viernes, 11 de mayo de 2012

El Loco Barrios.


Estaba enfurecido, molesto, crispado por algún tema que en el momento me hacía maldecir y amenazar a alguien. Seguramente algunos de los enamorados sentados en las bancas ajenas se volvieron a verme, o los varios niños que jugaban a la pelota más allá, por el quiosco; o quizá no, tal vez nadie se dio cuenta de mi amargura aquella noche.
Estaba en la banca de un parque grande y silencioso, de cariz amarillento como sus lucecitas en los faroles añejos. Un lugar tranquilo, cuya única vejación era yo, mi enajenación y mi rabia contra el enemigo furtivo, que me habría hecho algo malvado seguramente, algo bajo y deplorable, pues yo estaba deseándole el peor de los finales.
Fue precisamente en esos instantes, mientras yo espeté “te voy a matar, cabrón”, que volteé de un respingo, pues vi una sombra acercarse al acecho. La imagen que vi después fue tan extraña como familiar. 
Era un niño, un pequeñuelo de no más de ocho años, uno de los que andaba jugando a la pelota cuando llegué al parque, quien, con mano trémula me alcanzó un cuaderno (el cual noté que era uno de utilidad escolar) y un bolígrafo. Entonces el pequeñuelo me dijo un par de cosas que no llegué a entender porque estaba yo sorprendido, o porque había estado enfurecido,  porque él balbuceó y no habló, o por todo ello a la vez.
Al rescate, varios de sus compañeritos fueron a brindarle sentido apoyo moral, y se colocaron detrás de él, como diciéndole “estamos aquí, contigo, hazlo, termínalo y ya”.  Paladeando con astucia lo que ocurría, dejé que el primer chiquillo me diga lo que había venido a decirme, pretendiendo quizá ver hasta dónde llegaba. Y el pequeño me zarandeó una vez más el lapicero y me dijo “puede darme un autógrafo, a nombre de Erick”. Su voz resonó en mi conciencia y sonreí porque ya tenía claro el asunto.  Igual, para variar, seguí haciéndome el tonto.
“¿Un autógrafo?,  ¿para quién?, ¿por qué?”. Los niños se miraban entre sí y susurraban cosas que yo no alcanzaba a escuchar, hasta que uno de ellos, con real arrojo pero con una inocencia envolvente, por fin rompió los escarceos: “¿Tú no eres el Loco Barrios?”
En aquél momento me sentí azorado, no enfadado como en otras ocasiones, cuando me confunden con ese futbolista en cada lugar al que voy, o esté en las circunstancias que esté (y no con esto digo que es una maldición la similitud, algunas buenas cosas he granjeado por ella, hasta un par de comerciales publicitarios, que me dejaron lo suficiente como para vivir un mes, pero claro, no es lo mismo que cuando estás en un bar, y los oligofrénicos de al lado cuchichean y luego uno, creyéndose vivo, te dice: “habla Barrios” y tú piensas “sí, idiota, claro”), pero bueno, esta vez me sentí azorado porque veía el rostro de esos niños y me conmovían de una manera extraña, de la manera linda que es sentir que te pasa algo muy puro, cuando has estado deseando matar a alguien.
Como siempre, y sin ánimos de embaucar a los niños, les dije “Lo siento, no, no soy” y ellos se miraron entre sí, inescrutablemente, y luego percibí en ellos cierta desilusión, cierto bajón y desanimo, sentí la certeza de que si el cabrón del Loco Barrios hubiese estado ahí, el también les habría dicho que no es, que se han confundido. Por eso, con un ánimo improbable, añadí “¡soy su primo!”.
Los muchachos, todos pequeñuelos, sin superar los diez años, empezaron a retozar, y uno dijo “es su familiar”, y otro “es su hermano”, y otro “es él”. Y entonces, dispuesto a exacerbarles el sarao, agarré por fin el cuaderno y el bolígrafo y escribí “para mi amigo Erick, con todo el cariño: El Loco” y luego se lo entregué al pequeñuelo, que se reunió con los demás a enseñarles su victoria.
Luego los chicos se fueron por ahí, desaparecieron viendo el cuaderno firmado, me devolvieron mi espacio. Entonces noté que las parejas de enamorados, todas y cada una, me estaban lanzando miradas y sonriendo, y creyendo seguramente que era yo un imbécil, o creyendo tal vez que era el legítimo Loco Barrios. Así que ante esa incertidumbre me puse de pie y empecé  a caminar, alejándome lentamente de mi banca.
De repente, volteo atónito sobre mis pasos, porque escucho que todos los niños estaban por ahí, agrupados, y gritando emocionados: “¡Loco, Loco, Loco!”, y a ellos se les sumaron las señoras del quiosco y algunos padres que también andaban por ahí, y luego las parejas de enamorados incluso, todos a una sola barra, incansable y orgullosa “¡Loco, Loco, Loco!”.
Extendí una mano, a modo de despedida, y todos los presentes avivaron sus gritos y emprendieron algunas palmas. Y  Yo me perdí en la oscuridad de aquél parque, agradecido porque todas esas buenas personas le devolvieron paz y alegría a mi atribulado corazón.