Con Renato nos conocíamos algunos años, no muchos como para decir que todo una vida, pero sí un tiempo prolongado. Desde el principio, desde que lo conocí, supe que llegaríamos a ser grandes compañeros, él me cayó bien desde el primer momento, sobre todo porque siempre me seguía la corriente y se reía de las bromas tontas y lamentables que yo prodigaba.
Él era una persona muy afable, atenta, cordial, un chico suave, tópicos raros en estos tiempos; tópicos que con facilidad jugaban con la idea de “extraño para ser un hombre”, tópicos que frisaban con lo afeminado. Por eso, Renato siempre era sometido a bromas de mal gusto que ponían en tela de juicio su hombría, que dudaban de su condición de varón.
Yo no lo defendía; incluso, a veces, también lo molestaba, le jugaba bromas pesadas. Pero no había lío, él y yo éramos de confianza, nos tolerábamos –él más a mí- las bromillas estúpidas y sañosas. Sin embargo, por ello mismo, nuestros demás amigos en común siempre lo molestaban por andar a mi lado, por parar conmigo y no con ellos, le decían que era un rosquete, que era mi hembrita; Renato sólo se reía.
Yo no dudaba de mi amigo, no señor, él era un hombre hecho y derecho, y también un hombre algo atormentado, afligido porque recién había terminado con su enamorada Lucía, con la que había tenido una relación de seis años, nada menos. Él pobre Renato aún la quería, la echaba de menos, varias veces me lo contó, varias veces acudió a mí para narrarme su desdicha, varias veces fingí escucharlo, varias veces simplemente lo alenté a que se consiga a otra y ya.
Cierto día -casi en el epílogo de nuestra amistad, o en los albores de su detrimento-, Renato me llamó al celular, tenía una voz entrecortada, mustia, lo noté mal; dijo que quería hablar conmigo, que necesitaba que lo escuche. Asumí que quería hablarme otra vez de Lucía, que lo que en verdad quería era que Lucía lo escuche, no yo. Reacio y con total frialdad, le dije que no podía hablar, que estaba ocupado en una reunión, que mejor hablamos otro día con más calma. Él colgó resignado.
Olvidé el incidente de la llamada. Pronto pasaron los días y legó el fin de semana, era sábado, lo recuerdo sin temor a equivocarme. Sonó mi celular, era Renato, temía que esté enfadado conmigo, empecé a urdir una mentira para justificar mi actuación de la última vez. Le contesté. Él me saludó con cariño, sentí que todo estaba bien, que no había resentimientos.
Renato me preguntó cómo había estado, me recordó que no nos veíamos hace uff. Yo le dije que me disculpe, que he estado muy ocupado (lo cual nunca es verdad), y que pronto nos reuniríamos para platicar largo rato, le dije que no me gusta verlo mal, decaído. Renato me dijo que ya estaba mejor, que ya había aclarado las cosas en su cabeza, que estos días le fueron útiles, que ya no pensaba en Lucía, incluso, me dijo, ahora estaba tras los pasos de otra persona. Me sorprendieron sus palabras, me sentí aliviado: mi amigo estaba bien; y, además, no perdía el tiempo y tenía a otra chica en la mira.
Felicité a Renato, le dije esa palabra tan falsa que suelo usar: ¡te encomio! Apresurado le pregunté quién era la afortunada, quién era la persona que lo había flechado y lo había hecho olvidar a su otrora enamorada. Tú, me dijo, me he enamorado de ti. Me reí largamente, celebré la broma con entusiasmo, rato después le dije que ya, que no joda y me diga de quién se trata. Él se reafirmó: Tú, no sé cómo explicarlo, pero tú me gustas, me he enamorado de ti, no lo tomes a mal, no me odies por eso. De inmediato me preocupé, ahora Renato ya no parecía estar bromeando. Le dije que no hable huevadas, que me estaba haciendo sentir incómodo. Él me dijo que lo disculpe, que no quería incomodarme. Le dije que ya me había incomodado, que no me venga con esa clase de bromas. Él me dijo que estaba confundido. Aturdido le dije que no me meta a mí en sus cosas, que no joda, que no me llamé. Luego el dijo algo que ha cumplido hasta el día de hoy: No te preocupes, no te llamaré nunca más.
Él era una persona muy afable, atenta, cordial, un chico suave, tópicos raros en estos tiempos; tópicos que con facilidad jugaban con la idea de “extraño para ser un hombre”, tópicos que frisaban con lo afeminado. Por eso, Renato siempre era sometido a bromas de mal gusto que ponían en tela de juicio su hombría, que dudaban de su condición de varón.
Yo no lo defendía; incluso, a veces, también lo molestaba, le jugaba bromas pesadas. Pero no había lío, él y yo éramos de confianza, nos tolerábamos –él más a mí- las bromillas estúpidas y sañosas. Sin embargo, por ello mismo, nuestros demás amigos en común siempre lo molestaban por andar a mi lado, por parar conmigo y no con ellos, le decían que era un rosquete, que era mi hembrita; Renato sólo se reía.
Yo no dudaba de mi amigo, no señor, él era un hombre hecho y derecho, y también un hombre algo atormentado, afligido porque recién había terminado con su enamorada Lucía, con la que había tenido una relación de seis años, nada menos. Él pobre Renato aún la quería, la echaba de menos, varias veces me lo contó, varias veces acudió a mí para narrarme su desdicha, varias veces fingí escucharlo, varias veces simplemente lo alenté a que se consiga a otra y ya.
Cierto día -casi en el epílogo de nuestra amistad, o en los albores de su detrimento-, Renato me llamó al celular, tenía una voz entrecortada, mustia, lo noté mal; dijo que quería hablar conmigo, que necesitaba que lo escuche. Asumí que quería hablarme otra vez de Lucía, que lo que en verdad quería era que Lucía lo escuche, no yo. Reacio y con total frialdad, le dije que no podía hablar, que estaba ocupado en una reunión, que mejor hablamos otro día con más calma. Él colgó resignado.
Olvidé el incidente de la llamada. Pronto pasaron los días y legó el fin de semana, era sábado, lo recuerdo sin temor a equivocarme. Sonó mi celular, era Renato, temía que esté enfadado conmigo, empecé a urdir una mentira para justificar mi actuación de la última vez. Le contesté. Él me saludó con cariño, sentí que todo estaba bien, que no había resentimientos.
Renato me preguntó cómo había estado, me recordó que no nos veíamos hace uff. Yo le dije que me disculpe, que he estado muy ocupado (lo cual nunca es verdad), y que pronto nos reuniríamos para platicar largo rato, le dije que no me gusta verlo mal, decaído. Renato me dijo que ya estaba mejor, que ya había aclarado las cosas en su cabeza, que estos días le fueron útiles, que ya no pensaba en Lucía, incluso, me dijo, ahora estaba tras los pasos de otra persona. Me sorprendieron sus palabras, me sentí aliviado: mi amigo estaba bien; y, además, no perdía el tiempo y tenía a otra chica en la mira.
Felicité a Renato, le dije esa palabra tan falsa que suelo usar: ¡te encomio! Apresurado le pregunté quién era la afortunada, quién era la persona que lo había flechado y lo había hecho olvidar a su otrora enamorada. Tú, me dijo, me he enamorado de ti. Me reí largamente, celebré la broma con entusiasmo, rato después le dije que ya, que no joda y me diga de quién se trata. Él se reafirmó: Tú, no sé cómo explicarlo, pero tú me gustas, me he enamorado de ti, no lo tomes a mal, no me odies por eso. De inmediato me preocupé, ahora Renato ya no parecía estar bromeando. Le dije que no hable huevadas, que me estaba haciendo sentir incómodo. Él me dijo que lo disculpe, que no quería incomodarme. Le dije que ya me había incomodado, que no me venga con esa clase de bromas. Él me dijo que estaba confundido. Aturdido le dije que no me meta a mí en sus cosas, que no joda, que no me llamé. Luego el dijo algo que ha cumplido hasta el día de hoy: No te preocupes, no te llamaré nunca más.