jueves, 21 de octubre de 2010

El árbol.

Me vi los zapatos mal lustrados y viejos mientras buscaba mi sombra en el asfalto. Venía avanzando sin fin, tragado por un viaje sórdido, alocado, ensimismado, pero necesario a la vez; iba en busca de los pensamientos que se encuentran en mi parquecito sosegado de Magdalena, de la horrible Magdalena, el distrito más feo de Lima seguramente, pero al que le guardo mayor cariño y nostalgia, extrañamente.

Avanzo cientos de pasos y por fin se me va haciendo nítida la banquita marrón cerca al gran árbol en forma de araña negra. Es mi banca favorita, mi árbol favorito, y no puede ser de otra forma. Sólo allí puedo soñar placenteramente y tener las pesadilla que necesito tener.

Cuando me dejo caer en el asiento de madera helada, un friecillo me recorre el cuerpo. No por lo gélido de mi estoica banquita, sino más bien porque lo primero que veo es aquel árbol imponente y feroz, ese árbol ramificado que está en posición de ataque, en modo defensivo, y por eso yo lo quedo mirando abriendo bien los ojazos cafés, como pretendiendo hacerme respetar.

Poco a poco, casi sigilosamente, casi sin darme cuenta, los poderes maquiavélicos del árbol se van apoderando de mí. Nubes de mil colores me rodean y me anegan, y yo ya no puedo moverme y me quedo petrificado, mientras la gente que pasa por ahí a esas horas, me ve y segurito que piensan que estoy loco loco, loco mal.

Hay algo que tú no sabes, pero que yo sé bien. El árbol y yo. Cuando las ramificaciones de madera de ese ser inescrupuloso me toman de rehén, cuando me asfixian y me hacen cavilar como si hubiera bebido e ingerido brebajes de brujos más espurios que el mismo hecho de que la magia exista, en esos instantes, atrapado y sin salida, abro los ojazos cafés y apareces frente a mí, allí, clarísimo, te veo y te admiro, y tú no me ves, lo sé.

Cuando te veo, noto que no has cambiado ni un ápice, noto que estás igualita que siempre, o mejor dicho, que estás como te dejé, como la última vez que nos vimos, hace más de tres años ya, y revivo con una sonrisa cada detalle de tu dulce y encantador ser, de las flores y del cielo y de las aguas del mar que te crearon al juntarse, regalándole al mundo oscuro un poco de luz perfumada, de luz que huele dulce.

De repente, otra vez frente a ti, me confundo y me vuelvo un tonto evidente y desgraciado, un molde al que embobas porque tienes ese poder y ese privilegio. Lo sabes, creo y quiero creer que lo sabes, aunque nunca te lo haya preguntado: sabes que sin verme aún me embobas, aún me moldeas a tu gusto eternamente maléfico y hermoso.

Cuando las sombras de mi árbol favorito me protegen, tu sombra vuelve a estar junto a la mía, y tú y yo nos volvemos a sentar en un parque desierto, como tantas veces lo hicimos antes de que te marchases. Te sientas junto a mí, y yo, un poco en broma un poco en serio, un poco avergonzado un poco decidido, te cuento que por fin terminé de escribir la novela que habla de nosotros, de lo nuestro –lo que fuese que sea-, de nuestro tiempo juntos aquel verano de hace tantos veranos atrás.

Los grillos cantan al unísono un coro de perplejidad, los vientos retumban contra las hojas de mi árbol villano y soñador y embrujador, la noche es tan oscura que me queda claro; y yo entre tanto pienso en si tú piensas en mí, si pensaste alguna vez en mí, si algún día lo harás. Y me rio porque esa respuesta me es esquiva y cuánto me temo que me será esquiva hasta la tumba.

Levanto la mirada arqueando las cejas y veo nubes rojas, azules, violáceas, nubes coposas que caminan lento, como un carnaval mal herido, que tanto significa pero que tan poco recibe. Lo veo y siento una angustia tremenda, lo veo y deseo con todo mi ser tener un pedacito de cielo, para no volver más a las sombras de este árbol tremebundo, para no tener más que pensarte sin que sepas lo que siento.

viernes, 1 de octubre de 2010

Golpes Bajos.

Caminando en el espeso bosque del Olivar sucedió. Valeria y yo veníamos de unas oficinas, en San Isidro, donde fui a ver cómo van las ventas de mis libros. Vale me esperó y luego me invitó al Mc donald´s, y se portó de las mil maravillas conmigo, hasta que por desgracia cometí la impertinencia de decirle para ir a caminar por el parque El Olivar, y la impertinencia de decirle un par de cosas más estando allí.

Caminamos tomados de la mano por las espesuras del parque, y en eso aparecieron de la nada dos chiquillas, así, todas gringuitas y puteriles, y entonces yo las quedé viendo embobado, reducido por la fruición que me provocaban, y entonces le solté la mano a Valeria (digamos que para proyectar una imagen más disponible a aquellas féminas), y ella vio a las chicas sonriendo, y me vio a mí babeando, y ¡faltaba más!: me metió una gritada brava y bien sazonada argumentando que era yo un pendejo mal.

Yo, obviamente, me hice el desentendido y “no, amor, me picaba la mano, por eso te solté, para rascarme bien, pues” –le dije, y Valeria, ni tonta, no me creyó nada y a cambio puso cara de querer mandarme de ida y sin retorno a la mierda.

Luego, mientras caminábamos ensimismados, cada uno rumiando cóleras, pasaron por los arbustos del Olivar dos ardillas que retozaban con carisma. Yo me las quedé mirando y, enternecido, porque esos animalillos me procuran ternura, les silbé y les hice quecos y entretanto Valeria me lanzó una mirada inflamada, una mirada de que la explosión era inminente.

Valeria me dijo que yo era un idiota, un imbécil, un hijo de puta. Yo le dije que por qué diablos se molesta conmigo sólo por jugar con aquellos roedores. Ella, siempre memoriosa, siempre al tanto de todo, me dijo que no olvidaba que yo tuve una enamorada a la que cariñosamente le decía ardilla. Yo la quedé viendo desorientado y no supe qué decir, sólo la miré y escuché con paciencia, pues entendí que debía escuchar sus diatribas por tan enredada conclusión que asumió.

Valeria, al ver que no le respondía los insultos, trató de ir más allá, trató de ofenderme con cosas más serías. Así que, sin dejar de lanzarme sus peores miradas, me dijo que era yo un vago, un fumón y un misio. Me jodió escucharle dichos adjetivos (quizá no tan distantes de la realidad). Como venganza sólo atiné a decirle: “amen”.

Ella se ofuscó más, se enfureció. Entonces me dijo que era yo un misio, un bueno para nada, un muerto de hambre. Eso fue un poquito mucho, ¿no?, entonces, irritado, le dije que ella era una mantenida de mierda, una hueca, una bruta. Ella sonrió cínicamente, como si le hubiese dicho cosas falsas, y luego arreció sus injurias.

Valeria me dijo que yo siempre seré misio, que no tengo nada de talento para escribir, que mi libro le da pena, que es un remedo de libro, que me moriré de hambre escribiendo libros tan malos. Ella sabía que eso me dolería como nada, lo sabía y lo dijo, y, en efecto, me dolió.

Yo, a sabiendas de que Valeria venía haciendo una estricta dieta hace días, privándose de comer para bajar de peso, le dije que estaba gorda, que había engordado, que la veía más rechoncha y más panzona. Yo sabía que eso le dolería y acerté, en efecto, le dolió, se puso a llorar.

No por estar llorando dejó de arremeter contra mí.

Me dijo que era yo un pezuñento, que me apestaban los pies. Lo dijo recordando un infausto día en que yo llegué a verla después de jugar un partidito de fútbol, y cuando fui a buscarla y me calateé para hacer el amor, expelí un olor asesino y malhadado; aquel día ambos nos reímos del tema, pero ahora ella le daba una vigencia absoluta calificándome como un perpetuo pezuñento.

Entonces me crispé, porque, coño, pezuñento es una palabra muy fuerte, ¿no? Incluso me hizo rememorar a un ex compañero de banda: el indio Roberto, a quien apodábamos indio no sólo por su aspecto físico, sino por las olorosas humaradas verdes e indigestas que perpetraban sus sufridos pies mientras él alegremente tocaba la guitarra.

Entonces yo, vejado, le dije a Valeria que, acá si alguien apestaba esa era su mamá. Así se lo dije: “acá la que apesta, por lo metiche y jodida y malacara, esa es tu vieja”. Ella rompió a llorar con mayores bríos y me dijo que eso era todo, que terminamos, que ya no quería estar conmigo. Yo le dije que así mejor, que se largue y termine sola y amargada como su mamá. Ella enfureció y entonces ¡pum!, me tiró una patada muy cerca a la zona urogenital. Yo me retorcí de dolor y entretanto ella se marchó llorando, cubriéndose el rostro con las manos.

Arrodillado en el piso, mientras las ardillas revoloteaban a mi alrededor, traté de comprender lo denigrantes que pueden resultar los golpes bajos entre dos personas ofuscadas que dicen quererse.