sábado, 21 de febrero de 2009

La reunión.

Dos amigos me invitan a una reunión que hará uno de ellos en su casa. Para convencerme de manera rotunda a que asista, me dicen que sólo seremos nosotros tres y cinco o seis chicas amigas de ellos, me dicen que no hay pierde, que en la reunión vamos a salir ganadores. No era necesario que lo mencionen, acepto de inmediato.

Mis amigos me dicen que debemos comprar licor –mucho licor- para así abreviar los escarceos y romper el hielo rápido, ya saben, para ir de frente al grano. Les digo que me parece una muy buena idea. No hay una sola licorería a la vista, caminamos más y más y nada: no encontramos alguna; se va haciendo tarde –son como las once de la noche-, no nos queda otra que ir a comprar licor al minimarket del grifo, donde suelen vender los tragos al doble o triple de su precio habitual.

Efectivamente, una vez allí los precios de los tragos nos abofetean, una botella de ron común y corriente pasa los sesenta soles: ¡un abuso, un asalto a mano armada! Pero, bueno, ya estábamos allí y teníamos que llevarles algo a las chicas para que se solivianten un poquito y para que nosotros exacerbáramos sus virtudes. Compramos dos botellas de ron y un par de cocacolas de tres litros; nos cobraron una fortuna; pagamos entre los tres; me dolió pagar tanta plata por un trago asqueroso, pero, ¡ya está, todo sea porque hoy la hago!

Llegamos a la casa de mi amigo –donde se daría la reunión-; las amigas están en la puerta, esperando, han llegado hace un tanto. Las oteo así, rapidito nomás, no me llaman la atención, trato de ser positivo, de verlas por sus mejores ángulos, pero no me entusiasman gran cosa. Nos presentan, yo finjo un interés demasiado impostado, las saludo con cariño, con las confianzas de un desdeñoso.

Entramos a la casa, nos sentamos en la sala; mi amigo (el anfitrión) prepara el trago, combina los líquidos, lo hace con parsimonia, mientras yo voy escudriñando a las chicas y seleccionando a las que me parecen mejores como para caerles. Llega mi amigo con el trago; la gente se alegra; empezamos a tomar; conversamos un par de tonterías; las cosas empiezan relativamente bien, se urden prometedoras. Vasos llenos y terminados después, le echo el ojo a una de las chicas, la veo bien, empiezo a planear como abordarla.

De pronto me entran unas ganas impostergables por ir al baño a aligerar la vejiga. Me pongo de pié de un respingo y cuasi corro a los servicios higiénicos, no hay tiempo que perder. Es entonces cuando, al regresar a la sala, veo que mi buen amigo (el anfitrión) ha visto a bien sacar su guitarra y amenizar a su manera la reunión, desconectando previamente el equipo de sonido que antes nos hacía menear las cabezas. Me parece que la idea es absurda, que esto no es un campamento, y que la guitarra va a suprimir las conversaciones; pero, me toca ser tolerante y dejar que mi amigo hago su show un ratito.

Pasa media hora, pasa una hora, pasan dos horas y mi amigo sigue tocando la guitarra como un demente, cantando canciones improbables, boleros que mis abuelos disfrutaron en su momento. No puedo creer lo aburrida que está la reunión, sobretodo porque las chicas y mi otro amigo, no parecen estar interesados en el flirteo, sino que acompañan al unisonó los temas varios que toca el anfitrión. La gente toma con vehemencia y luego canta con mayor vehemencia aún: se turnan para interpretar las canciones; hacen duos; las canciones en ingles las reproducen en alguna lengua hibrida; aplauden; y luego siguen libando.

Arrellanado en un sillón, cierro los ojos y, es inevitable, me quedo dormido: la languidez de esta reunión de parroquia me ha derrotado. Duermo algún tiempo -quizá media hora, quizá más-; luego, vuelvo a la realidad, despierto con los ojos achinados, pienso que tal vez la reunión ya se desahuevó, pero ¡diablos!, siguen cantando y ahora me reciben con temas como “caballo de la sabana” o “viejo mi querido viejo”… ¡Dios mío, estos sí que son jóvenes ejemplares!

Encabronado decido largarme lo antes posible de esa secta que ahora palmotea mientras cantan “por qué se fue, por qué murió, por qué el señor se la llevó…”. Me pongo de pié, no me despido de nadie, sólo camino hacia la puerta pero antes –y en un afán de preservar no sólo la dignidad, sino también algo del dinero dilapidado al asistir a esta reunión de catequesis-, me acerco a la mesa donde están los licores y cojo una de las botellas de ron que aun no se ha utilizado, me la pongo bajo el brazo y camino hacia la salida, pensando que al final, lo único que me agarré fue a una puta botella.

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