martes, 18 de enero de 2011

El loco de la casa.

Uno:
El loco de la casa ha descubierto con redoblado asombro la magnitud de la gracia del estado natural, del existir del mismo modo en que se pre existió siendo un neo nato sin tapujos ni vergüenza, así, en estado intemperantemente sano, exento de los pudores que empiezan cuando a uno le dicen qué debe cubrir y nunca mostrar. Él, ni tan tarde y mejor que nunca, se pasea por cuartos y habitaciones, mostrando con orgullo el cuerpo peludo, el cuerpo de un hombre en proceso a transformación de lobo; y de igual forma los tatuajes de los brazos y la zona urogenital agradecida, sintiéndose briosa por la brisa, menándose agraciada y cuasi viva.

Dos:
Sintió un barullo más arreciado de lo normal. Subió a casa a la carrera, con el corazón en órbita acelerada, y vio a su madre revoloteando todo y fisgoneando en su habitación. Su conducta se mudó a un temor dubitativo. La madre sollozó antes de hablar y tras alargar un gemido le mostró el resultado de su búsqueda, le alargó una bolsita transparente con hierbas verduscas en su interior, las cuales expelían una vaharada considerable. El loco de la casa lo negó todo, y se esforzó por ser lo más cínico e hipócrita que jamás fue. Con argucias contritas y hasta con indignación por el acuso, logró despistar a la cándida e ingenua madre, quien nunca volvió a sospechar de él.

Tres.
Hacía tiempo que no disfrutaba del verano, por eso cuando se relajó en aquel club de playa, sintió una melancolía antigua. Sintió una vez más (aunque esta vez de manera ostentosa), que las lucubraciones lascivas lo acechaban en cada uno de los cuerpos que miraba en derredor. Con algo innegable entre los pantalones, se metió a la piscina para tratar de soslayar lo vergonzoso, sin embargo, ante la presencia de más caras bonitas y cuerpos en bikinis, la pasión lo cegó y no pudo más que sumergir una mano en las celestes aguas y ser lo más discreto posible que puede ser un onanista. Tras largo rato, un suspiro terminó con su padecimiento y luego, sin hacer muchas celebraciones, salió de la piscina dejando sus instintos afiebrados en fluidos que, deseó, no se inoculen en alguna de las nadadoras deliciosas de aquel club.

Cuatro.
Sentado en un malecón, abrazando a su chica, acercó su vaso descartable lleno de whisky barato. Ambos celebraban su versión del año nuevo, como tantos sufridos veraneantes que hormigueaban aquella playa, aquella madrugada. El loco de la casa tomó con vehemencia, tenía razones, muchas (o quizá sólo una, con nombre y apellido, que derivaba en muchas), y se embriagó hasta ver el firmamento lleno de estrellas fugaces. Entonces, en un impulso cómico o trágico, divertido o suicida, bajó del malecón y corrió hacia las aguas, mientras iba lanzando sus ropas como alguien que se deshace de lo que ya no sirve. Así entró al mar oscuro y atemperado, ante la mirada de muchos y muchas, y lo primero que hizo en el año fue ahogar las penas en el mar, como no logró hacerlo con un whisky etiqueta roja.

Cinco.
El loco de la casa siempre vuelve a su círculo vicioso. Inmerso en un triunvirato séptico conformado por él, la noche, y las ganas de escribir. Todos se complementan, se necesitan y se terminan por juntar por las buenas o por las malas, y por eso el loco de la casa es como un vampiro, solo que en vez de alimentarse de sangre lo hace de sucesos truculentos que escribe agazapado. Y siendo ese híbrido vampiro, vive principalmente cuando la luna reina, cuando el sol y la gente y la bulla no están más. Entonces él, con el telón de las estrellas, con un teclado como volante, se sumerge a contar y a inventar y a exagerar (a veces todo junto, a veces sólo lo primero), y por eso mismo vive y vivirá consumiendo barbitúricos para la depresión, en una empresa lamentable. Porque ser loco cuesta, y eso él lo sabe por cuenta propia.

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