viernes, 27 de febrero de 2009

Dejando la adicción

Intenté dejarlas más de una vez. En realidad, fueron varios los intentos por abandonarla, por no subyugarme más ante ellas, por dejar de ser un adicto.

Nada parecía funcionar, a veces decía “esta es la última vez que las pruebo”; “después de esta se acabó”; “sólo una vez más, y ya nunca más”; pero todo era en vano, todas eran patrañas, fruslerías que yo sabía que no iba a cumplir; me conocía muy bien, yo no soy un hombre de regímenes, soy más bien un tipo impulsivo, que hace lo que –en el momento- cree que está bien; que se deja llevar por sus emociones, y, entonces, caía de nuevo en ese pozo séptico, en ese vicio descomedido.

No sé cómo me hice adicto. Debo admitir que las cosas simplemente se fueron dando. Primero las consumía de manera inusual; después las buscaba cuando estaba con mis amigos, como una forma de amenizar; luego iba tras ellas cada semana, cada tres días, cada dos días, a diario; y, así, de pronto no podía vivir sin ellas; eran parte de mi vida –una parte muy fuerte, muy importante-, y ya no concebía la idea de existir sin ellas.

Recuerdo ahora la primera vez que las probé, no es fácil contarlo. Fue hace muchos años, creo que yo tenía catorce o quince años, no más. Dos amigos míos ya las habían consumido, me hablaban maravillas de ellas. Yo, embobado y asustado, acepté ir a conseguirlas y –finalmente- probarlas. Ellos conocían muy bien el lugar, las vendían en un sitio céntrico y sin mayores restricciones. A pesar de que éramos muy jóvenes, no nos fue difícil adquirirlas –recuerdo que compramos un cantidad considerable-; aquél día fue un sarao; nada nos preocupaba demasiado; nos las metimos todas y a mí me encantaron desde ese primer momento.

Tanto me gustaron, que empecé a azuzar a mis amigos –casi todos los días- para ir a comprarlas. Ellos se reían un poco de mí y me decían “oye, suave, no te pegues tanto, no seas tan loco”. Pero eso no me interesaba, no me importaba la reprobación de mis amigos, yo sólo sabía que quería más y más. Entonces empecé a ir por ellas sólo, tragándome el orgullo y envalentonándome un poco, iba hasta los lugares donde la vendían –y que yo ya conocía bien- y se las compraba a esos muchachos que las ofrecían tan alegremente, tan sonrientes y amables con sus clientes frecuentes –como yo-.

Ahora yo ya no tenía el mínimo pudor a que la gente sepa de mi debilidad, de mi adicción. Llegué a un punto donde no me interesaba ni un poquito los consejos de la personas que me rodeaban: de mis compañeros, molestándome por ser un adicto; de mis amigos, aconsejándome y conminándome a que las deje; de mi familia incluso –porque ellos también se enteraron-, diciéndome que no llegaría a viejo si seguía así. Nada me importaba, que se jodan los demás, yo sólo quería seguir consumiéndolas una y otra vez.

Así, cierto día, tras ver una encomiable película que hablaba de la percepción de la muerte como parte de la vida, sentí que se me quitaba la venda de los ojos; oteé claramente el horizonte; me vi perdido y a la deriva; caí en cuenta de que la vida era muy corta, y que yo la estaba dilapidando tristemente al consumir eso que ahora –por mi bien- trato de repudiar. Entonces así, vislumbrado, apartado de la obnubilación, decidí ser fuerte por primera vez y dejar definitivamente esa maldita adicción; dejarla cueste lo que me cueste, con el fin de recuperar el tiempo perdido y obtener un futuro medianamente digno.

Hoy digo con orgullo, que van más de tres semanas que no pruebo una sola hamburguesa del Mc Donald´s, ¡NI UNA SOLA!, ni tampoco las papitas, y tampoco los helados; nada de eso que antes me era imposible dejar de comer, porque era un fanático de sus sabores; como dije: prácticamente vivía ahí, en esos restaurantes multicolor. Y me mantendré incansable en mi lucha por preservar mi integridad y mi menoscabada salud, evitando comer –así me inviten, para que vean lo serio que va esto- una vez más algo del Mc Donald´s.

sábado, 21 de febrero de 2009

La reunión.

Dos amigos me invitan a una reunión que hará uno de ellos en su casa. Para convencerme de manera rotunda a que asista, me dicen que sólo seremos nosotros tres y cinco o seis chicas amigas de ellos, me dicen que no hay pierde, que en la reunión vamos a salir ganadores. No era necesario que lo mencionen, acepto de inmediato.

Mis amigos me dicen que debemos comprar licor –mucho licor- para así abreviar los escarceos y romper el hielo rápido, ya saben, para ir de frente al grano. Les digo que me parece una muy buena idea. No hay una sola licorería a la vista, caminamos más y más y nada: no encontramos alguna; se va haciendo tarde –son como las once de la noche-, no nos queda otra que ir a comprar licor al minimarket del grifo, donde suelen vender los tragos al doble o triple de su precio habitual.

Efectivamente, una vez allí los precios de los tragos nos abofetean, una botella de ron común y corriente pasa los sesenta soles: ¡un abuso, un asalto a mano armada! Pero, bueno, ya estábamos allí y teníamos que llevarles algo a las chicas para que se solivianten un poquito y para que nosotros exacerbáramos sus virtudes. Compramos dos botellas de ron y un par de cocacolas de tres litros; nos cobraron una fortuna; pagamos entre los tres; me dolió pagar tanta plata por un trago asqueroso, pero, ¡ya está, todo sea porque hoy la hago!

Llegamos a la casa de mi amigo –donde se daría la reunión-; las amigas están en la puerta, esperando, han llegado hace un tanto. Las oteo así, rapidito nomás, no me llaman la atención, trato de ser positivo, de verlas por sus mejores ángulos, pero no me entusiasman gran cosa. Nos presentan, yo finjo un interés demasiado impostado, las saludo con cariño, con las confianzas de un desdeñoso.

Entramos a la casa, nos sentamos en la sala; mi amigo (el anfitrión) prepara el trago, combina los líquidos, lo hace con parsimonia, mientras yo voy escudriñando a las chicas y seleccionando a las que me parecen mejores como para caerles. Llega mi amigo con el trago; la gente se alegra; empezamos a tomar; conversamos un par de tonterías; las cosas empiezan relativamente bien, se urden prometedoras. Vasos llenos y terminados después, le echo el ojo a una de las chicas, la veo bien, empiezo a planear como abordarla.

De pronto me entran unas ganas impostergables por ir al baño a aligerar la vejiga. Me pongo de pié de un respingo y cuasi corro a los servicios higiénicos, no hay tiempo que perder. Es entonces cuando, al regresar a la sala, veo que mi buen amigo (el anfitrión) ha visto a bien sacar su guitarra y amenizar a su manera la reunión, desconectando previamente el equipo de sonido que antes nos hacía menear las cabezas. Me parece que la idea es absurda, que esto no es un campamento, y que la guitarra va a suprimir las conversaciones; pero, me toca ser tolerante y dejar que mi amigo hago su show un ratito.

Pasa media hora, pasa una hora, pasan dos horas y mi amigo sigue tocando la guitarra como un demente, cantando canciones improbables, boleros que mis abuelos disfrutaron en su momento. No puedo creer lo aburrida que está la reunión, sobretodo porque las chicas y mi otro amigo, no parecen estar interesados en el flirteo, sino que acompañan al unisonó los temas varios que toca el anfitrión. La gente toma con vehemencia y luego canta con mayor vehemencia aún: se turnan para interpretar las canciones; hacen duos; las canciones en ingles las reproducen en alguna lengua hibrida; aplauden; y luego siguen libando.

Arrellanado en un sillón, cierro los ojos y, es inevitable, me quedo dormido: la languidez de esta reunión de parroquia me ha derrotado. Duermo algún tiempo -quizá media hora, quizá más-; luego, vuelvo a la realidad, despierto con los ojos achinados, pienso que tal vez la reunión ya se desahuevó, pero ¡diablos!, siguen cantando y ahora me reciben con temas como “caballo de la sabana” o “viejo mi querido viejo”… ¡Dios mío, estos sí que son jóvenes ejemplares!

Encabronado decido largarme lo antes posible de esa secta que ahora palmotea mientras cantan “por qué se fue, por qué murió, por qué el señor se la llevó…”. Me pongo de pié, no me despido de nadie, sólo camino hacia la puerta pero antes –y en un afán de preservar no sólo la dignidad, sino también algo del dinero dilapidado al asistir a esta reunión de catequesis-, me acerco a la mesa donde están los licores y cojo una de las botellas de ron que aun no se ha utilizado, me la pongo bajo el brazo y camino hacia la salida, pensando que al final, lo único que me agarré fue a una puta botella.

lunes, 9 de febrero de 2009

Un mal y buen día.

Nada salió como lo planeé, odio cuando me pasa eso, sobre todo si se trata de un fin de semana como hoy, que es sábado. Son casi las nueve o diez de la noche, no sé exactamente, sólo sé ya es demasiado tarde para hacer algo que me salve de este letargo al que me veo conminado; ya es demasiado tarde para buscar a mis amigos, pienso, ya deben estar en algo, en alguna reunión o fiesta, celebrando sus juventudes; y no como yo, que estoy caminando como un zombi por estas añejas calles.

No quiero volver a casa, no aún, no así: derrotado, sin nada que hacer el resto de la noche de sábado más que leer o rumiar nostalgias sañudas. Decido, por fin, caminar por ahí, bigardear por las estragadas y bulliciosas calles de este sábado aciago.

Avanzando sin rumbo, secundado únicamente por una sombra vacilante; siento de repente un ramalazo de maldita nostalgia; he caído en recuerdos, el pasado –bueno y malo- me atormenta. Me veo entonces con un extraño antojo por beber algún vodka o ron o cerveza o algo que me distraiga y me relaje un poquito. Lo primero que pienso es que debo estar bien cagado para cavilar en tomar sólo, como si fuera un alcohólico; pero, valgan verdades, yo me debo al momento, poco me importa pensar en forma circunspecta; ¡a la mierda, safo a comprarme un trago!

No encuentro bodegas a la vista, las calles se ven desiertas. Camino un poco más, la idea de que mi único plan se vea frustrado por no conseguir tienda me azuza a buscar de una manera más pertinaz. Unas cuadras después, encuentro una bodega, al lado de un gran parque. Avanzo retozando, pensando que debo comprar un trago que no exceda los diez soles, porque no tengo más. De pronto, ya en la bodega, levanto la mirada y atisbo a una chica que esta comprando algo, en primer momento no la reconozco, pero luego caigo en cuenta de que es Roxana, una linda chica que conocí hace algún tiempo y que veía de vez en cuando en fiestas improbables.

Roxana está más linda de lo que yo recordaba, ha mejorado, la veo más rica con su polito apretado de tiras y ese jean ajustadito que tiene. Roxana me reconoce, ella se acerca y me saluda, me dice “hola pelucón, a los años”, me lo dice así, tan fresca, como la chica desinhibida que es. Nos saludamos con un extraño cariño, el cariño que proporciona esta noche ahora prometedora. Roxana me pregunta qué voy a comprar, qué voy a hacer esta noche. Yo le digo que nada, que venía por una gaseosa, que no tengo nada que hacer. “Yo estoy igual, telaza”, me dice, “Ya pues, habla, hacemos algo”. “Encantado, Roxi, lo que gustes, soy todo tuyo” le digo y me sonrío. Roxana me propone hacer un trago, chupamos acá en el parque, me dice. “Perfecto, un trago” digo, y llamamos al encargado para que nos atienda.

Roxana dice que odia el vodka, que prefiere un ron con cocacola. Yo pienso igual que ella, la adoro por eso. Compramos el licor y la gaseosa, pagamos mitad mitad (como debe ser), el tipo que nos atiende mezcla el trago, nos cobra unos soles más por hacerlo. Roxana, el trago y yo nos instalamos en una banca furtiva de aquel parque solitario. Nos servimos el brebaje en unos vasitos plásticos. Todo me parece demasiado loco, demasiado bueno, mi suerte ha mejorado. Roxana y yo hablamos un par de cosas antes de que, soliviantados por el ron, las conversaciones se pierdan por el lado sexual, libidinoso.

Roxana me pregunta cuántas veces he tirado, cuál es mi pose favorita, cosas así, y yo siento que esta chica es lo máximo, me encanta que me pregunte esas cosas sin tapujos. Del trago queda menos de la mitad, si antes veía rica a Roxana, ahora babeo por ella. Me le acerco, la abrazo, la beso. Ella se deja, me corresponde, juega con mi cabello. Roxana besa bien, me lame las mejillas, el cuello. Crispado como estoy, poco me importa estar en la vía pública: manoseo a Roxana como un demente, la toco por todos lados. Roxana me dice que no sea loco, que acá no. Le digo para ir a mi jato, le digo que vivo sólo. Roxana me queda mirando fijamente, se hace un silencio rotundo, luego me da otro beso, “¡vamos!”, me dice. Me levanto, la tomo de la mano y caminamos a mi casa, y yo me río callado, pensando que este día no fue tan malo después de todo.