miércoles, 11 de enero de 2012

No culpes a la playa

Solo en el mar, en el océano. Varado en pleno manto de cristales viendo el sol, el poderoso sol, calentándome la piel y coloreando mis hombros de un rojo ardiente, cual cangrejo, como los cangrejos que maté por diversión y desestrés en los peñascos de Asia.

Pero voy algo más atrás, al menguante diciembre que me arañaba los sesos con la idea de que se venía el nuevo año y yo ni enterado, bah, mejor dicho, sin ningún plan a la vista, con propuestas terribles alrededor, con la displicencia de los tres o cuatro amigos que poseo por querer pasar un año nuevo tranqui, sin excesos, sin chicas lindas y dispuestas a todo al lado… y yo pensando que, después de todo, no era tan mala la idea de pasar el año nuevo escribiendo con una pizza al lado.


Pero al final nunca hago eso. Antes de terminar el año me mudé hasta Asia (la playa, no el continente, obvio) y terminé haciendo cosas que nunca planeé en el mejor de los casos. No por eso, por referirme a que me ocurrieron cosas escandolasamente bellas, las citaré y terminaré rumiando un calendario lascivo. No. Hay mejores cosas aún, como las cosas que te suceden y te pueden cambiar la vida, aunque todo dure algunos instantes nada más.

Recuerdo aquél peñasco inmerso en el océano, desafiante, amenazante, ostentoso, y sonrío recordando como lo trepé la primera vez, sintiendo el dolor de las rocas filudas entre mis pies, los erizos endiablados, mis manos sobre las rocas, y luego, al final, desde lo alto, la laguna brava que se extendía metros hacia abajo, intimidando mi corazón por la incertidumbre de la feroz naturaleza, chocando contra las rocas y a la vez recordándome su profundidad y, obvio, mi ineptitud para el nado…

A veces me aparecía por la concurrida piscina. Después de andar en el mar, la piscina era aburrida, sin embargo, era menester relajarse en una tumbona y disfrutar de la explícita sensualidad que se desbordaba por el lugar. Era magnifico tener miles de sueños con cada una de las siluetas a mi alrededor y luego correr a las aguas de la piscina y reírme como un “loco” de todo y de lo azul de mi entorno…

Antes de que caiga la tarde, como haciendo hora para el sunset, me perdía en un extremo de la playa hasta llegar a un malecón inmenso y tenebroso. Aquella edificación debe ser la más extraña y de cuidado que haya visto. Al caminar por aquella pasarela de concreto, el mar se veía muy a lo lejos allá abajo, y yo andaba por ahí, hasta el final, y luego me echaba sobre el asfalto y le arrojaba piedras a los cangrejos grandes y gordos que se paseaban por ahí. Primero por diversión, luego por inquina. Aventaba rocas descomunales a los cangrejos y me encantaba verlos atontados por mi amenazante poder…

Fue un lindo tiempo arrellanado en la arena, solo, bajo una sombrilla blanca, como las casas, como todo; y escuchar música y pensar en la nada que termina siendo mi todo. Recordar a ese grupo de féminas que me preguntaron si les podía tomar una foto en la playa, y a las que les terminé tomando mil y cobrando favores por mi chapucero trabajo. Escuchar a Florence por los audífonos, viendo el manto de diamantes, y sus olas, y la arena.


Ese momento fue genial. Saltar de las rocas del peñasco, sin saber que me deparaba allá abajo, y encontrarme con un océano inmenso, con algas, con pequeños peces bailando. Escuchar que desconocidas se refieren a mí, al chico de la tumbona junto a la piscina, y me dicen “hey, loco Barrios, ¿hacemos algo?”. Y el crujir de los cangrejos, de todos por igual, sometidos por mi armamento de rocas, flagelados por mi buena puntería y yo hablando solo, como un orate, sobre el rico chupe de camarones que me voy a mandar.