martes, 26 de agosto de 2008

Oído a la música.

Miré mi reloj, las horas dejaban lentamente atrás la media noche, volví la mirada al lugar donde me encontraba, era un sitio oscuro con luces intermitentes y multicolores iluminando con ráfagas la penumbra, a mí alrededor gente de todo tipo lanzando bocanadas de humo viciado haciendo que para mí –un no fumador- la respiración fuera una tarea infeliz. Había unas quince mesas en dicho lugar, mesas de madera rodeada de gente venida a menos, estragada por el alcohol. Escenas groseras. Hombres soliviantados por los tragos de toda índole hablándoles de manera torpe a mujeres pizpiretas que se dejaban abrazar sin mayores objeciones. Se escuchaban risotadas escandalosas por doquier. El lugar no parecería raro, extraño o insólito si digo que estuve allí un sábado por la noche, lamentablemente, frente a mí y a todo ese espectáculo decadente de gente crápula, se encontraba en escena un grupo de muchachos, músicos amateurs le dirían, tocando lo mejor de lo mejor de su repertorio.Cuando subieron al escenario –si ese tabladillo endeble puede denominarse así- los chicos, que eran cinco, lucían nerviosos, estaban vestidos apropiadamente, habían ajustado cada detalle para que todo salga bien, pero el futuro no parecía prometedor. Vi como se daban aliento unos a otros musitando arengas para invocar la buena fortuna durante el show, arrancaron a tocar una canción de rock en español, a la gente no parecía importarle, ¿o quizá no advirtieron la presencia de los músicos? Terminado dicho tema popular que fue interpretado dignamente por aquellos pundonorosos muchachos, los aplausos les fueron esquivos, al terminó de la canción solo se podía escuchar el barullo de la gente, algunas lisuras producto de una conversación exasperada en la mesa de al fondo también fueron notorias, el vocalista agradeció tímidamente, sentí mucha pena.Cada canción era menos atendida que la anterior, la gente caso no hacía, sin embargo me gustó ver que los jóvenes músicos se felicitaban entre tema y tema, se alentaban a seguir, yo los aplaudí al principio, pero mis palmas solitarias resonaban con un eco lamentable, esas palmas tornaban el espectáculo más triste aún, decidí solamente escuchar y permanecer en silencio. Recuerdo que en un momento, en el cual el barullo del lugar podía más que el rock de los chicos, los jóvenes músicos miraban aturdidos a su alrededor, en sus rostros reinaba el desconcierto, difícilmente olvidaré esas miradas anegadas –seguramente- de pena, nadie les hacía caso. Cuando el show terminara –después de media hora de castigo por parte de los asistentes- los chicos se despiden y agradecen fervientemente la oportunidad, luego proceden a guardar sus instrumentos, la gente sigue inmutable. Me dio mucha pena ver como un grupo de jóvenes –entre los cuales fácilmente pude haber estado yo- fue pisoteado cruelmente. Rato después escuché que a los jóvenes músicos no se les había pagado un centavo. La vida de un músico, de un artista es así, esta rodeada de mucha mierda, la gente que tiene esos dones innatos es dilapidada y subyugada en este país donde se cree que artista son las vedettes y los cómicos ambulantes.

viernes, 8 de agosto de 2008

No soy un cuentero.

Estoy en la cafetería de la universidad hablando de literatura con uno de mis mejores amigos. Debatimos sobre algunos autores, nuestros gustos novelescos, yo nombrando siempre a ese escritor que tanto admiro, mi amigo diciendo que ese escritor solo escribe para la polémica. Mi amigo me pregunta como va mi futura novela, le cuento que estoy trabajando en ella fervientemente, que estoy tratando temas bastante comunes en un adolescente por lo que se está tornando algo truculenta. Él me alienta, me dice que mejor así, tiene q ser una obra contundente sentencia. Luego me pregunta si tengo el contacto de alguna casa editora, le digo que he estado averiguando y me llevé una aciaga sorpresa, los costos por una publicación son altísimos le dije. ¿Y no has averiguado acá en la universidad?, debe tener una editorial, más aún siendo esta facultad de comunicaciones, me dice.
Es así que azuzado por la iniciativa esperanzadora que me alcanzara mi amigo, me encaminé a la coordinación de la universidad en busca de respuestas – de preferencia positivas-, voy a hablar con el coordinador le dije al vigilante que se me puso al frente para impedir mi paso, me permitió pasar, entré a esa oficina de puertas de vidrio, el coordinador hablaba amenamente con dos profesores, soltaban largas risotadas, decidí ser prudente y esperar a que terminaran de platicar. Rato después –largo rato- se acerca a mi el coordinador, bastante rollizo, bien peinado él, con su terno de liquidación, y en la cara una media sonrisa, ¿si alumno, que desea?. Buenas tardes profesor, soy alumno del décimo ciclo y además un escritor incipiente, por lo cual quería averiguar que posibilidades hay de que la universidad se interese en publicarme, quizá fui demasiado conciso en mi descripción, el coordinador secándose la frente con un pañuelo me dijo con un tono bastante socarrón: bueno alumno aquí publicamos los libros del decano, porque la verdad la verdad aquí los escritores y poetas como tu, ¿Por qué tu eres poeta no?, tienes pinta de poeta, todos están muy pichoncitos. Entiendo dije, estaba contrariado, bueno yo en realidad aspiro a ser un novelista, no me dejó terminar, el profesor me atropelló con sus palabras, enséñale tus cuentos a algún profesor de literatura. ¿Cuentos? Pensé. ¿En que te estas especializando? Preguntó, en publicidad respondí, achachay entonces mejor dedícate a la publicidad en vez de estar metiéndote en escrituras oiga, concluyó el coordinador. Gracias por su tiempo mister, traté de menoscabarlo. Mister no, master me corrigió. Hasta luego maestro me despedí. Salí de esa oficina oscurantista, ¿Qué tal te fue? Me pregunta mi amigo, terrible – respondí- pero la experiencia me servirá para hacer un cuento.

domingo, 3 de agosto de 2008

Corte (De apariencia)

Fueron días, meses de espera. El tiempo pasó lentamente pero el deseo de contar con esa cabellera que delatara mi personalidad contracorriente mitigaba todo letargo.
Y así, toda labor tiene una recompensa, vi por fin crecer mi pelo a proporciones que muchos consideran dudosas para un varón.
Ese aspecto bohemio – y desordenado – que conllevaba andar con pelo largo me caía en gracia, me sentía más que feliz. Claro que esa felicidad no la compartía con nadie de mi entorno, pues dicha cabellera contaba con más de un enemigo incansable: En casa, donde me llamaban "melenudo"; entre mis amigos: diciéndome “flaquita” y ni que decir de la universidad donde no solo compañeros sino también profesores me conminaban a que algún conocedor de las tijeras moldeara y encaminara por el sendero del bien a tan prodiga melena.
A mi me tenían sin cuidado las –gratuitas- diatribas, sin embargo, una tarde cualquiera, azuzado por un mal día y por la rebeldía que invadía a mi pelo, el cual se mostraba reacio a permanecer como yo quería, acepté –despechado- una invitación que me alcanzara mi padre, con palabras que secundaban mi animosidad peluda, para visitar a un estilista: Vamos a que te desahueven el pelo.
Sentado en esa silla que me resultó cómoda y viendo atravez del espejo a un sujeto que me resultó demasiado disforzado, empezó la debacle de mi look. Vi un mechón de pelo tras otro caer al piso donde ya se formaban pequeños cúmulos negros, recordé todo el tiempo que me tomó tener esa apariencia bohemia, las bromas que me gastaban mis amigos y de las que yo me reía más que ellos y vi a mi profesora de universidad atrás mío que me decía con un tono socarrón: Ya ve Fernández, tarde o temprano tenía que hacerme caso, ahora el segundo paso es tomarse un foto tamaño carné y adjuntarla en su curriculum.
De pronto la voz del estilista termina con mis cavilaciones: Listo, ya esta, quedó regio, atisbe mi reflejo en ese espejo reluciente y la imagen que regresó a mi fue devastadora, parecía un chiquillo escolar, de mi cabellera no quedaba nada, había sido reducida a escombros por el actuar vehemente de esas tijeras inescrupulosas.
Derrotado salí del lugar, caminando de regreso a casa vi a dos señoras de avanzada edad, escuché que una le decía a otra, que lucía una túnica morada y un crucifijo en el pecho: el hábito no hace al monje.
Puede que tenga razón pensé.