sábado, 19 de diciembre de 2009

Lo que sé de él.

Sé muchas cosas sobre él, ahora estoy convencido de ello, y en el fondo me da gusto porque no fue una tarea fácil entenderlo y comprenderlo, ambas cosas a la vez, pues Ramiro es un tipo complejo, más de lo que aparenta, mucho más de lo que cualquiera creería. En esta madrugada fría te recuerdo, Ramiro, y te recuerdo porque tengo tus palabras en la mente, tus ideas en mis ideas, tus convicciones en las mías.

Ramiro es un tipo ladino, es un avivado camuflado en el rostro pueril de un tontuelo, un sujeto que advierte las cosas con presteza. Siempre me pareció que vivías en el futuro, que existías minutos adelantado en el tiempo, pues siempre reconocías cada situación que te tocaba y cuando llegaba a ti tenías varias soluciones a la mano. No tardabas nunca en afrontar las cosas como un perito; tu maldita inteligencia, eres más listo de lo que das a entender.

A propósito de la inteligencia, malvado narcisista, siempre te ufanas porque sabes que los demás no te entienden, que los comunes mortales no captamos tu ironía al hablar, que no notamos que nos estás ninguneando con tu sarcasmo agudo y viperino; y tú sólo te ríes cuando los demás te guardan cariño por tu perspicacia, la misma que te sirve para dejarlos despanzurrados en el lodo del oscurantismo.

Hey, Ramiro, querido, Ramiro el hipócrita, Ramiro el mitómano, Ramiro el de los cuentos alucinados; te soy sincero, nunca conocí a un mentiroso tan encomiable, a un urdidor de fabulas tan pero tan perfecto que a uno lo hacías dudar hasta de su propia existencia. Ramiro, no me dejarás mentir, eres un falso de cuidado, pues cada paso que das es una movida de maestro ajedrecista, todo tiene un fin, todo busca algo, y perdona la analogía, se que odias el juego del tablero bicolor.

Recuerdo cuando hablábamos un par de cosas entrada la madrugada, mejor dicho, recuerdo que tú hablabas y yo te escuchaba atónito, maravillado porque se notaba –como tú siempre decías- que habías leído El Príncipe de Maquiavelo varias veces. Conspirador, maquiavélico. Recuerdo que me dijiste que no crees en el amor, pero que a tu enamorada le dices que la amas todos los días. Recuerdo que me contaste que temes publicar tu novela y que nadie te lea. Recuerdo que admitiste que extrañas endiabladamente a tu alma gemela, y lo bien que la pasaban juntos. Recuerdo que dijiste que te causaban gracia las facciones étnicas de los amigos de tu banda cuando tocaban sudorosos. Recuerdo que, conmovido, prometiste cambiar cuando te canté Slumdog, la canción que te escribí.

Ramiro, lascivo, te duele el no encontrar amor en tu alma, te jode no enamorarte de una vez por todas de alguna chica bien parecida, como cualquiera lo haría, como las parejas de telenovela. Pero eso no puede ser para ti, lo sabes, y no hallas enamorarte porque el amor lo tienes racionado en pasiones que duran una noche o un par; o, si acaso, en largos meses si es que el sexo es bueno.

¿Sabes que eres vengativo?, lo eres, tú no perdonas, tú no sabes pasar por alto las felonías, no señor, y sé que no tendrás la frescura de negármelo, ¡a mí no! Y si no recuerda la vez que fuiste con tu chica a aquella discoteca apestosa y, tras varios vasos de cerveza, notaste que ella estaba flirteando agazapada en tus brazos, llena de mohines y miradas. ¿Por qué no la perdonaste, Ramiro?, ¿por qué la engañaste una vez más sacándole la vuelta, haciéndola pagar algo que, quizá, sólo ocurrió en tu imaginación de borracho?

Ramiro, chico listo, chico que escucha Cuando nadie me ve de Alejandro Sanz y la canta a voz en cuello porque también eres otra persona cuando nadie te está viendo, eres todas las personas con las que estás, eres todos y nadie, eres tú pero a veces también eres alguien que no reconocería jamás. Hoy te recuerdo, Ramiro, recuerdo tu prontuario y te saludo con estas líneas que seguramente odiaras cuando estés sobrio y las leas, porque te he desnudado, porque he dicho lo que tú nunca podrás decir.

martes, 8 de diciembre de 2009

Salsa del recuerdo.

He regresado por algunos días a Lima, vuelvo a una ciudad atrabiliaria, convulsionada, llena de humo, una ciudad deprimente salvo por las consolaciones que te da el tener un Mc Donalds a la mano -tú sabes, uno sólo anda en Lima porque se disfruta de la globalización-, fuera de eso, extraño la lejanía del pueblo donde me desintoxiqué la mente, aquella colina a la que volveré pronto capeando el soroche y escuchando a los reds.

Unos amigos de la universidad me invitan a una fiesta, al cumpleaños de alguna anónima que no me interesa conocer, porque cuando pregunté por ella me dijeron que no pasaba nada, que ni con tragos te convence; pero accedí acudir al tono porque también me dijeron que la susodicha tiene buenas amigas, amigas de la Católica, de la Pacifico, flaquitas bien ricas, Marco, me dijeron, por eso acepté sin titubear.

Al día siguiente me encuentro con mis amigos, nos saludamos con cariño, pues no nos vemos hace mucho. De inmediato nos encaminamos a la fiesta y tomamos un taxi hasta Surco, que es donde queda la casa. La dueña del santo se llama Pilar, y al verla compruebo lo que mis amigos ya me habían adelantado: es fea. Pilar nos invita a pasar a su casa, a disfrutar de la fiesta. Nosotros entramos y veo entonces que la reunión ya ha empezado, que hay chicos y chicas bailando y libando; veo que hay bastante trago en la mesa, trago que no podre probar porque estoy con pastillas para controlar la ansiedad; y veo que hay varias chicas encomiables a las que me gustaría poseer desde ya, porque esas mismas pastillas lejos de quitarme la libido, me la han aumentado a proporciones de cuidado.

Mis amigos no pierden tiempo y empiezan a absorber con alborozo vasos y más vasos de ron y vodka. Yo, a un lado, ensimismado y abstemio, me bajo una cocacolita helada nomás, situación que con los minutos se hace pesada, pues la gente se va emborrachando y acelerando y alocando, todos juntos, todos en ese orden, y yo sigo en el primer nivel, o sea: tranqui, con mi gaseosita negra y jodidamente sobrio.

En esas estoy, cuando de pronto, no puede ser, ¿Carla?, me sobo los ojos como incrédulo, pero sí, es ella, es Carla, una chica con la que salí hace algún tiempo, una “ex” como dicen por ahí las noveleras. Veo a Carla con un grupito de gente, están chupando y riéndose de sabe Dios qué, ella está linda, le sienta bien el color azul, está vestida en escala de azules, siempre le quedó bien ese color.

Me hago el tonto conversando con los tontos de mis amigos, los cuales, a propósito, están ya borrachos y tramando planes para el año nuevo, y espero a que sea Carla quien me reconozca y se acerque. Maldito orgullo, siempre me haces esto. Espero parado un buen rato y ella no parece detectar mi presencia, no nota que la espero, no nota –o finge no notar- que otra vez estoy babeando por ella.

La música empieza a expeler una serie de Salsas cubanas, y yo muevo los pies incitado por esos ritmos que ya me gustaría dominar en la pista de baile. Al mismo tiempo veo de soslayo otra vez a Carla, pues recuerdo que a ella le encanta la Salsa y que a mí me encantaba como la bailaba porque lo hacía con una maestría y una sensualidad que siempre nos hacía terminar en unas clases intensivas en mi cuarto, en el depa.

Carla sale a bailar con un idiota de por ahí, un pavo que la abordó. Veo eso y me llega, veo eso y quiero meterme un trago, veo el trago y recuerdo que no puedo tomar, y eso me encoleriza más aún.

Rato después, Carla regresa con su grupo de amigas, y yo sé que ya me ha visto, que ya advirtió mi presencia en la fiesta, pues ella y sus amigas cuchichean ladinas y me miran agazapadas, y yo me doy cuenta de todo eso porque soy bueno para notar las indirectas, y sólo me hago el loco y tomo mi cocacola flexionando el brazo duramente, resaltando mis bíceps, dándoles algo más que ver a las flaquitas esas, después de todo uno no hace ejercicios por las puras.

De pronto suena una canción que me resulta muy familiar, una canción que exacerba el cariz del momento, una salsa que Carla me dedicó cuando estábamos. Yo la miro y ella me ve, y ambos nos reímos cómplices, entonces me acerco y la saco a bailar, ella acepta con una sonrisa y entonces la noche empieza a cobrar sentido.

Carla y yo hablamos un par de cosas, un cómo has estado, un qué ha sido de ti, mientras tanto, yo disfruto verla bailar, moverse tan rico, tan suave, menear su cuerpo magro y agraciado mientras me canta al oído Ricki ricon, mientras yo le digo con fruición lo que le solía decir cuando estábamos, que puedo ser su Ricki ricon, o el perro Dollar si prefiere.

Carla sonríe divertida y luego pasa sus manos por mi cuello, acerca sus labios a los míos, me besa lentamente, moviendo su lengua por la comisura de mis labios, como sabe que me gusta; yo la acaricio y le pregunto si la puedo acompañar a su casa, ella me dice que sí. Entonces le pregunto si primero ella me puede acompañar a la mía, ella se ríe y me dice que no cambiaré jamás, pero acepta y me toma de la mano, lista para revivir escenas de capítulos anteriores.

jueves, 26 de noviembre de 2009

La búsqueda de la tranquilidad

Cuando llegué hace un par de días, lo hice con temor y dudas, temor porque a un diagnosticado de ansiedad generalizada todo le causa miedo, y con dudas porque yo siempre dudo y porque esa playa era casi un desierto en medio de una provincia silente, un lugar alejado y con menos gente de la que veía en el ostracismo de el bunker en San Borja, del encierro que me causó el mal, de la soledad que me enfermó.

La playa es preciosa y la casa donde estoy queda a unos pasos de la orilla. Duermo escuchando el mar y me levanto aún oyéndolo, aún sintiéndolo, aún susurrándome una calma que pensé no existía más. A propósito del mar, este mar es de aguas impecables, diáfano, de una pulcritud extraña para ser una playa peruana (tipo esas playas sufridas de la Costa Verde, donde hay más basura que gente y donde la gente prácticamente nada en basura, pero bueno, playa es playa y como no hay plata para ir al sur bajemos a la pujante Costa Verde, aunque sea un nido de ratas).

En la casa (que está cerca al mar y a la que me gusta llamar La Jato de la Beach) tengo de todo, tengo una laptop donde puedo escribir y tengo una guitarra con la que puedo tocar, fuera de el resto de cosas, esas dos significan todo para mí: la vida es bella si puedo escribir y tocar. Además, tengo el mar como una sombra bienhechora que me secunda en mis quehaceres amados, lo cual le da a todo un cariz inspirador, tú me entiendes, las ideas fluyen sin rémoras, salen pías, sin las contaminaciones de una vida premurosa.

Entrada la tarde, cojo la guitarra y camino unos pasos cerca al mar, luego me arrellano en la arena y me arranco a tocar y tocar por horas, cerrando los ojos, escuchando que todo fluye, sintiéndome brioso, sintiendo las olas formarse y estallar, sintiendo las gaviotas pululando, sintiendo la guitarra recordando mis canciones, sintiendo que puedo estar fuera de Lima, sintiendo que puedo vivir aquí sin ningún problema, y todo es una experiencia que jamás pensé vivir y que le da sentido a mi existir, es como que el destino urdió las cosas que me pasaron para terminar aquí.

En los conciertos diarios que le ofrezco al mar, me es imposible no interpretar una canción que escribí tiempo atrás y a la que acertadamente titulé Adusto Mohín, la cual habla de los sueños que se nos van, de las ilusiones que se nos desmoronan, es como cantarle a la melancolía, la melancolía de lo que quedó en el hubiera. Entonces todo es un desfogue insigne y liberador, y cuando la canción termina las melodías se van y se llevan mis penas y luego todo está bien, extrañamente bien.

En las noches el cielo es oscuro y estrellado en la playa, el mar sigue cantando para mí y sólo para mí, lo puedo escuchar desde la alcoba, lo escucho con claridad mientras escribo como un orate una novela más, una novela que me sale del alma porque no me interesa publicarla, no me preocupa si alguien la lee o si alguna editorial se fija en ella, sólo me preocupa que refleje lo que quiero contar, lo que quiero decir, por eso me encanta, por eso será mejor que las dos anteriores.

Las cosas aquí son inmejorables, me encantan, no las quiero cambiar. Por eso recomiendo redobladamente la búsqueda de la tranquilidad, sea donde sea, siempre habrá algún rincón destinado para esa noble tarea, la de procurarnos solaz. No te aflijas por no ser famoso, eso nunca trae nada bueno. No pierdas tu tiempo formando una mal llamada banda de rock, tú sabes que esa empresa no pasara de tocar para tus amiguitos, de vender entradas para que te vean tocar, de creerte músico porque tocas en los pujantes pubs de nuestra Lima querida. No te frustres tratando de vender libros y de ser el siguiente Gabo, no te castigues así, no escribas para la fortuna, el truco es escribir sobre lo que la fortuna te propinó alguna vez. Por eso tómalo con calma, anda tranquilo nomás, experimenta hacer música de tu vida para la vida, trata de escribir lo que te plazca sin medirte, sin censurarte, y haz esas cosas que te gustan por ti y para ti que no hay nada mejor que eso.

martes, 10 de noviembre de 2009

Visita al psiquiatra.

Cuando me arrastraba cual reptil herido por los suelos del depa, supe que debía aceptar que necesitaba ayuda, que no era normal verme reducido a escombros tan a menudo, tan seguido y de manera gratuita; porque sin chupar o drogarme, me sentía como si lo hubiera hecho y en exceso, entonces fue por eso que le hice caso a papá y a Valeria y a la psicóloga que me atendió la última vez: debía visitar al psiquiatra.

Como soy un esquilmado convicto y confeso, tuve que dejar que Valeria me preste dinero para costear una consulta en una clínica; ella me llevó a un nosocomio decente y sacó una cita para la tarde y pagó una escandalosa suma de dinero por esa empresa, y la pagó billete tras billete, en one, sin reparos ni tacañerías, la pagó porque me quiere y por ayudarme, y la pagó a pesar de que, yo sé, ella sabe que quizá nunca yo le pague a ella.

En la sala de espera había mucha gente, muchos pacientes esperando impacientes por ser atendidos, ¡cuánto loco, caray, quién lo diría! Todos esperamos a que nos llame el doctor o su enfermera que, a propósito, está bien rica y bien provocativa esa chata, y yo la miro con ganas y luego, cuando miro a otro lado, recuerdo toda la mierda que tengo en la cabeza y entonces sólo encuentro ganas de morir.

La enfermera me llama y yo doy un respingo y camino hasta el cuartito donde está el doctor. Valeria me mira con una sonrisa y me dice “suerte”, y yo la miro con gratitud mientras camino ensombrecido. Una vez adentro, veo al honorable psiquiatra, que es un chino como casi todo en esa clínica, es un hombre pequeño y viejo y parece más alunado que yo, parece un paciente más el muy asiático. Tomo asiento frente a su buró y arrancamos a hablar.

Qué te trae por acá, me pegunta y no me lo pregunta con complicidad, sino más bien como aburrido, como cansado de atender a tanto confundido. Yo le hago un resumen de mi vida, un compendio de mis principales problemas (que no son pocos), y trato de no obviar detalles, confieso todas mis abyecciones como cuando era niño e hice la primera comunión, y contrito le confesé al padre que me gustaba masturbarme.

El psiquiatra no me hace mucho caso, apunta algunos firuletes en una hoja de papel, luego espera a que termine de hablar (y debo resaltar que no se sorprendió de nada de lo que le conté, bien open mind el doc) y me dice: vas a estar bien, los males físicos que sientes son producto de tu mente, de tus nervios. Yo me alegro de saberlo, le digo que es un alivio enterarme de eso. Él me dice que este tema debe tratarse con pastillas, entonces va y rebusca en una vitrina que tiene por ahí y me alcanza dos cajas de medicamentos.

El psiquiatra me dice que debo tomar pastillas en la mañana y en la noche, religiosamente, me explica que son para la depresión y para el sistema nervioso. No me gusta la idea, pero acepto nomás, no me queda de otra, no quiero seguir padeciendo. Mientras el doctor me escribe su diagnostico, yo escudriño en las indicaciones de las tabletas que me ha dado, veo los efectos secundarios, y entre tantos, uno me escandaliza: perdida de la libido.

Entonces imagino lo peor y siento que esas pastillas van a ser un error, porque yo prefiero mil veces estar cagado pero con la pinga enhiesta y ansiosa, que sano pero con la zona urogenital en reposo y a dieta. Entonces, no señor, así no es; le pregunto al doctor si esas pastillas me van a mutilar, y él me dice que no me preocupe, que todos los medicamentos tienen efectos secundarios y que la mayoría son sólo una mínima probabilidad.

Sin que termine de convencerme su respuesta, el doctor sigue arremetiendo contra mí y me dice que el tratamiento durará seis o siete meses, que debo tomar las pastillas todo ese tiempo y que, por siaca, joven, no puede usted tomar licor ni fumar ni drogarse. Yo me rió ladino, como diciendo “buena esa, doc”, pero el doctor no se ríe, sigue serio con su cara de antiguo samurái y yo pienso: putamadre sólo falta que este tío me mande a buscar chamba.

El psiquiatra y yo nos despedimos, me dice que debo verlo mensualmente y me dice una vez más que voy a estar bien. Yo le doy la mano y trato de convencerme de que puedo ser felíz sin todo lo que tengo prohibido, porque mi estragada salud me pide una mano, porque no me quiero extinguir en el corto plazo. Y entonces salgo con las pastillas que deberé tomar cual flaca con sus prudentes anticonceptivos, y pienso “para qué me habré reído y disfrutado de no ser mujer, cuando veía flacas tomando sus pastillitas para no quedar encinta. Es el karma, es el karma”

domingo, 25 de octubre de 2009

Las noches y los cambios.

Leonardo, Diego y yo llegamos a Miraflores entrada la madrugada, pasaban de las tres, los pubs y discotecas ya estaban en muere, había mucha gente por ahí haciendo hora en el parque Kennedy o por la mal llamada calle de las pizzas (que más parece la calle de las putas); parecía que las juventudes que pululaban por esos sitios desolados no querían que la fiesta se termine. Y bien por ellos, mis amigos y yo estábamos en las mismas.

Nosotros nos veníamos de una reunión más o menos nomás, una reu que terminó temprano y de la cual nosotros nos afanamos un ron con coca cola, fieles a nuestro estilo, pero es que el trago no se desperdicia, chicos, y mientras hay trago la noche es joven. Así que le dije a Leonardo que se guardé el trago y él, tan diligente, lo hizo con maestría y concha y por eso ahora estábamos en el Kennedy con un trago y con ganas de seguirla.

Yo, porque me creo enfermo o porque soy un hipocondriaco mal, hace mil años que ya no tomo, trato de no ingerir licores, pienso que si sigo chupando como solía hacerlo terminaré incinerado muy pronto (porque a mí me incineran, ¿ya?, no me entierren), entonces no bebo, pero eso no quiere decir que no me guste parrandear o flirtear o estar con mis amigos; por ello, estoico, salgo de noche y pongo plata para el trago y opino sobre qué trago se debe comprar, pero no tomo, sólo lo hago en un afán de contribuir con la gente y mi juventud.

Leo, Diego y yo nos arrellanamos una de las bancas del Kennedy y ellos se ponen a chupar en vasos descartables, y los tres nos ponemos a atisbar a las hembritas ricas y putonas que salen caminando en vilo de las discotecas de la calle de las pizzas; hembritas que estarán borrachas hasta las manos, pero que están harto comestibles y que nosotros miramos con fruición, porque las muy pendejas se ponen a hueviar por el parque moviendo el culo bien apretadito en sus jeans, listas para los trajines de una aventurilla de una noche, de un choque y fuga como dice por ahí la lumpen.

Vemos desfilar, con creciente atención, a no pocas flacas muy cerca de nosotros; los tres nos animamos a abarcar a algunas o a todas o a las que atraquen o a cualquiera porque la cosa es chupar, agarrar y manosear, siempre y cuando no sean chicas feas, y cuando digo feas me refiero a féminas realmente cero agraciadas, porque para que un pervertido como yo y un par de borrachos como mis amigos digamos que una chica es fea, pues, es porque es realmente un arácnido grotesco, una retropatada en la zona urogenital.

Los chicos urden planes prometedores para abarcar flacas, para florearlas, para decirles que tenemos un trago y que nos acompañen a chuparlo, para decirles para ir a tu depa pues, Marquito, en tu depa la hacemos. Y yo les digo que bacán, que sale. El problema es que mis amigos, en todos los planes que tienen, quieren que sea yo el que les hable a las chicas, el que les haga la invitación, el que pase el roche se podría decir. Yo les digo que no, que lo hagan ellos. Ellos me dicen que si algo bueno tengo es que puedo florear (o sea hablar mierda de manera convincente) y que siempre he sido yo el que abarcaba a las flacas en los tonos, me recomiendan que no olvide esa costumbre. Yo les digo que eso era antes, hace meses, cuando salíamos más seguido. Entonces ellos toman mi actitud con asombro, creen que arrugué, no ven en mí a su amigo de antes y Diego me dice lo más sensato y coherente y cierto y desahuevador que me han dicho en mucho tiempo: Has cambiado, antes eras más avezado.

Mientras mis amigos babeaban viendo a las flacas a las que no se atrevían a hablarles, yo sólo podía pensar en que realmente he cambiado, ya no tomo, ya no lanzo, ya no voy a fiestas, ya no gileo hembritas, ya no hago ninguna de esas cosas a las que extraño en hermético silencio y que me han mudado a ser un pata tranqui nomás, un patín con un historial execrable que ahora se la pasa escribiendo y filosofando de la vida con royos existenciales, y entonces estoy así, pensando y repensando en esa banca del Kennedy, hasta que tres chibolas, ricas para qué, se sientas en la banca continua, y yo les paso la voz a mis amigos y, a la mierda, me paro y les voy a hacer el habla para demostrarme que soy el mismo, que todo sigue igual.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

El difícil lugar.

Encontré a Valeria en Larcomar, en ese centro comercial que yo tanto odio y que ella tanto ama. Llegué a darle el encuentro con poco entusiasmo, más bien lamentando haber pactado esa cita, pues no quería moverme del depa, quería que ella fuera la que me busque, que me busque para tirar. Además, no quería salir a entremezclarme con gente ese día, y menos aún a Larcomar, donde mi esquilmada posición sólo me permitiría mirar vitrinas y dar pena en los diferentes negocios donde no han oído hablar de la solarización.

En fin, llegué y Valeria ya llevaba tiempo esperándome, estaba oteando el mar por aquel bello malecón, que está en la entrada del centro comercial. Estaba linda, como siempre; me preocupó verla tan sola y tan linda, a merced de algún avivado desconocido que se le pueda acercar; y luego me fue inevitable no desearla, convirtiéndome en un avivado conocido que la quería poseer antes de si quiera saludarla.

Valeria me saludó con cariño (a pesar de que yo la saludé con la frialdad de un lascivo no correspondido); me dijo que me veía bien (a pesar de que estaba con el cabello revuelto y con ropa gastada); y dijo que me había extrañado hasta cuando dormía, que se moría por verme (a pesar de que mi forma de extrañarla, a veces, se limitaba a amarla sólo cuando hacíamos el amor). Esa diferencia entre nuestros sentimientos –que yo notaba y que ella, enamorada, ignoraba-, me producía un fastidio malévolo, me hacía cavilar en que no merecía a Valeria, y eso me ponía de peor humor.

Me emprendí entonces en un actuar errático con ella: no le hablaba, no la veía a los ojos, no le seguía las conversaciones, no me reía de sus bromas y –peor aún-, yo no hacía bromas –signo de que estoy enfadado o incomodo o malhumorado o todo al mismo tiempo; creo que en el fondo quería que Valeria notara mi pesadumbre, que la lamente, que se sienta culpable, que se arrepienta de haberme citado en Larcomar y no haber ido al depa a tirar conmigo.

Valeria me aguantó, soportó mis niñerías estoicamente, me ofreció una sonrisa cuando yo le ponía cara de “estoy aburrido”, y me tomó del brazo con cariño mientras yo caminaba ensimismado con las manos en los bolsillos. Pero claro, ella no es un robot, ella es una chica con sentimientos, por eso, luego de un rato de bancarme, ella se enfadó, se desesperó, perdió el control, me acusó de no amarla, y me pidió que la acompañe a su casa.

Le dije que no la acompañaría. Ella me dijo que debería hacerlo, que soy su enamorado. Yo le dije que me llegan esas cursilerías, y que manipule el término “enamorado”, convirtiéndolo en “guardaespaldas”. Ella me dijo que soy un desconsiderado, que no le importo. Le dije que yo tampoco le importo, sino no me hubiera hecho ir hasta ese centro comercial en vez de ella buscarme, dejándome con la libido en los labios. Ella me dijo que ser enamorados no es sólo tirar. Yo le dije que eso es lo mejor de ser enamorados.

Valeria avanzó unos pasos, tomó un taxi y se marchó en mis narices, dejándome confundido entre tanta gente confundida que va a Larcomar a ver vitrinas. Luego me marché caminando con languidez, recordando que el amor es un don que no me ha sido otorgado, y lamentando que, a veces, equivocadamente, intente que la pasión y el deseo ocupen su difícil lugar.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Sólo piensa.

Ramiro enciende la laptop y hace crujir sus nudillos, se alista para escribir, para retocar la novela que ha terminado. Pasa largos minutos arrellanado en el sillón, viendo la pantalla de su ordenador en blanco; no tiene ideas, no sabe qué aportar. Sólo piensa.

He adelgazado, se dice, mirándose el abdomen, algo de bueno me dejó enfermarme casi un mes, al menos me deshice de las adiposidades que me conminaban a usar ropa ancha, cual reggaetonero.

Cuando me enfermé, la única persona que estuvo conmigo fue Andrea, soportarme cuando mi existencia se vio reducida a escombros, es una de las grandezas más sublimes que he visto y veré.

Andrea merece a alguien mejor, así como yo merecí enfermarme por ser una mala persona con ella, con ella que es tan buena conmigo.

Ramiro mira en derredor, como buscando ideas: no se me ocurre nada, se amarga, no sé para qué pienso tanto, no sé para que le dedico tanto esfuerzo a una novela que nadie leerá, se frustra.

¿Estaré haciendo lo correcto? ¿Valdrá la pena haber ninguneado mi bachillerato de la universidad para dedicarme a escribir? Desde que empecé con esto hay algo que no he parado de ganar: críticas desdeñosas, los absurdos de siempre, piensa.

Finalmente, creo que mi motivación es darles la contra a todas las personas que solo saben hablar mal, escribir si ellos no quieren que lo haga; y, si acaso, con alguna fama futura, taparles la boca y reírme de ellos.

Ramiro recuerda cuando, una vez hace tiempo, una amiga suya le alcanzó un cuaderno y le pidió que le dejara un recordatorio con su firma, “para que cuando seas famoso tenga pruebas de que fuiste mi amigo”, le dijo ella. Ambos se rieron, y Ramiro pensó que en la vida aún hay gente que cree en la gente.

Creo que ahora tengo más enemigos que amigos, o más opositores que partidarios, piensa.

Ramiro recuerda al ganapán que le jugó sucio hace unas semanas, haciendo una serie de movimientos pueriles para evitar que su banda toque en un concierto de sábado en la noche. Lo recuerda porque ese sufrido sujeto intentó también hackearle unos correos días atrás, demostrando que no cuenta con una vida muy entretenida. Ramiro sintió pena por aquel hombre con alma de anciano.

Siento una extraña paz en mí, piensa él, la atribuyo a que ya no uso celular.

No me quiero cortar el pelo ni afeitarme la barba, cavila, me gusta esa imagen decadente y lumpen, sibilina y misteriosa; todas esas cosas que no soy.

Hay pizza en la refri, se recuerda, lo mejor de vivir sólo es que las decisiones no se debaten, y si quiero almorzar pizza congelada, pues lo hago y ya.

Ramiro no ha logrado escribir ni un ápice, a veces pasa, suele suceder que uno se encuentre obnubilado. Entonces, obnubilado y con hambre, apaga la laptop y se dirige a la cocina, a ejercer su dictadura.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Los tristes finales.

De lejos, y como es sabido por toda la sociedad bohemia y fiestera, la peor parte de las reuniones, francachelas, saraos o chupetas, es la mañana siguiente, la cual llega acompañada de la temible y famosa resaca: esa nube negra que se posa sobre las cabezas de los trasnochados anegados de alcohol, y que te somete a insufribles dolores y pesares, a ingobernables arcadas y dolores de cabeza, a hacerte jurar que “esta es la última vez que tomo, por Dios”.

Hoy, este domingo gris y feo –como son todos los domingos en esta ciudad–, estoy tirado sobre mi cama, despeinado y ojeroso, desnudo y adolorido; sintiendo que todo me da vueltas, tanto con los ojos cerrados como abiertos, y sólo me sujeto fuerte al colchón y maldigo mi suerte.

Deben ser las tres o cuatro de la tarde, no lo sé ni me importa, sólo tengo en la cabeza la vaga idea de ponerme de pie e ir por algunas pastillas para mitigar mis múltiples dolores; lo lamentable es que esa idea no es muy fuerte, o quizá yo soy muy débil, lo cierto es que no me paro, me quedo tendido en la cama largo rato más.

Reptando, voy al baño y vomito la vida en el pobre inodoro, que cumple con estoicismo la difícil tarea de aguantar todo lo que chupé el día anterior, sólo que procesado y fusionado con bilis. Luego hago algunas abluciones y me echo bastante agua en la cara, mientras el espejo me devuelve la imagen de un joven mediocre de ciudad mediocre de país mediocre; me devuelve la imagen de un joven como tantos en el mundo.

Tengo un pequeño botiquín en el dormitorio, donde almaceno algunas pastillas y remedios que seguramente ya expiraron, pues los traje de la casa de mis padres y en esa casa vivieron desde que tengo uso de razón. Igual, no me queda de otra, agarro una de las pastillas que es para el dolor de cabeza y me la tomo ayudado con un vaso con agua; me da asco la operación.

Recuerdo que alguien me dijo alguna vez, que lo mejor que se puede hacer cuando uno está con resaca, es seguir chupando. Me parece algo descabellado e ilógico, yo, de sólo pensar en más alcohol, se me revuelve el estómago y voy directo al baño con la urgencia de expeler ciertos químicos fermentados y constrictores.

Tomo jugo de naranja bien helado, y al hacerlo siento como todo mi diezmado interior se procura un alivio celestial; se apaga el incendio que llevo dentro por algunos segundos, hasta que sus llamas reviven subyugándome una vez más. Luego prendo la tele y veo Nickelodeon o MTV, tras unos momentos –en el mejor de los casos–, veo todo borroso, luego veo doble y a veces hasta triple, y entonces tomo más jugo de naranja y el círculo se vuelve a repetir.

Detesto la resaca y sé que ese sentir lo comparto con no pocos borrachines que hay en el mundo. ¿Saben cuál es la idea del millón de dólares? Dejar de inventar tanta pastilla para el dolor de cabeza o de barriga o de lo que sea, e inventar una pastilla anti resaca, que sea capaz de solucionar los tristes finales de las noches locas que nos alegran la existencia.

martes, 7 de julio de 2009

Hipocondriac honey moon.

Estoy aburrido, probablemente más que Leonardo; es un sábado aletargado, es de noche y no hay nada prometedor por hacer, sólo seguir sentados sobre esta banca apestosa del parque venido a menos que siempre nos recibe triste y tranquilo, tranquilo y apestoso, como las bancas que hay en él y como sus fortuitos ocupantes.

Leonardo me dice para ir a su casa a escuchar sus discos de aerosmith y prendernos unos tronchos. Yo le digo que no, le recuerdo que es sábado y que lo mejor sería buscar un par de hembritas y hacerla por ahí. Él me dice: llama a Andrea, dile que venga con una amiga. Yo le digo: Huevón, si quisiera ver a Andrea estaría con ella y no contigo.

¿Qué tienes en mente?, me pregunta Leo. No tengo nada en mente, ese es el problema, le respondo. Vamos a la avenida La Marina, ahí hay un culo de discotecas, fácil la hacemos, me dice Leonardo. Estás cagado, esas discotecas apestan a ala, le digo. No se me ocurre nada más, me dice. Hay que comprar un trago mientras pensamos, le digo. Yo creo que mejor es ir de frente a la Marina, pero bueno, compremos el trago, acepta.

Compramos un ron barato, lo combinamos con cocacola, lo llevamos hasta el parque y nos servimos en vasos descartables; lo hacemos sigilosamente, con cuidado, no vaya a ser que pase la tombería y nos arruine el miserable plan que hemos logrado urdir mi amigo y yo.
Conversamos y tomamos por un buen rato, unos largos instantes hasta que al destino se le termina la buena voluntad y arremete malamente contra nuestras aciagas existencias. Un joven de mediana edad, vestido todo de azul y trepado en una bicicleta oxidada se nos acerca por detrás, luego se estaciona junto a la chingana en la que hemos convertido a la pobre banca del parque.

Buenas, buenas, choches, dice el joven oficial, no es un policía es un colaborador del serenazgo; está determinantemente prohibido libar licores con contenido alcohólico en las vías públicas, añade. Leo y yo nos miramos socarrones. Disculpe, oficial, pero estamos acá tranquilos, sin molestar a nadie, le digo. Yo sólo recibo órdenes, choches, los vecinos son los que se han quejado, me dice. Caballero, mi tía Raquelita vive en el edificio de en frente, le miento, yo soy vecino de aquí, del barrio. El joven me mira incrédulo y hasta ofendido.

¿Me estás tomando el pelo, choches?, me pregunta. Claro que no, jefe, le digo, pensando que se soliviantará porque lo he llamado jefe. Para su información yo soy el superintendente del grupo de control de disturbios y sonidos estruendosos en zonas urbanas. Ah, caramba, le digo. Así que, por favor, vayan circulando de este parque de áreas verdes, dice. Leo lo mira divertido y le dice: Maestro, ¿un traguito?, y luego le alcanza un vaso descartable con ron.

¡Al oficial Esneider Huamán nadie lo corrompe!, dice alzando la voz. Leo y yo nos reímos. Nadie lo quiere corromper, oficial, sólo le invitamos un traguito para el frío, le digo. ¿Para el frío?, pregunta Esneider. Claro pues, maestro, con este frío un trago le caería a pelo, le daría fuerzas para seguir patrullando, le digo. ¡Puchicana!, ¿seguro?, duda el oficial. Seguro, Míster, pruebe el trago que está buenazo. El joven acepta el vaso y se toma el ron de un sorbo.

¡Achachay, ta´ fuertototote!, dice. Es el famoso hipocondriac honey moon, le miento; es un trago famoso en USA. Leo se ríe y dice: es que acá el hombre es barman, se hace los mejores tragos de la ciudad. En ese caso sírvanme otrito más, dice el oficial. Con todo gusto, digo mientras lleno el vaso descartable con más ron barato.

El oficial Esneider Huamán se toma uno, dos, tres, y hasta cuatro vasos más con nosotros; se los tomas así, seco y volteado; luego nos devuelve el vaso y dice: Gracias, muchachos, gracias por tantas atenciones con su oficial. Le regalamos el vasito, jefe, lléveselo de recuerdo, le digo, renuente a tocar ese recipiente otra vez. Se agradece, dice el oficial y luego se trepa en su bicicleta y arranca en vilo: Nos vemos, choches, ya será hasta otra oportunidad. Leo y yo le hacemos adiós con las manos y luego soltamos a reírnos de lo ocurrido; y entonces yo siento que en esta ciudad uno no se puede aburrir, porque siempre hay alguien dispuesto a hacerte reír.

domingo, 21 de junio de 2009

Bajezas.

Suena el celular, recibo un mensaje de texto: hola, como estás. No identifico el número remitente, no está en mi agenda; debido a la curiosidad que me invade, violo mi habitual desinterés por contestar los mensajes de texto y escribo: ¿Quién eres? No tarda en responder: Qué mal que lo preguntes, sé que ha pasado tiempo, pero no es motivo para olvidar. Quedo extrañado y ahora con mucha más curiosidad respondo mintiendo: He cambiado de celular, sigo con el mismo número pero mi agenda se borró, por eso no sé quién eres. Un nuevo mensaje llega sucinto: Roxana.

Respiro profundamente, estoy impresionado. No veo a Roxana hace meses, no desde que nuestros destinos se separaran porque le fueron con el chisme de que yo salía con ella mientas tenía enamorada. Ella enfureció conmigo, me habló terriblemente; yo hice lo que suelo hacer cuando me siento vejado: mandar todo a la mierda. Ese mismo día borré su número de la agenda del celular.

Le escribo: ¡A los años!, qué gusto saber de ti, ¿cómo has estado? Ella me escribe: No tan bien como tú; estaba escuchando la canción de 311 que me dedicaste, me acordé de ti, te eché de menos. No recuerdo haberle dedicado una canción, pero a veces uno dice cosas por arrechura de las que no suele acordarse. Rememorando buenos tiempos le escribo: Qué bueno, yo también te echo de menos, ¿podremos volvernos a ver? Ella escribe: ¿Tienes algo que hacer hoy? Animado escribo: Verte, vente al depa. Ella escribe: Salgo para allá en una hora, espérame.

Estoy intranquilo, impera en mí la incertidumbre de volver a ver una antigua pasión, porque lo nuestro fue eso: Pasión. A Roxana y a mí nos unía un vínculo lascivo, sobre todo. Me encantaba la capacidad que tenía para sumergirse a las abyecciones pervertidas que yo le proponía. Eso era lo que más me gustaba de ella.

Roxana llega y nos saludamos con un cariño nervioso, ambos sabemos que las cosas no terminaron bien; es la primera vez, desde entonces, que nuestros orgullos ceden y nos permiten abrazarnos de nuevo. Yo la veo y noto que ha cambiado, pero mantiene ese airecillo altivo de siempre. Ella me dice que estoy mucho más pelucón, que extraña mi cerquillo. Roxana entra a la sala caminando frente a mí, con sus ropas ajustadas que resaltan sus atributos, y entonces recuerdo que es lo que yo extraño de ella.

Nos sentamos a charlar y nos ponemos al tanto de nuestras vidas, y todo va bien hasta que ella revive el infortunado rumor que nos alejó. ¿Por qué no me dijiste que tenías enamorada?, me dice. Porque no tenía, miento; tú sabes que no creo en esa clase de cosas, añado. Pero mis amigos te vieron, te encontraron con la chica, y varias veces, me dice. Tus amigos son una tira de idiotas, le digo. Ellos no me mentirían, me dice. Yo tampoco, pero tú les creíste a ellos, me defiendo. Pero te vieron con la chica, me dice. Era una amiga, no mi enamorada, miento otra vez. ¡Sí, claro!, ironiza.

Me acerco a Roxana y le digo que no tiene caso hablar de ese absurdo, le sugiero que lo olvidemos y que mejor sería celebrar que otra vez estamos juntos. Ella se cruza de brazos y no dice nada, y yo siento que se me ha encendido, nuevamente, todo el deseo por ella. La acaricio, me aproximo algo más, ella me mira fijamente y se deja besar con fruición. Nos besamos y luego revivimos las afiebradas bajezas que nos solían hacer suspirar, e incluso también, en mí, la culpa por estar engañando a las dos una vez más.
Felice giorno, Blog!!!

domingo, 14 de junio de 2009

La maldita tecnología

Una de las cosas por las que creo que mi existencia no carece de sentido, es el hecho de que ya haya terminado mi novela; le estoy dando unos retoques para dejarla mejor. Siempre la guardo en mi incondicional USB, un aparatejo que me resulta muy práctico. Nunca he guardado ni guardo la novela en la laptop, eso porque siempre estoy de un lado a otro, escribiendo itinerante entre la universidad, mi casa y la biblioteca; por comodidad siempre elijo el USB.

No fueron pocas las personas que me recomendaron tomarme un tiempo para guardar mi novela en la computadora o para enviármela en un oportuno e-mail, tomar esa clase de medidas porque “te pueden robar el USB y adiós a tu trabajo”. Pero yo siempre respondía haciéndome el gracioso y decía que, si alguna vez me asaltan, pueden pasar dos cosas: o me trago el USB o me lo meto al culo con tal de que no me lo roben.

A veces pensaba qué pasaría si pierdo mi novela, todo el trabajo al agua, todo el tiempo y el esfuerzo dilapidado malamente, me frustraba un poco y me prometía a mí mismo guardar mi trabajo en un mail o en la laptop lo más pronto posible. Apenas entre a la compu lo hago, me prometía, olvidando que mis promesas valen poco (en el mejor de los casos) o nada.

Entonces así, en uno de estos días grises, me levanto pasada la una y ya, ¡a escribir! Prendo la laptop, meto el USB, y algo extraño sucede: no hay indicios de que haya ingresado el dispositivo. Saco el aparato, le doy unos toques y lo vuelvo a meter. Nada. Empiezo a preocuparme, a escuchar en mi mente las advertencias que tanto me daban algunas personas; obnubilado repito la operación: meto el USB, nada, lo saco, lo soplo, lo golpeo, hago mil cosas y nada de nada.

El maldito USB ya no funciona, se ha ido y se ha llevado mi novela, me ha derrotado. Totalmente en pánico, pienso que debo llevarlo a algún prudente técnico para que trate de salvar el maldito aparato y mi trabajo –sobre todo-, aunque temo que para arreglar el USB deberá hacer algún procedimiento que implique borrar su contenido. No puedo creer mi suerte, no puedo creer que, ni siquiera, haya sido un usual ladrón el que me ha privado de la novela, sino que fue la maldita tecnología y claro, mea culpa, lo remolón que soy.

jueves, 21 de mayo de 2009

El galán que no es.

Ramiro ha esperado este momento, esta noche; está emocionado y bien vestido (lo mejor que pudo), está con sus dos mejores y únicos amigos de la universidad, han entrado a la discoteca de moda de la que tanto han oído y que por fin pisan. El lugar es pródigo, las luces ametrallan la oscuridad e iluminan los rostros sibilinos que pululan por ahí. Ramiro tiene una media sonrisa, le gusta sentir la música y la bulla y el olor a cigarro y a cerveza.

Hay buenas flacas, le ha dicho uno de sus amigos. Todas están ricas acá, le ha dicho el otro; pero Ramiro sabe que sus amigos no actuarán esa noche, son demasiado tímidos e introvertidos; sabe que sólo han venido a mirar.

Los tres compran cervezas, se las venden a un precio exagerado, Ramiro paga su parte con mala cara, gamonal y desprendido no son calificativos para él. Los tres avanzan hacia un rincón de la discoteca bullanguera, se instalan y empiezan a tomar con vehemencia, buscando en el trago el valor que no tuvieron ni tendrán.

Ramiro toma y mueve los pies al ritmo de la música, no puede ocultar sus crecientes ganas por bailar y flirtear; busca con la mirada alguna chica, encuentra varias, pero no se atreve a abordarlas, la introversión de sus amigos ha exacerbado la suya.

Terminan las seis cervezas que compraron y Ramiro manda a uno de sus amigos por más licor. Lo bueno de estos chicos es que me guardan un respeto, piensa, me ven como un líder, como el galán que no soy. Llega el amigo con más cervezas y retoman el sarao; Ramiro no deja de ver a una chica que baila sola a unos pasos, una chica que le recuerda que es un lascivo de temer.

Ramiro no les dice nada a sus amigos, no tiene caso, que vean y aprendan, piensa. Se acerca a la chica y le toca el hombro: ¿bailas?, le pregunta. La chica lo mira, itinerante entre la oscuridad y las luces de colores, son instantes de sumo desconcierto, Ramiro siente ramalazos de temor. ¡Ya!, responde la chica finalmente y se acerca a Ramiro sin mirarlo siquiera.

Ambos bailan confundidos entre la multitud, los amigos de Ramiro parecen verlo más con asombro que con envidia, mientras siguen tomando agazapados. Ramiro siente que baila pésimo, y nota al instante que la chica baila demasiado bien, sabe que debe hablarle para que las cosas no terminen con la canción, que debe empezar la típica conversación de discoteca.

¿Cómo te llamas?, le pregunta él. La chica le responde pero Ramiro no alcanza a escuchar por el descomunal volumen de la música. ¿Perdón?, dice a los gritos. ¡Sofía!, retruca la chica. Siguen bailando, él mirando al piso. ¿Siempre vienes acá?, vuelve él al ataque. Casi, a veces, responde ella, no parece muy entusiasmada. ¿Has venido con tus amigas?, pregunta él. Humjum, gesticula ella. Continúan bailando. Bailas muy bien, dice él. Gracias, responde ella, lacónica. Se hace un silencio entre ambos. Yo no bailo nada, dice él divertido. Me doy cuenta, añade ella.

La canción termina y empieza otra, Ramiro continúa bailando. Ya, este…, ahí nomás, dice la chica, frenando sus pasos. ¡Ah, ya!, dice Ramiro, abochornado, ¡ya, ya, normal!, añade con una sonrisa, tratando de que la situación parezca una despedida y no una choteada.

Ramiro regresa con sus amigos y ellos lo encomian, se han tragado el cuento, creen que Ramiro hizo las de galán, nada más alejado a lo real. Ramiro se ríe y vuelve a tomar, pero se siente gélido por dentro, porque sabe que no puede ser lo que no es, sabe que más bien es como sus amigos, y que hoy no harán nada más que tomar y mirar.







Felice giorno, Lulo

lunes, 4 de mayo de 2009

Niña, chica grande.

Mario me llama al celular, me pregunta si estoy en casa. Yo le digo que sí, que estoy escribiendo. Él me pregunta si puede caerme un rato, dice que está con Claudia, su enamorada, y la prima de Claudia, a quien me quiere presentar; no olvida mencionarme que la prima está buena. Acepto con entusiasmo.

Minutos más tarde tocan el intercomunicador, son Mario, Claudia y su prima, los hago pasar de inmediato. Saludo a Mario con cariño, no nos vemos muy seguido; saludo a Claudia de forma comedida, no me cae; luego veo a la prima, es más joven de lo que creí, tiene aspecto de adolescente, fácil unos dieciséis años. A pesar de eso, es una chica linda, agraciada, noto de inmediato que tiene bonito cuerpo y también bonita sonrisa y bonitos ojos, en ese orden.

Se llama Gretel, me dice Claudia. Qué nombre tan raro, pienso, pero en cambio digo: qué bonito nombre, me gusta. Nos sentamos en la sala, Mario y Claudia juntos en uno de los muebles, Gretel y yo juntos en otro. Mario me enseña una bolsa plástica de color negro, con un bulto dentro, no tardo en adivinar que contiene, ¡un trago!, le digo. ¿Cómo sabías?, me dice. Porque eres un borracho, me es difícil imaginarte sin una botella de licor al lado, digo, las chicas se ríen.

Arrancamos a tomar el ron barato que ha visto a bien traer Mario. Tomamos con una vehemencia exacerbada para ser lunes. Conversamos un par de tonterías. Le pregunto a Gretel cuántos años tiene. Ella me dice que en dos semanas cumplirá diecisiete. Yo sonrío porque adiviné su edad, y porque empecé a paladear la idea de que seré merecedor de la palabra chibolero.

Mario y Claudia empiezan a besarse escandalosamente, el cariz se vuelve un poco incómodo. Voy a poner música, digo. Gretel alarga la mirada, ¿sabes tocar guitarra?, me pregunta, señalando mi guitarra que está tirada por ahí. Sí, algo sé, digo. Mejor toca algo, dice ella. ¿Qué quieres que te toque?, le digo pretencioso, a la vez que cojo la guitarra y me la pongo a cuestas. Gretel se ríe y toma un poco más de ron, Mario y Claudia siguen chapando.

Toco un par de canciones, Gretel las celebra, mi amigo y su enamorada no me hacen caso. El trago, como siempre, ha logrado evaporar los rodeos y las cavilaciones, entramos en la etapa donde decimos lo que se nos antoja. ¿Te puedo dedicar una canción?, le pregunto a Gretel. Ella arquea las cejas, se sorprende. ¡Qué lindo, me encantaría!, dice y da algunas palmadas. Es una canción romántica, la letra es casi tan linda como tú, digo y empiezo a tocar la única canción lenta que sé, y me río por dentro porque ni yo me creo lo que acabo de decir.

Termino la canción y Gretel me aplaude conmovida, y luego se me acerca y me da un abrazo. Yo dejo la guitarra a un lado y le devuelvo el abrazo a Gretel, la huelo un rato, huelo su cabello, huele rico, a fresas; luego la miro y la beso; y entonces siento que mi casa parece el parque del amor, lleno de parejas besuqueándose mañosamente.

El ron de Mario se termina, y yo no quiero que la reunión se termine. Les digo a los chicos que yo tengo una botella de ron a medio tomar, que está en mi cuarto y que la traeré para seguirla. Mario levanta los pulgares, se ve que ya está mareado, igual que Claudia; luego le estampa otro feroz beso a su enamorada. Me pongo de pie y al escudriñar la situación, me doy cuenta de que Gretel y yo ya no necesitamos seguir allí para divertirnos. Entonces, miro a Gretel y le digo: ¿Me haces la taba a traer el ron? Ella se ríe cómplice y no dice nada, sólo se para y me sigue.

Entramos a mi habitación y no hay tiempo para explicar las excusas, Gretel y yo nos besamos con fruición, primero de pie, y luego sobre la cama, ambos nos tocamos con ganas antiguas. La habitación está tenuemente iluminada por la luz de la calle, que se asoma por la ventana. Ayudo a Gretel a desnudarse y luego lo hago yo, siento un deseo endiablado en mí, y a la vez una vocecilla que me recuerda que Gretel es aún una adolecente, tiene dieciséis años. Pero cuando tomo no soy bueno para escuchar, así que no hago caso y sigo con lo mío; pongo a Gretel a horcajadas y pasa lo que ambos queríamos que pase.

lunes, 20 de abril de 2009

¿Ser o no ser?

Hay una duda sañosa que tengo, y que cada vez se acrecienta más y me confunde un poco. Lo que sucede es que no sé qué diablos es un artista, o más precisamente, qué es un artista en el Perú. La pregunta puede sonar odiosa, pero tengo bases que la sustentan como duda intemperante.

El otro día, departiendo con unos amigos, dije sin mucho meditar una cosa casi impertinente, comenté algo así como que yo era un artista porque me dedico a la literatura y a la pintura. La mayoría de mis acompañantes se sonrieron, murmuraron, dijeron “tss, ¡tranquilo!”, y el más avezado me dijo: ¡No, eso no es ser artista!

Hace largo rato veo en la TV, precisamente en canales de señal abierta, en los alegóricos programas nacionales, cómo se les cataloga de “artistas” a estoicos propiciadores de la risa en zonas urbanas (cómicos ambulantes), a abnegadas y rollizas y zigzagueantes señoritas que danzan (vedettes), y a famélicos y sin-sangre-en-la-cara sujetos pseudo famosos (esposos pegalones de las veddettes, mujeres esposas de los cómicos ambulantes, figuretis varios); y entonces la pregunta cae por su propio peso: ¿Eso es un artista?

También escuché, con unas fuertes arcadas, cómo se mencionaba la frase “El ambiente artístico”, para englobar la farándula local, llámese bailarinas de lontananza, caballeros oportunistas haciendo de actores, generadores de escándalo y riñas públicas, panelistas de talkshow que se matan por unos soles, peluqueros bullangueros, personajes chicha, y la cuenta podría seguir.

Por ejemplo: una persona que se dedica a crear, a interpretar el mundo con sus mejores maneras, a romper parámetros y a hacer un camino y dar así nuevos aires a este mundo, a esa clase de personas se les hace referencia como “vago”, “ese no hace nada”, “ese para hueviando”. Pero un sujeto que se ganó portadas de diarios de a cincuenta céntimos, con actos de barriada, con golpes a los demás, con broncas lenguaraces, esos, por acá, si son Artistas y viven inmersos en el Ambiente artístico.

Está un poco raro todo, la duda se me marca cada día más. En realidad no busco llegar a una respuesta que me dé la razón y me sindicalice como un Artista. Para nada, eso no me interesa. No busco ese título; prefiero aceptar la acepción de la más media peruana y seguir siendo sólo un escritor.

martes, 7 de abril de 2009

Esa película.

Hace unos días tuve el agrado de ver esa película nacional, cuyo nombre asustadizo ya cansa de sólo mencionar, y que en poco tiempo se hizo famosa por estos lares por haber ganado algunos premios nada desdeñables.

La película generó gran expectativa; se vendió muy bien; buen trabajo de marketing departe de su directora y su equipo. Sin saberse bien el argumento causó gran expectativa, de seguro iba a ser un golazo desde el estreno, y estoy seguro de que lo fue.

La película me pareció genial, me encantó, la vi con gran asombro y con prodiga atención; me captó muy rápido. Los escenarios tan polvorientos; los diálogos tan coloquiales; las palabras usadas, que eran un atentado terrorista al castellano; y sobre todo los actores, cada uno tan bien trabajado y tan reales en sus papeles; todo era muy preciso.

Pero era muy preciso para mí y para los demás individuos que estábamos en aquel cine pulgoso, y para los miles de espectadores que vieron la película dentro del territorio peruano. Para los que vivimos aquí -en este desangelado país- la película es muy real y hasta informativa, pues nos cuenta cosas que a veces ignoramos de nuestra propia realidad como peruanos.

Pero qué pasa con la gente que ve la película siendo de otro país; seguramente muchos apreciarán la fotografía o el sonido o las tomas; pero la gran mayoría verá el film y verá en el al Perú, y por ende a todos nosotros, y nos alinearan en un solo frente sin ser todos cochinos, ignorantes, desdentados, lisurientos, amantes de la chicha, violadores, machistas y etc etc.

Como dije, la película me encantó, pero me es inevitable no reconocer en ella el Efecto Laura Bozo. Ese germen que se alimenta gracias a dejar a los peruanos como indios endiablados y pegalones ante el mundo sofisticado, que mira desde su cómodo asiento como algunos morenillos se sacan el ancho. ¿No será esa la manera más fácil de triunfar en el extranjero?

miércoles, 1 de abril de 2009

¿Cuánto me cuesta, cuánto me vale?

Estoy terminando de escribir mi novela, me restan un par de capítulos nada más. Mandé mil mails a mil editoriales, algunas me respondieron, la mayoría me invitaron a que les mande mi novela, dicen que deben leerla primero para saber si la publican.

Me animo, escribo con vehemencia para terminar mi obra y mandarla a todas las editoriales posibles. Sin embargo, siento la curiosidad tremenda de saber cuánto me va a costar publicarla. Vuelvo a mandar un par de mails a las editoras, preguntándoles a cuánto asciende el costo de publicación que debe financiar el autor.
Pocas me responden este nuevo mail, casi todas se van por la tangente, evitan hablar de precios, lo cual me deja preocupado y sospechando que la inversión será generosa.

Un amigo me contó que, una vez, cuando quiso publicar un poemario, alguna editorial le cobraba 500 soles por el favor. Me pareció una cifra baja y por tanto razonable y ¡qué vivan las editoriales peruanas, que apoyan a los escritores incipientes!
Con casi 500 soles en la tarjeta de crédito, espero a que alguna de las editoriales me convoque y ya, hacemos negocio.
Hoy por la noche recibo un mail de una de ellas. Emocionado abro el correo, empiezo a leer lo que me mandan. Entre otras cosas, me dicen que para llevar a cabo la impresión de mi novela voy a necesitar unos 4500 o 5000 soles. ¡¿Perdón... 5000?! En ese momento sentí mis 500 soles como los centavos que donas a caritas cuando te dan vuelto en Metro.

Mientras pienso que hacer para conseguir esa suma tan común y corriente en mí, lo que me anima es que pronto publicaré otra novela, que será vía web. Una novela que me está empezando a entusiasmar (empezando por el título que le elegí: “Diario de un pervertido”); la cual es la única cosa que me mantiene con dignidad por estos días.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Perú Campeón

En unos días –no sé cuántos-, la selección peruana debe enfrentar a la chilena por las eliminatorias al mundial de Sudáfrica. Esto lo sé porque ayer me desperté a las ocho de la mañana y, haciendo zapping, di con CMD (canal 3) y había dos reporteros bien peinaditos, cubriendo la llegada de la selección, y los entrenamientos de la selección, y los baños de la selección, y las comidas de la selección, y cosas así de improbables.


Lo que me jode es que le traten de crear todo un mundo a los televidentes (a veces ingenuos), que aún le creen a los periodistas deportivos cuando dicen que “Perú aún tiene posibilidades” y “vamos por el milagro”, o peor “…matemáticamente”. Lo más gracioso es que, últimamente, los periodistas ganapanes del fútbol peruano, ya están mostrando un poquito de roche, y cuándo van a lanzar sus mentiras esperanzadoras, como que se ríen, ponen cara de: “digo esto porque si no, no me pagan a fin de mes”.


Pero bueno, todo esto del fútbol es lucro: si no se le entusiasma al televidente, no hay venta de entradas para el estadio, no hay venta de periódicos deportivos, no hay venta de cocacolas en graderías, no hay venta de camisetas bambas que apestan a basura, no hay venta de gorritos cojudos rojiblancos, no hay chamba para CMD (sí, ese canal dónde se juran argentinos), no hay cortinas de humo para el gobierno, etc etc etc.

Lo real aquí es que Perú…sí, ¡No va a ir al mundial!, así de simple, apuesto mil dólares a que no va. Pero, para que vean más o menos cómo funciona la artimaña mediática; les dejo este ejercicio:
Miren el siguiente video, mírenlo bien ...




Ahora díganme...

¿No les dieron ganas de alentar a Perú el domingo?


!!!!

martes, 17 de marzo de 2009

La chica de internet.

Era una tarde cualquiera; estaba chateando amenamente cuando, de buenas a primeras, se me va el internet. Frustrado porque sin el Messenger y youtube no tengo nada más que hacer a esa hora, decido bajar a la calle y meterme a alguna apretada e incómoda y mouse-melosa, cabina de internet.

Casi llegando a un negocio de cabinas, a unos pasos de mi casa, veo que la dueña, una señora ya entrada en años, y conocida por ser bastante renegona, está conversando con una chica muy agraciada, que viste con ropas bien cortas y provocativas, lo cual me llama aún más la atención. Ambas conversan en la puerta del negocio, yo prefiero no acercarme, me quedo a unos pasos escudriñando a la linda chica; recuerdo haberla visto antes, nos hemos cruzado un par de veces, hoy la veo mejor que nunca.

La señora dueña de las cabinas le dice a la chica: ya pues, hijita, entonces en media horita vengo, me voy volando, por favor, no dejes entrar a nadie. La chica linda asiente con una sonrisa de niña buena y le dice a la señora que no se preocupe.

Ni bien veo a la vieja perderse volteando la esquina, e impelido por esos impulsos concupiscentes que tengo, me acerco al negocio y toco la reja con una moneda, no tarda en aparecer la chica voluptuosa de ropas cortas. Nos saludamos con un afecto extraño. Hola, una cabina por favor, le digo, haciéndome el tonto. No, sorry pero no puedo alquilar nada, la dueña no está, me ha dejado cuidando su negocio; me dice con un mohín demasiado sensual, con una vocecilla demasiado perturbadora. Muevo la cabeza, ¡caray!, le digo. Si fuera por mí te dejo entrar, pero la señora ha dejado cerrado con llave, me ha dejado encerrada acá, me dice ella mirándome a los ojos, invitándome a que la desee. Crispado sólo atino a decir: bueno, en todo caso regreso más tarde.

De regreso en casa, pienso que esa chica es demasiado, que está muy buena, pienso en lo rica que estaba con ese polito que le dejaba ver el ombligo, y ese short corto de jean. Luego pienso que fui un idiota al no haberme quedado en las cabinas haciéndole el habla a la chica. ¡Era mi oportunidad, era mi oportunidad!, pienso; además, esa chica me miraba con ganas, podría jurarlo. Entonces, obnubilado por el deseo, bajo de regreso a las cabinas, poco me importa hacer un papelón.

Llego y toco la reja, la chica linda sale otra vez. ¿Segura que no me puedes alquilar internet ni unos minutitos?, le pregunto. No, de verdad que no, estoy encerrada con llave, responde coquetísima. ¿Y qué pasa si hay un temblor o un incendio, cómo sales?, le digo. La chica se queda pensando un rato, no sabe que decirme. Sólo quiero mandar un mail, le digo, es cosa de unos minutos. La chica se ríe, me dice que está bien, que me hará pasar pero que no me demore, sólo porque pareces un buen chico, dice. Buena estás tú, pienso yo.

Después de hacerme el tonto por unos minutos, frente a una computadora, llamo a la chica –que está sentada a unos pasos-, y le miento diciéndole que no puedo entrar a mi correo. La chica viene y se sienta a mi lado para tratar de ayudarme. ¿Tú eres familiar de la dueña?, le digo, sólo por decir algo. No, vivo por acá, siempre vengo, la señora me tiene confianza, me dice. ¿Cómo te llamas? Pregunto. Melisa, me dice. Te he visto un par de veces por aquí, le digo. Sí, yo también te he visto, confiesa. Conversamos un poco, nos conocemos. Me doy cuenta de que Melisa tiene unos labios muy bonitos, unos ojos encantadores. Eres muy bonita, digo, arriesgándome. Melisa se ríe, juega con su cabello. ¡Qué rico hueles!, digo acercándome a ella.

Intento besarla, pero Melisa voltea la cabeza, mira a la calle a través de la reja de metal; sin embargo, no se opone a que yo continúe al acecho. Me aproximo más y me acerco a su cuello rosándola con los labios, ella no dice nada. Empiezo a lamerla un poco, a bajar algo más, a tratar de incursionar dentro de su escueto polo. ¡Qué rico!, digo musitando. Estoy casi en la gloria, cuando de pronto Melisa grita: ¡La tía! Y yo: ¿qué tía? Y Melisa: La tía, la dueña, ahí viene. Y yo: ¡La putamadre! Y melisa: ¡Vete ahorita, la tía está casi cruzando la pista! Y yo: ¿Estás segura? Y ella: Segurísima, esa vieja es inconfundible. Y yo: Te espero afuera, habla con la tía y sales.

Melisa me promete que saldrá a darme el encuentro; yo, corro a la reja, la abro, veo que la vieja viene caminando distraída, no creo que me haya visto, salgo disparado. Luego avanzo hasta la esquina y me siento sobre un muro a esperar. Unos minutos después, Melisa sale de las cabinas y camina hacia mí con una sonrisilla de chica rebelde, tan linda, tan osada; y yo siento que esa chica es para mí, me alegro de que se me haya ido el internet.

viernes, 27 de febrero de 2009

Dejando la adicción

Intenté dejarlas más de una vez. En realidad, fueron varios los intentos por abandonarla, por no subyugarme más ante ellas, por dejar de ser un adicto.

Nada parecía funcionar, a veces decía “esta es la última vez que las pruebo”; “después de esta se acabó”; “sólo una vez más, y ya nunca más”; pero todo era en vano, todas eran patrañas, fruslerías que yo sabía que no iba a cumplir; me conocía muy bien, yo no soy un hombre de regímenes, soy más bien un tipo impulsivo, que hace lo que –en el momento- cree que está bien; que se deja llevar por sus emociones, y, entonces, caía de nuevo en ese pozo séptico, en ese vicio descomedido.

No sé cómo me hice adicto. Debo admitir que las cosas simplemente se fueron dando. Primero las consumía de manera inusual; después las buscaba cuando estaba con mis amigos, como una forma de amenizar; luego iba tras ellas cada semana, cada tres días, cada dos días, a diario; y, así, de pronto no podía vivir sin ellas; eran parte de mi vida –una parte muy fuerte, muy importante-, y ya no concebía la idea de existir sin ellas.

Recuerdo ahora la primera vez que las probé, no es fácil contarlo. Fue hace muchos años, creo que yo tenía catorce o quince años, no más. Dos amigos míos ya las habían consumido, me hablaban maravillas de ellas. Yo, embobado y asustado, acepté ir a conseguirlas y –finalmente- probarlas. Ellos conocían muy bien el lugar, las vendían en un sitio céntrico y sin mayores restricciones. A pesar de que éramos muy jóvenes, no nos fue difícil adquirirlas –recuerdo que compramos un cantidad considerable-; aquél día fue un sarao; nada nos preocupaba demasiado; nos las metimos todas y a mí me encantaron desde ese primer momento.

Tanto me gustaron, que empecé a azuzar a mis amigos –casi todos los días- para ir a comprarlas. Ellos se reían un poco de mí y me decían “oye, suave, no te pegues tanto, no seas tan loco”. Pero eso no me interesaba, no me importaba la reprobación de mis amigos, yo sólo sabía que quería más y más. Entonces empecé a ir por ellas sólo, tragándome el orgullo y envalentonándome un poco, iba hasta los lugares donde la vendían –y que yo ya conocía bien- y se las compraba a esos muchachos que las ofrecían tan alegremente, tan sonrientes y amables con sus clientes frecuentes –como yo-.

Ahora yo ya no tenía el mínimo pudor a que la gente sepa de mi debilidad, de mi adicción. Llegué a un punto donde no me interesaba ni un poquito los consejos de la personas que me rodeaban: de mis compañeros, molestándome por ser un adicto; de mis amigos, aconsejándome y conminándome a que las deje; de mi familia incluso –porque ellos también se enteraron-, diciéndome que no llegaría a viejo si seguía así. Nada me importaba, que se jodan los demás, yo sólo quería seguir consumiéndolas una y otra vez.

Así, cierto día, tras ver una encomiable película que hablaba de la percepción de la muerte como parte de la vida, sentí que se me quitaba la venda de los ojos; oteé claramente el horizonte; me vi perdido y a la deriva; caí en cuenta de que la vida era muy corta, y que yo la estaba dilapidando tristemente al consumir eso que ahora –por mi bien- trato de repudiar. Entonces así, vislumbrado, apartado de la obnubilación, decidí ser fuerte por primera vez y dejar definitivamente esa maldita adicción; dejarla cueste lo que me cueste, con el fin de recuperar el tiempo perdido y obtener un futuro medianamente digno.

Hoy digo con orgullo, que van más de tres semanas que no pruebo una sola hamburguesa del Mc Donald´s, ¡NI UNA SOLA!, ni tampoco las papitas, y tampoco los helados; nada de eso que antes me era imposible dejar de comer, porque era un fanático de sus sabores; como dije: prácticamente vivía ahí, en esos restaurantes multicolor. Y me mantendré incansable en mi lucha por preservar mi integridad y mi menoscabada salud, evitando comer –así me inviten, para que vean lo serio que va esto- una vez más algo del Mc Donald´s.

sábado, 21 de febrero de 2009

La reunión.

Dos amigos me invitan a una reunión que hará uno de ellos en su casa. Para convencerme de manera rotunda a que asista, me dicen que sólo seremos nosotros tres y cinco o seis chicas amigas de ellos, me dicen que no hay pierde, que en la reunión vamos a salir ganadores. No era necesario que lo mencionen, acepto de inmediato.

Mis amigos me dicen que debemos comprar licor –mucho licor- para así abreviar los escarceos y romper el hielo rápido, ya saben, para ir de frente al grano. Les digo que me parece una muy buena idea. No hay una sola licorería a la vista, caminamos más y más y nada: no encontramos alguna; se va haciendo tarde –son como las once de la noche-, no nos queda otra que ir a comprar licor al minimarket del grifo, donde suelen vender los tragos al doble o triple de su precio habitual.

Efectivamente, una vez allí los precios de los tragos nos abofetean, una botella de ron común y corriente pasa los sesenta soles: ¡un abuso, un asalto a mano armada! Pero, bueno, ya estábamos allí y teníamos que llevarles algo a las chicas para que se solivianten un poquito y para que nosotros exacerbáramos sus virtudes. Compramos dos botellas de ron y un par de cocacolas de tres litros; nos cobraron una fortuna; pagamos entre los tres; me dolió pagar tanta plata por un trago asqueroso, pero, ¡ya está, todo sea porque hoy la hago!

Llegamos a la casa de mi amigo –donde se daría la reunión-; las amigas están en la puerta, esperando, han llegado hace un tanto. Las oteo así, rapidito nomás, no me llaman la atención, trato de ser positivo, de verlas por sus mejores ángulos, pero no me entusiasman gran cosa. Nos presentan, yo finjo un interés demasiado impostado, las saludo con cariño, con las confianzas de un desdeñoso.

Entramos a la casa, nos sentamos en la sala; mi amigo (el anfitrión) prepara el trago, combina los líquidos, lo hace con parsimonia, mientras yo voy escudriñando a las chicas y seleccionando a las que me parecen mejores como para caerles. Llega mi amigo con el trago; la gente se alegra; empezamos a tomar; conversamos un par de tonterías; las cosas empiezan relativamente bien, se urden prometedoras. Vasos llenos y terminados después, le echo el ojo a una de las chicas, la veo bien, empiezo a planear como abordarla.

De pronto me entran unas ganas impostergables por ir al baño a aligerar la vejiga. Me pongo de pié de un respingo y cuasi corro a los servicios higiénicos, no hay tiempo que perder. Es entonces cuando, al regresar a la sala, veo que mi buen amigo (el anfitrión) ha visto a bien sacar su guitarra y amenizar a su manera la reunión, desconectando previamente el equipo de sonido que antes nos hacía menear las cabezas. Me parece que la idea es absurda, que esto no es un campamento, y que la guitarra va a suprimir las conversaciones; pero, me toca ser tolerante y dejar que mi amigo hago su show un ratito.

Pasa media hora, pasa una hora, pasan dos horas y mi amigo sigue tocando la guitarra como un demente, cantando canciones improbables, boleros que mis abuelos disfrutaron en su momento. No puedo creer lo aburrida que está la reunión, sobretodo porque las chicas y mi otro amigo, no parecen estar interesados en el flirteo, sino que acompañan al unisonó los temas varios que toca el anfitrión. La gente toma con vehemencia y luego canta con mayor vehemencia aún: se turnan para interpretar las canciones; hacen duos; las canciones en ingles las reproducen en alguna lengua hibrida; aplauden; y luego siguen libando.

Arrellanado en un sillón, cierro los ojos y, es inevitable, me quedo dormido: la languidez de esta reunión de parroquia me ha derrotado. Duermo algún tiempo -quizá media hora, quizá más-; luego, vuelvo a la realidad, despierto con los ojos achinados, pienso que tal vez la reunión ya se desahuevó, pero ¡diablos!, siguen cantando y ahora me reciben con temas como “caballo de la sabana” o “viejo mi querido viejo”… ¡Dios mío, estos sí que son jóvenes ejemplares!

Encabronado decido largarme lo antes posible de esa secta que ahora palmotea mientras cantan “por qué se fue, por qué murió, por qué el señor se la llevó…”. Me pongo de pié, no me despido de nadie, sólo camino hacia la puerta pero antes –y en un afán de preservar no sólo la dignidad, sino también algo del dinero dilapidado al asistir a esta reunión de catequesis-, me acerco a la mesa donde están los licores y cojo una de las botellas de ron que aun no se ha utilizado, me la pongo bajo el brazo y camino hacia la salida, pensando que al final, lo único que me agarré fue a una puta botella.

lunes, 9 de febrero de 2009

Un mal y buen día.

Nada salió como lo planeé, odio cuando me pasa eso, sobre todo si se trata de un fin de semana como hoy, que es sábado. Son casi las nueve o diez de la noche, no sé exactamente, sólo sé ya es demasiado tarde para hacer algo que me salve de este letargo al que me veo conminado; ya es demasiado tarde para buscar a mis amigos, pienso, ya deben estar en algo, en alguna reunión o fiesta, celebrando sus juventudes; y no como yo, que estoy caminando como un zombi por estas añejas calles.

No quiero volver a casa, no aún, no así: derrotado, sin nada que hacer el resto de la noche de sábado más que leer o rumiar nostalgias sañudas. Decido, por fin, caminar por ahí, bigardear por las estragadas y bulliciosas calles de este sábado aciago.

Avanzando sin rumbo, secundado únicamente por una sombra vacilante; siento de repente un ramalazo de maldita nostalgia; he caído en recuerdos, el pasado –bueno y malo- me atormenta. Me veo entonces con un extraño antojo por beber algún vodka o ron o cerveza o algo que me distraiga y me relaje un poquito. Lo primero que pienso es que debo estar bien cagado para cavilar en tomar sólo, como si fuera un alcohólico; pero, valgan verdades, yo me debo al momento, poco me importa pensar en forma circunspecta; ¡a la mierda, safo a comprarme un trago!

No encuentro bodegas a la vista, las calles se ven desiertas. Camino un poco más, la idea de que mi único plan se vea frustrado por no conseguir tienda me azuza a buscar de una manera más pertinaz. Unas cuadras después, encuentro una bodega, al lado de un gran parque. Avanzo retozando, pensando que debo comprar un trago que no exceda los diez soles, porque no tengo más. De pronto, ya en la bodega, levanto la mirada y atisbo a una chica que esta comprando algo, en primer momento no la reconozco, pero luego caigo en cuenta de que es Roxana, una linda chica que conocí hace algún tiempo y que veía de vez en cuando en fiestas improbables.

Roxana está más linda de lo que yo recordaba, ha mejorado, la veo más rica con su polito apretado de tiras y ese jean ajustadito que tiene. Roxana me reconoce, ella se acerca y me saluda, me dice “hola pelucón, a los años”, me lo dice así, tan fresca, como la chica desinhibida que es. Nos saludamos con un extraño cariño, el cariño que proporciona esta noche ahora prometedora. Roxana me pregunta qué voy a comprar, qué voy a hacer esta noche. Yo le digo que nada, que venía por una gaseosa, que no tengo nada que hacer. “Yo estoy igual, telaza”, me dice, “Ya pues, habla, hacemos algo”. “Encantado, Roxi, lo que gustes, soy todo tuyo” le digo y me sonrío. Roxana me propone hacer un trago, chupamos acá en el parque, me dice. “Perfecto, un trago” digo, y llamamos al encargado para que nos atienda.

Roxana dice que odia el vodka, que prefiere un ron con cocacola. Yo pienso igual que ella, la adoro por eso. Compramos el licor y la gaseosa, pagamos mitad mitad (como debe ser), el tipo que nos atiende mezcla el trago, nos cobra unos soles más por hacerlo. Roxana, el trago y yo nos instalamos en una banca furtiva de aquel parque solitario. Nos servimos el brebaje en unos vasitos plásticos. Todo me parece demasiado loco, demasiado bueno, mi suerte ha mejorado. Roxana y yo hablamos un par de cosas antes de que, soliviantados por el ron, las conversaciones se pierdan por el lado sexual, libidinoso.

Roxana me pregunta cuántas veces he tirado, cuál es mi pose favorita, cosas así, y yo siento que esta chica es lo máximo, me encanta que me pregunte esas cosas sin tapujos. Del trago queda menos de la mitad, si antes veía rica a Roxana, ahora babeo por ella. Me le acerco, la abrazo, la beso. Ella se deja, me corresponde, juega con mi cabello. Roxana besa bien, me lame las mejillas, el cuello. Crispado como estoy, poco me importa estar en la vía pública: manoseo a Roxana como un demente, la toco por todos lados. Roxana me dice que no sea loco, que acá no. Le digo para ir a mi jato, le digo que vivo sólo. Roxana me queda mirando fijamente, se hace un silencio rotundo, luego me da otro beso, “¡vamos!”, me dice. Me levanto, la tomo de la mano y caminamos a mi casa, y yo me río callado, pensando que este día no fue tan malo después de todo.

sábado, 24 de enero de 2009

El amigo amado.

Con Renato nos conocíamos algunos años, no muchos como para decir que todo una vida, pero sí un tiempo prolongado. Desde el principio, desde que lo conocí, supe que llegaríamos a ser grandes compañeros, él me cayó bien desde el primer momento, sobre todo porque siempre me seguía la corriente y se reía de las bromas tontas y lamentables que yo prodigaba.

Él era una persona muy afable, atenta, cordial, un chico suave, tópicos raros en estos tiempos; tópicos que con facilidad jugaban con la idea de “extraño para ser un hombre”, tópicos que frisaban con lo afeminado. Por eso, Renato siempre era sometido a bromas de mal gusto que ponían en tela de juicio su hombría, que dudaban de su condición de varón.

Yo no lo defendía; incluso, a veces, también lo molestaba, le jugaba bromas pesadas. Pero no había lío, él y yo éramos de confianza, nos tolerábamos –él más a mí- las bromillas estúpidas y sañosas. Sin embargo, por ello mismo, nuestros demás amigos en común siempre lo molestaban por andar a mi lado, por parar conmigo y no con ellos, le decían que era un rosquete, que era mi hembrita; Renato sólo se reía.

Yo no dudaba de mi amigo, no señor, él era un hombre hecho y derecho, y también un hombre algo atormentado, afligido porque recién había terminado con su enamorada Lucía, con la que había tenido una relación de seis años, nada menos. Él pobre Renato aún la quería, la echaba de menos, varias veces me lo contó, varias veces acudió a mí para narrarme su desdicha, varias veces fingí escucharlo, varias veces simplemente lo alenté a que se consiga a otra y ya.

Cierto día -casi en el epílogo de nuestra amistad, o en los albores de su detrimento-, Renato me llamó al celular, tenía una voz entrecortada, mustia, lo noté mal; dijo que quería hablar conmigo, que necesitaba que lo escuche. Asumí que quería hablarme otra vez de Lucía, que lo que en verdad quería era que Lucía lo escuche, no yo. Reacio y con total frialdad, le dije que no podía hablar, que estaba ocupado en una reunión, que mejor hablamos otro día con más calma. Él colgó resignado.

Olvidé el incidente de la llamada. Pronto pasaron los días y legó el fin de semana, era sábado, lo recuerdo sin temor a equivocarme. Sonó mi celular, era Renato, temía que esté enfadado conmigo, empecé a urdir una mentira para justificar mi actuación de la última vez. Le contesté. Él me saludó con cariño, sentí que todo estaba bien, que no había resentimientos.

Renato me preguntó cómo había estado, me recordó que no nos veíamos hace uff. Yo le dije que me disculpe, que he estado muy ocupado (lo cual nunca es verdad), y que pronto nos reuniríamos para platicar largo rato, le dije que no me gusta verlo mal, decaído. Renato me dijo que ya estaba mejor, que ya había aclarado las cosas en su cabeza, que estos días le fueron útiles, que ya no pensaba en Lucía, incluso, me dijo, ahora estaba tras los pasos de otra persona. Me sorprendieron sus palabras, me sentí aliviado: mi amigo estaba bien; y, además, no perdía el tiempo y tenía a otra chica en la mira.

Felicité a Renato, le dije esa palabra tan falsa que suelo usar: ¡te encomio! Apresurado le pregunté quién era la afortunada, quién era la persona que lo había flechado y lo había hecho olvidar a su otrora enamorada. Tú, me dijo, me he enamorado de ti. Me reí largamente, celebré la broma con entusiasmo, rato después le dije que ya, que no joda y me diga de quién se trata. Él se reafirmó: Tú, no sé cómo explicarlo, pero tú me gustas, me he enamorado de ti, no lo tomes a mal, no me odies por eso. De inmediato me preocupé, ahora Renato ya no parecía estar bromeando. Le dije que no hable huevadas, que me estaba haciendo sentir incómodo. Él me dijo que lo disculpe, que no quería incomodarme. Le dije que ya me había incomodado, que no me venga con esa clase de bromas. Él me dijo que estaba confundido. Aturdido le dije que no me meta a mí en sus cosas, que no joda, que no me llamé. Luego el dijo algo que ha cumplido hasta el día de hoy: No te preocupes, no te llamaré nunca más.

jueves, 15 de enero de 2009

Verano al norte.

Estoy a punto de viajar a Trujillo, me parece una manera adecuada de saldar la cuenta por haber estado los últimos meses metido en el departamento escribiendo como un loco la novela, lucubrando tropelías, mientras el resto de mis amigos veraneaba en las playas del sur. Estoy viajando por vía terrestre, en un autobús que me cobro una suma importante de dinero por el pasaje, lo que me dio la certeza de que sería un viaje seguro. Subo al vehículo y me dejo caer en el asiento doce, para mi buena suerte, el ocupante del asiento once no llega, el carro parte y yo voy echado ocupando los dos asientos, privilegiado y cómodo, ganándome la envidia de los demás pasajeros.

Llego a Trujillo y me hospedo en casa de mis abuelos, una casa grande, en medio de un barrio sosegado donde el tiempo parece transcurrir en vilo, agonizante. Se siente un cariz extraño, que, a diferencia de Lima, hace de esta ciudad un lugar sin apuros, sin complicaciones, donde hay una tranquilidad desmesurada que acaricia al residente y asfixia al visitante, por lo que pronto me siento aburrido y, qué va, arrepentido de estar aquí.

Mis abuelos, tan amorosos, tan afables, me atienden de maravilla, me consienten, me preparan comidas típicas y pantagruélicas; las mismas que no como porque odio, me disgustan, extraño el Mc donald.

Mi Laptop no logra entrar internet, no tiene señal; me siento incomunicado, apartado del mundo, varado en un lugar donde no conozco a nadie; de no ser porque no veía a mis abuelos hace casi tres años me sentiría un idiota por estar aquí.

Ha pasado un día, dos primos míos llegan a casa de mis abuelos, son jóvenes, sólo un poco mayores que yo; me dicen para salir, para ir a la playa; acepto de inmediato, aunque sé que, dentro de unas horas, rojo de la quemadura y salado por el agua, me voy a arrepentir. Safamos rápido a una de las playas más conspicuas de Trujillo: el mar es tranquilo y limpio; el cielo despejado; no pierdo el tiempo y logro otear a las no pocas chicas lindas en bikini. De pronto los bríos vuelven a mí, me pongo como loco por tantas chicas lindas. Mis primos no parecen tan crispados como yo, ellos están jugándose bromas tontas, contándose chismes familiares, ajenos a mi deseo por abordar a las muchachas en trajes escuetos.

Tres chicas opulentas en atributos y bastante agraciadas se instalan a unos pasos de nosotros, tiran sus toallas y luego se echan a tomar sol; lo que me derrota en mi intento por mantener la calma y la cordura. Les digo a mis primos para ir a hablares; me dicen que no, que son chibolas, me recomiendan que no sea tan loco. Pero a veces no puedo evitar ser así de loco con chicas así de lindas.

Sin importarme nada más, me paro y voy hacia las chicas, no sé que les diré, no sé cómo reaccionarán, sólo avanzo hacia ellas con mi traje de baño de los red hot chili peppers y mis grandes lentes oscuros. Hola chicas, cómo están, por casualidad tendrán hora, fue lo que se me ocurre decirles. Las chicas me miran incrédulas, los veraneantes me miran pensando que soy un idiota, mis primos me miran pensando que soy aventado después de todo, y yo sólo espero a que las chicas en bikini se rían de mi pobre intento por hablarles.

Pero no se ríen, me miran llenas de mohines, yo temo lo peor, una de ellas saca su celular de un bolso y me dice la hora; me siento algo aliviado. Luego me pregunta a quemarropa: ¿de verdad sólo te acercaste hasta acá para preguntarnos la hora? Obnubilado divago un poco, pienso mi respuesta, pienso en que estas chicas sí que están buenas y menos mal que no se dan cuenta que las estoy viendo con fruición porque estoy con lentes oscuros; finalmente les digo: ¡no! Sólo lo inventé para acercarme y hablar un poco, para conocerlas, yo no conozco a nadie aquí, soy de Lima. Luego me sentí un tonto, debí haberles dicho algo más halagador. Otra de las chicas, una de bikini anaranjado, seguramente la más bonita, me dice que bacan, que por qué no me siento a tomar sol con ellas. Yo acepto encantado, me dejo caer en la arena a su lado, mis primos me miran atónitos, los veraneantes me miran envidiosos, y yo sé que ya no me aburriré más en Trujillo.