miércoles, 12 de agosto de 2009

Los tristes finales.

De lejos, y como es sabido por toda la sociedad bohemia y fiestera, la peor parte de las reuniones, francachelas, saraos o chupetas, es la mañana siguiente, la cual llega acompañada de la temible y famosa resaca: esa nube negra que se posa sobre las cabezas de los trasnochados anegados de alcohol, y que te somete a insufribles dolores y pesares, a ingobernables arcadas y dolores de cabeza, a hacerte jurar que “esta es la última vez que tomo, por Dios”.

Hoy, este domingo gris y feo –como son todos los domingos en esta ciudad–, estoy tirado sobre mi cama, despeinado y ojeroso, desnudo y adolorido; sintiendo que todo me da vueltas, tanto con los ojos cerrados como abiertos, y sólo me sujeto fuerte al colchón y maldigo mi suerte.

Deben ser las tres o cuatro de la tarde, no lo sé ni me importa, sólo tengo en la cabeza la vaga idea de ponerme de pie e ir por algunas pastillas para mitigar mis múltiples dolores; lo lamentable es que esa idea no es muy fuerte, o quizá yo soy muy débil, lo cierto es que no me paro, me quedo tendido en la cama largo rato más.

Reptando, voy al baño y vomito la vida en el pobre inodoro, que cumple con estoicismo la difícil tarea de aguantar todo lo que chupé el día anterior, sólo que procesado y fusionado con bilis. Luego hago algunas abluciones y me echo bastante agua en la cara, mientras el espejo me devuelve la imagen de un joven mediocre de ciudad mediocre de país mediocre; me devuelve la imagen de un joven como tantos en el mundo.

Tengo un pequeño botiquín en el dormitorio, donde almaceno algunas pastillas y remedios que seguramente ya expiraron, pues los traje de la casa de mis padres y en esa casa vivieron desde que tengo uso de razón. Igual, no me queda de otra, agarro una de las pastillas que es para el dolor de cabeza y me la tomo ayudado con un vaso con agua; me da asco la operación.

Recuerdo que alguien me dijo alguna vez, que lo mejor que se puede hacer cuando uno está con resaca, es seguir chupando. Me parece algo descabellado e ilógico, yo, de sólo pensar en más alcohol, se me revuelve el estómago y voy directo al baño con la urgencia de expeler ciertos químicos fermentados y constrictores.

Tomo jugo de naranja bien helado, y al hacerlo siento como todo mi diezmado interior se procura un alivio celestial; se apaga el incendio que llevo dentro por algunos segundos, hasta que sus llamas reviven subyugándome una vez más. Luego prendo la tele y veo Nickelodeon o MTV, tras unos momentos –en el mejor de los casos–, veo todo borroso, luego veo doble y a veces hasta triple, y entonces tomo más jugo de naranja y el círculo se vuelve a repetir.

Detesto la resaca y sé que ese sentir lo comparto con no pocos borrachines que hay en el mundo. ¿Saben cuál es la idea del millón de dólares? Dejar de inventar tanta pastilla para el dolor de cabeza o de barriga o de lo que sea, e inventar una pastilla anti resaca, que sea capaz de solucionar los tristes finales de las noches locas que nos alegran la existencia.