sábado, 24 de enero de 2009

El amigo amado.

Con Renato nos conocíamos algunos años, no muchos como para decir que todo una vida, pero sí un tiempo prolongado. Desde el principio, desde que lo conocí, supe que llegaríamos a ser grandes compañeros, él me cayó bien desde el primer momento, sobre todo porque siempre me seguía la corriente y se reía de las bromas tontas y lamentables que yo prodigaba.

Él era una persona muy afable, atenta, cordial, un chico suave, tópicos raros en estos tiempos; tópicos que con facilidad jugaban con la idea de “extraño para ser un hombre”, tópicos que frisaban con lo afeminado. Por eso, Renato siempre era sometido a bromas de mal gusto que ponían en tela de juicio su hombría, que dudaban de su condición de varón.

Yo no lo defendía; incluso, a veces, también lo molestaba, le jugaba bromas pesadas. Pero no había lío, él y yo éramos de confianza, nos tolerábamos –él más a mí- las bromillas estúpidas y sañosas. Sin embargo, por ello mismo, nuestros demás amigos en común siempre lo molestaban por andar a mi lado, por parar conmigo y no con ellos, le decían que era un rosquete, que era mi hembrita; Renato sólo se reía.

Yo no dudaba de mi amigo, no señor, él era un hombre hecho y derecho, y también un hombre algo atormentado, afligido porque recién había terminado con su enamorada Lucía, con la que había tenido una relación de seis años, nada menos. Él pobre Renato aún la quería, la echaba de menos, varias veces me lo contó, varias veces acudió a mí para narrarme su desdicha, varias veces fingí escucharlo, varias veces simplemente lo alenté a que se consiga a otra y ya.

Cierto día -casi en el epílogo de nuestra amistad, o en los albores de su detrimento-, Renato me llamó al celular, tenía una voz entrecortada, mustia, lo noté mal; dijo que quería hablar conmigo, que necesitaba que lo escuche. Asumí que quería hablarme otra vez de Lucía, que lo que en verdad quería era que Lucía lo escuche, no yo. Reacio y con total frialdad, le dije que no podía hablar, que estaba ocupado en una reunión, que mejor hablamos otro día con más calma. Él colgó resignado.

Olvidé el incidente de la llamada. Pronto pasaron los días y legó el fin de semana, era sábado, lo recuerdo sin temor a equivocarme. Sonó mi celular, era Renato, temía que esté enfadado conmigo, empecé a urdir una mentira para justificar mi actuación de la última vez. Le contesté. Él me saludó con cariño, sentí que todo estaba bien, que no había resentimientos.

Renato me preguntó cómo había estado, me recordó que no nos veíamos hace uff. Yo le dije que me disculpe, que he estado muy ocupado (lo cual nunca es verdad), y que pronto nos reuniríamos para platicar largo rato, le dije que no me gusta verlo mal, decaído. Renato me dijo que ya estaba mejor, que ya había aclarado las cosas en su cabeza, que estos días le fueron útiles, que ya no pensaba en Lucía, incluso, me dijo, ahora estaba tras los pasos de otra persona. Me sorprendieron sus palabras, me sentí aliviado: mi amigo estaba bien; y, además, no perdía el tiempo y tenía a otra chica en la mira.

Felicité a Renato, le dije esa palabra tan falsa que suelo usar: ¡te encomio! Apresurado le pregunté quién era la afortunada, quién era la persona que lo había flechado y lo había hecho olvidar a su otrora enamorada. Tú, me dijo, me he enamorado de ti. Me reí largamente, celebré la broma con entusiasmo, rato después le dije que ya, que no joda y me diga de quién se trata. Él se reafirmó: Tú, no sé cómo explicarlo, pero tú me gustas, me he enamorado de ti, no lo tomes a mal, no me odies por eso. De inmediato me preocupé, ahora Renato ya no parecía estar bromeando. Le dije que no hable huevadas, que me estaba haciendo sentir incómodo. Él me dijo que lo disculpe, que no quería incomodarme. Le dije que ya me había incomodado, que no me venga con esa clase de bromas. Él me dijo que estaba confundido. Aturdido le dije que no me meta a mí en sus cosas, que no joda, que no me llamé. Luego el dijo algo que ha cumplido hasta el día de hoy: No te preocupes, no te llamaré nunca más.

jueves, 15 de enero de 2009

Verano al norte.

Estoy a punto de viajar a Trujillo, me parece una manera adecuada de saldar la cuenta por haber estado los últimos meses metido en el departamento escribiendo como un loco la novela, lucubrando tropelías, mientras el resto de mis amigos veraneaba en las playas del sur. Estoy viajando por vía terrestre, en un autobús que me cobro una suma importante de dinero por el pasaje, lo que me dio la certeza de que sería un viaje seguro. Subo al vehículo y me dejo caer en el asiento doce, para mi buena suerte, el ocupante del asiento once no llega, el carro parte y yo voy echado ocupando los dos asientos, privilegiado y cómodo, ganándome la envidia de los demás pasajeros.

Llego a Trujillo y me hospedo en casa de mis abuelos, una casa grande, en medio de un barrio sosegado donde el tiempo parece transcurrir en vilo, agonizante. Se siente un cariz extraño, que, a diferencia de Lima, hace de esta ciudad un lugar sin apuros, sin complicaciones, donde hay una tranquilidad desmesurada que acaricia al residente y asfixia al visitante, por lo que pronto me siento aburrido y, qué va, arrepentido de estar aquí.

Mis abuelos, tan amorosos, tan afables, me atienden de maravilla, me consienten, me preparan comidas típicas y pantagruélicas; las mismas que no como porque odio, me disgustan, extraño el Mc donald.

Mi Laptop no logra entrar internet, no tiene señal; me siento incomunicado, apartado del mundo, varado en un lugar donde no conozco a nadie; de no ser porque no veía a mis abuelos hace casi tres años me sentiría un idiota por estar aquí.

Ha pasado un día, dos primos míos llegan a casa de mis abuelos, son jóvenes, sólo un poco mayores que yo; me dicen para salir, para ir a la playa; acepto de inmediato, aunque sé que, dentro de unas horas, rojo de la quemadura y salado por el agua, me voy a arrepentir. Safamos rápido a una de las playas más conspicuas de Trujillo: el mar es tranquilo y limpio; el cielo despejado; no pierdo el tiempo y logro otear a las no pocas chicas lindas en bikini. De pronto los bríos vuelven a mí, me pongo como loco por tantas chicas lindas. Mis primos no parecen tan crispados como yo, ellos están jugándose bromas tontas, contándose chismes familiares, ajenos a mi deseo por abordar a las muchachas en trajes escuetos.

Tres chicas opulentas en atributos y bastante agraciadas se instalan a unos pasos de nosotros, tiran sus toallas y luego se echan a tomar sol; lo que me derrota en mi intento por mantener la calma y la cordura. Les digo a mis primos para ir a hablares; me dicen que no, que son chibolas, me recomiendan que no sea tan loco. Pero a veces no puedo evitar ser así de loco con chicas así de lindas.

Sin importarme nada más, me paro y voy hacia las chicas, no sé que les diré, no sé cómo reaccionarán, sólo avanzo hacia ellas con mi traje de baño de los red hot chili peppers y mis grandes lentes oscuros. Hola chicas, cómo están, por casualidad tendrán hora, fue lo que se me ocurre decirles. Las chicas me miran incrédulas, los veraneantes me miran pensando que soy un idiota, mis primos me miran pensando que soy aventado después de todo, y yo sólo espero a que las chicas en bikini se rían de mi pobre intento por hablarles.

Pero no se ríen, me miran llenas de mohines, yo temo lo peor, una de ellas saca su celular de un bolso y me dice la hora; me siento algo aliviado. Luego me pregunta a quemarropa: ¿de verdad sólo te acercaste hasta acá para preguntarnos la hora? Obnubilado divago un poco, pienso mi respuesta, pienso en que estas chicas sí que están buenas y menos mal que no se dan cuenta que las estoy viendo con fruición porque estoy con lentes oscuros; finalmente les digo: ¡no! Sólo lo inventé para acercarme y hablar un poco, para conocerlas, yo no conozco a nadie aquí, soy de Lima. Luego me sentí un tonto, debí haberles dicho algo más halagador. Otra de las chicas, una de bikini anaranjado, seguramente la más bonita, me dice que bacan, que por qué no me siento a tomar sol con ellas. Yo acepto encantado, me dejo caer en la arena a su lado, mis primos me miran atónitos, los veraneantes me miran envidiosos, y yo sé que ya no me aburriré más en Trujillo.

domingo, 4 de enero de 2009

La noche del accidente.

Es sábado en la noche, estoy sólo en el departamento, siento que estoy condenado a una noche parsimoniosa y jodidamente sola y abrumadora. Trato de escuchar música; no me quiero deprimir; fracaso, estoy deprimido. De pronto suena el celular, lo contesto rápido, cualquier llamada es buena en este momento, me habla Juan. El gran Juan está con el carro de sus padres, ha recogido a Pablo y están planeando hacer algo, me dice que están camino al depa, que vendrán a recogerme. Le agradezco, le digo que vengan cuanto antes, no soporto más estar sólo.

Minutos después, suenan bocinazos en la calle, oteo por la ventana, son Juan y Pablo, bajo enseguida. Retozando, entró al auto, saludo a mis amigos (y salvadores), y arrancamos sin rumbo, a cualquier parte. Sin saber a dónde ir, les recuerdo a los muchachos que Fernando, un gran amigo, alguna vez nos invitó a su bar que queda en Miraflores, prometiéndonos beber cerveza gratis. Entonces, nos dirigimos al bar de Fernando -apegados más al febril deseo de chupar sin pagar que al de saludar a nuestro viejo amigo-. Juan maneja con cuidado, con milimétrica atención, respetando todas las leyes de tránsito, ganándose bromas de parte mía y de Pablo, quienes le decimos que maneja como un abuelo.

Llegamos al bar en poco tiempo, es un lugar acogedor, se ve entretenido, Fernando nos saluda con alborozo, nos trata bien, es muy amable, nosotros lo estimamos, y más cuando cumple su promesa: chela gratis. Pablo y yo bebemos con gran devoción, chocamos nuestros vasos, nos reímos; pero Juan no toma, evita el alcohol, dice que no puede tomar porque está manejando. Plausible respuesta, pero no para nosotros, lo molestamos y le decimos que es un tonto, un plomazo. Pero Juan sigue firme, rechaza el trago.

Una vez terminada la cerveza gratis, Pablo, de una manera bastante prudente, nos dice que mejor nos vamos yendo porque Fernando ahorita viene y nos dice que ya no seamos conchudos y que por lo menos le compremos una botella de cerveza. Juan y yo asentimos, los tres nos ponemos de pie y nos despedimos de Fernando, prometiéndole que otro día regresaremos con dinero para consumirle algo. Fernando nos cree, o finge creernos, y nos acompaña hasta la puerta.

Caminamos de vuelta al auto de Juan, Pablo y yo estamos algo mareados, esas cervezas se nos subieron pronto a la cabeza, empezamos a hablar tonterías, las decimos en voz alta, nos creemos la gran cosa. Subimos al auto, Juan está tranquilo, nosotros con un ánimo exacerbado. Lo empezamos a molestar, le jugamos bromas de mal gusto, criticamos su trabajo, lo conminamos a que nos deje en nuestras casas porque le hemos puesto cinco soles de gasolina. Juan, nos sigue la corriente.

Camino a al depa, justo antes de llegar a la avenida Javier prado, Azuzamos a Juan a que acelere, le decimos que la pista está desierta, que vaya más rápido. Juan, seguramente cansado de las bromas nuestras por su aplomo y corrección al conducir, se solivianta y acelera de una manera brusca. De pronto, un auto que estaba a punto de cruzar la intersección de la avenida por dónde íbamos, aparece inesperadamente. Se escucha el sonido de las llantas de ambos autos pugnando por frenar, Pablo y yo gritamos asustados, Juan gira el timón de una manera tosca, pero ya es muy tarde, el otro auto nos ha chocado, suena el crujir denso de los fierros; nuestro auto se tambalea, está a punto de volcarse; yo , que estaba a la derecha en el asiento trasero, salgo disparado hasta el otro extremo, me golpeo el brazo; sentimos un remezón inenarrable; luego, nuestro auto vuelve al piso pesadamente, y yo sólo pienso que ojalá mis amigos estén vivos.

Muevo un poco el brazo, tengo algunos moretones nada más, Juan y Pablo están bien, pero asustados, como yo. Bajamos del vehículo, confundidos y asustados. El auto que nos chocó es un Mercedes Benz, lo conduce una señora de edad. La señora grita, se desespera, llama a la policía, dice que la culpa ha sido nuestra, nos dice que le paguemos los daños, nos recuerda que su auto es un Mercedes Benz y que la reparada nos saldrá cara. Son las cuatro y media de la mañana, hemos destruido la quietud de aquella avenida, el auto de Juan se ha destruido, el parachoques del Mercedes Benz se ha destruido. Sentimos que hemos estado a punto de morir. Un patrullero de la policía nos escolta a la comisaría de San Isidro para rendir declaraciones, Pablo y yo nos sentimos culpables, y más cuando escuchamos a la señora del Mercedes gritar una y otra vez: ¡Estos niños me han chocado, seguro se vienen de alguna fiesta, huélanlos, huelen a puro trago!