miércoles, 9 de noviembre de 2011

Amistades peligrosas.

Caminando alunado en la madrugada incipiente. Avancé lejos, hasta el apartado paradero de autobuses de San Isidro, para verte, para responder con mi presencia a tu llamado. Tú sabías que iría, después todo, sabes lo fácil que soy, sobre todo para ti.

Esperé no más de quince minutos, luego pasó la cochambra esa, inmensa y faro-fundida. Me subí, mejor dicho, me trepé, y fue lindo: no había casi nadie, tres o cuatro pasajeros nada más, adormitados y bajo las luces blancas del colectivo; me senté al fondo, pegado a la ventana (como sabes que me gusta) y me sentí tan, cómo decirlo, como en una escena de los noventas, como en un film lumpen y noventero (como sabes que me gusta).

Algo de música me acompañó. Algunos sonidos improbables que reconfortaban al señor chofer y que a mí, por el contrario, me azuzaban la indigesta vista a la gente fea en las calles, a las casas sin gracia, a la melancolía de la ciudad que dormía o trataba de dormir. Así que yo, de pronto indiferente al tercer mundo, de pronto divertido, me tapaba los oídos y trataba de imaginar mi lengua dibujando los contornos de tu cuerpo.

Llegué a tu barrio y “¡bajo, profe, bajo!”, le dije a la carrera al chofer, le aventé unas monedas y me lancé del vehículo apurado por verte, por tocarte, por olerte, por reconocerte de la manera en que a ti y mi nos hacía tanto bien.

La luna seguía intacta, redonda y refulgente; la cosa más bella del cielo, la hermosura del firmamento. Ninguna estrella podría hacerle competencia. Era tan rotunda su belleza, como rotundo era el hecho de que ambos debíamos estar juntos, como dos media luna que se abrazan y hacen una luna llena, que sólo tienen sentido juntas, pues al lado de cualquier estrella, por más bonita que sea, nunca podrá brillar más feliz que desdichadamente.

Tu calle me sembró dudas. Tu calle hizo que mi vehemencia se tome un break y me detenga a pensar en tu vida llena de momentos sin mí. También, desde luego, me hizo pensar en la mía, y en los momentos en que tú ya no estabas. Por eso, respiré una bocanada de aire con olor a mar y, cual droga, como si estuviese aspirando algo de coca, algo de coquirri, me sacudí y tiré hacia atrás los pensamientos del mundo, para solo darle cabida a los del espíritu.

Toqué tu timbre, pensando que me moría por tocarte a ti. Sonó y sonó y mi corazón también lo hizo, agitado, como un redoble protervo de batería. Y luego, antes de que contestases, traté de hallar en mis recuerdos tu voz, y acariciarla y sentirla, para avivar en mí la flama que me consumía de la ansiedad y de la angustia.

De pronto se abrió la puerta, y tú sólo me dijiste “pasa”. Y no lo digo como algo que me decepcionó, sino más bien como algo lindo, algo prudente de tu parte. Porque, seguramente, también pensabas lo mismo que yo, y me necesitabas completo a tu lado, como yo a ti, y por eso evitaste cosas anodinas por el intercomunicador y apresuraste todo para vernos alma con alma.

Te amé. Otra vez te sentí igual a mí, otra vez te sentí tan distinta al resto del mundo, y a sus cosas, y a sus prejuicios, y por todas esas razones te adoré en silencio mientras me pasaba las manos por la cabellera, peinándome, adecentándome para ti… qué va, peinándome para que seas tú la que me despeine. Luego entré, levanté la mirada y todo el fuego de tu infierno se apoderó de mí.