dijeron que querían continuar la banda sin mí. Elizabeth se enteró también que yo perpetraba canciones y más canciones resguardado en mi alcoba, y que las interpretaba con sentimientos muy fuertes con una guitarra prestada… eso no le gustaba, o le daba pena, o sentía que no significaba ser un músico. Elizabeth se enteró recién, que un grupete que formé con unos conocidos, se había lanzado a la búsqueda de un reemplazo para mí, y ella, al enterarse, me apretó la mano y sentí que me decía: estoy contigo, mi amado.

Ay, la palabra “hipster” y los pecados que se cometen en su nombre.
Elizabeth supo mucho y sufrió lo que yo nunca. Incluso sabiendo que yo sirvo sólo para escribir, y que mi vida es eso y nada más, ella desconoce que no me interesa la banda de música, o las que tuve, o las que tendré. Y no me interesarán jamás porque yo sólo soy un actor que hace el papel de cantor y nada más. Porque yo no quiero ser músico, sino escritor. Porque yo asumo la realidad y sólo juego a ser músico, y no soy hipócrita como los otros, que saben que están jugando, que saben que no llegarán a nada, que se saben perdedores, pero mantienen la farsa hasta lo que dé, hasta montar una vida falsa, hasta tener la gran ostia de decir que tocan en conciertos y que tienen seguidores.

Elizabeth partió llorando, llorando y renegando a la vez. Ella se fue maldiciéndome y pensando que soy un desalmado por nunca haberla invitado a uno de mis conciertos. Y yo metí las manos en mis bolsillos y di la vuelta, deseándole mejor suerte, que consiga algún día concretar el sueño de ser una groupie.

miércoles, 11 de enero de 2012

No culpes a la playa

Solo en el mar, en el océano. Varado en pleno manto de cristales viendo el sol, el poderoso sol, calentándome la piel y coloreando mis hombros de un rojo ardiente, cual cangrejo, como los cangrejos que maté por diversión y desestrés en los peñascos de Asia.

Pero voy algo más atrás, al menguante diciembre que me arañaba los sesos con la idea de que se venía el nuevo año y yo ni enterado, bah, mejor dicho, sin ningún plan a la vista, con propuestas terribles alrededor, con la displicencia de los tres o cuatro amigos que poseo por querer pasar un año nuevo tranqui, sin excesos, sin chicas lindas y dispuestas a todo al lado… y yo pensando que, después de todo, no era tan mala la idea de pasar el año nuevo escribiendo con una pizza al lado.


Pero al final nunca hago eso. Antes de terminar el año me mudé hasta Asia (la playa, no el continente, obvio) y terminé haciendo cosas que nunca planeé en el mejor de los casos. No por eso, por referirme a que me ocurrieron cosas escandolasamente bellas, las citaré y terminaré rumiando un calendario lascivo. No. Hay mejores cosas aún, como las cosas que te suceden y te pueden cambiar la vida, aunque todo dure algunos instantes nada más.

Recuerdo aquél peñasco inmerso en el océano, desafiante, amenazante, ostentoso, y sonrío recordando como lo trepé la primera vez, sintiendo el dolor de las rocas filudas entre mis pies, los erizos endiablados, mis manos sobre las rocas, y luego, al final, desde lo alto, la laguna brava que se extendía metros hacia abajo, intimidando mi corazón por la incertidumbre de la feroz naturaleza, chocando contra las rocas y a la vez recordándome su profundidad y, obvio, mi ineptitud para el nado…

A veces me aparecía por la concurrida piscina. Después de andar en el mar, la piscina era aburrida, sin embargo, era menester relajarse en una tumbona y disfrutar de la explícita sensualidad que se desbordaba por el lugar. Era magnifico tener miles de sueños con cada una de las siluetas a mi alrededor y luego correr a las aguas de la piscina y reírme como un “loco” de todo y de lo azul de mi entorno…

Antes de que caiga la tarde, como haciendo hora para el sunset, me perdía en un extremo de la playa hasta llegar a un malecón inmenso y tenebroso. Aquella edificación debe ser la más extraña y de cuidado que haya visto. Al caminar por aquella pasarela de concreto, el mar se veía muy a lo lejos allá abajo, y yo andaba por ahí, hasta el final, y luego me echaba sobre el asfalto y le arrojaba piedras a los cangrejos grandes y gordos que se paseaban por ahí. Primero por diversión, luego por inquina. Aventaba rocas descomunales a los cangrejos y me encantaba verlos atontados por mi amenazante poder…

Fue un lindo tiempo arrellanado en la arena, solo, bajo una sombrilla blanca, como las casas, como todo; y escuchar música y pensar en la nada que termina siendo mi todo. Recordar a ese grupo de féminas que me preguntaron si les podía tomar una foto en la playa, y a las que les terminé tomando mil y cobrando favores por mi chapucero trabajo. Escuchar a Florence por los audífonos, viendo el manto de diamantes, y sus olas, y la arena.


Ese momento fue genial. Saltar de las rocas del peñasco, sin saber que me deparaba allá abajo, y encontrarme con un océano inmenso, con algas, con pequeños peces bailando. Escuchar que desconocidas se refieren a mí, al chico de la tumbona junto a la piscina, y me dicen “hey, loco Barrios, ¿hacemos algo?”. Y el crujir de los cangrejos, de todos por igual, sometidos por mi armamento de rocas, flagelados por mi buena puntería y yo hablando solo, como un orate, sobre el rico chupe de camarones que me voy a mandar.