lunes, 5 de noviembre de 2012

Barba y pelo crecido.


Sin ánimos de nada, odié la noche cayendo sobre mis hombros, recordándome la soledad. Calcé unas zapatillas y salí de casa, de mi habitación, de aquel encierro asfixiante. Tomé un colectivo solo por subir a alguno, y luego me bajé en el centro, que es un lugar que suele acogerme de noche últimamente, como a tanto estragado que transita por allí. La plaza es horrible, y de noche más aún. Hay mendigos, rufianes, ancianos platicando sobre el país que es una mierda, y gente como yo que camina sin nada mejor que hacer.

Me acerco a una bodega y compro algo de beber, una botella chica de ron, y luego regreso a la plaza a bajármelo, ahí sentado en una banca, a vista cómplice de los esforzados serenazgos que tienen mejores cosas que hacer, como escuchar su salsita rica por la radio de bolsillo que llevan. Solo a veces pasa alguno por mi lado y divertido me dice: “oye, ¿tú no eres el que sale en la televisión imitando al Loco Barrios?”. Y, yo me hago el idiota y me río con él y le digo: "yo soy, yo soy".

Porque ese efectivo de la ley tiene razón, he salido en televisión nacional de señal abierta, en programas decadentes, sonriendo y dando declaraciones fatuas, mientras me daban cabida por parecerme a una estrella de futbol del dolido pueblo peruano. Así mismo he tenido apariciones en tv por motivo de mis libros, o de movimientos en pro de la cultura en el país, pero eso es aburrido, eso no es bacán, bacán es joderme porque me parezco a un futbolista.

Un par de chicas del centro se me acercan y se sientan en la misma banca que yo. Cuchichean pero yo no les hago caso, no me interesan. Han dicho “ese salió ayer en el programa de chistes”. Me causa gracia. Ellas me pasan la voz y yo volteo con una sonrisa vacía, pero con una sonrisa al fin; platicamos largo rato y luego incluso compartimos mi botella de ron. Ellas, tan dedicadas me regalan ciertos afectos que yo no dudo en recibir, y, desde luego, en corresponder.

Rato después se marcharon, dejándome en las profundidades del alcohol y la madrugada. Algo eufórico divagué unos instantes, y luego me metí a ese antro de la equina, que siempre me acoge a altas horas de la noche. Un par de tipos están haciendo su colita para entrar, bien a la casaca de cuerina, bien engominado el pelo, y cuando me ven se alegran y me pasan la voz “hey, el Loco”, y yo los saludo con el más falso de los cariños, al igual que saludo al vigilante, que me palmotea la espalda y me deja entrar sin hacer cola y sin pagar.

Allí me siento un payaso, y me siento importante, y me siento un fracasado. Los parroquianos me saludan, algunos bonito, otros en tono burlón. Otros me abrazan y hacen brindis conmigo, me invitan su cervecita tibiona y horrible, algunas chicas me miran de forma inescrutable. No me amilano, al contrario, sigo el juego de lo lindo, no hay cosa que sepa hacer mejor que el hecho mismo de hacerme el tonto. Tomo sin moderación, flirteo y dejo que lo hagan a sus anchas conmigo, y sólo me detengo cuando veo el cielo aclarándose por la ventana.

Entonces salgo zigzagueante, despidiéndome de medio mundo, y con la firmísima convicción de que algún día escribiré una novela sobre todo ello, sobe mí, sobre el Loco Barrios, sobre el centro, y, sobre todo, acerca del antro este, que tanto podría contar si hablase.