lunes, 29 de septiembre de 2008

ifoM*

Me es inevitable dejar de sonreír, dejar de cavilar en forma risueña, perderme en memorias anegadas de nostalgia, cada vez que los recuerdo. Las cosas que vivimos –que nos fueron pocas- atormentan a mis momentos más protervos, causándoles un relajo y un alivio, apaciguando así mis instantes más adversos, poniéndole fin a mis más aciagos e infaustos temporales.
Cuántas veces logramos capear esas cosillas arteras que nos ponía la vida para aguarnos la fiesta, cuántas.
Se me viene a la mente aquella vez en que nos escapamos a acampar a una playa lejana e improbable, de la forma más arcana e improvisada. Nos encontramos muy temprano y nos trepamos en un ómnibus bastante maltrecho, no sabíamos si nos llevaría a la playa, sólo confiamos en nuestro instinto aventurero. Anduvimos dos o tres horas arrellanados en esas butacas insoportables que resultaban soportables sólo por ustedes, el sol no tenía misericordia, una coca-cola helada para mitigar los rigores del gringo. Llegamos a la playa y fue gracioso verme tan animado, pero ya ustedes saben cuánto me gusta el mar. Caminamos por el malecón y nos tomamos fotos con un policía buena gente. Bajamos a la playa con sleepings, almohadas y pesadas mochilas a cuestas, nos apoderamos de una sombrilla que no resguardaba a nadie del draconiano sol y así pasamos un buen rato hasta que no aguantamos más y al agua pato, a nadar y hacer superman durante tres horas. Al atardecer algunas fotos más para el recuerdo y a comer duro porque el mar da hambre, pero nada que unas cuantas hamburguesas pantagruélicas no puedan solucionar. Caminamos por ahí, explorando el lugar, bromeando de todo y de nada, cualquier cosa era buen motivo para reír. Llegamos hasta el final de la playa y encontramos ese gran y antiguo peñasco que nos sorprendió tanto porque tenía una puerta de madera estilo colonial de algún otrora monje y unos túneles inescrutables. Pudo menos el miedo que la curiosidad, escudriñamos esos pasadizos tenebrosos, mi temor fue de una evidencia contundente al ser yo el último de esa fila investigadora, qué pena descubrir que todo era, o alguna vez fue, la antigua entrada a un club privado. Pero bueno, la experiencia queda y esa misma experiencia nos atormentó en la noche, cuando improvisamos un campamento bastante rústico. No fue, precisamente, una buena idea narrar relatos de horror en esa solitaria playa, porque literalmente estábamos solos ahí. Era increíble atisbar a la derecha y a la izquierda y no ver nada más que arena y playa, y claro a nosotros mismos. Allí, en medio de la nada, con ese cielo lleno de estrellas –me reafirmo en que vi pasar fugazmente más de un platillo volador-, me sentí más cerca de ustedes, nunca hubo nada sexual entre nosotros, sólo un lazo amical y cómplice que nos unía hasta ese cielo estrellado y en plenilunio.
Por eso recuerdo ahora esa aventurilla pasajera que resulto teniendo un cariz feérico y de inconmensurable complicidad. Yo la rememoro con cariño y gratitud –lo mismo que siento por ustedes, si lo saben ¿no?-, aunque haya pasado algún tiempo. Esa huella –a diferencia de la que dejé yo con mi nombre en la arena y seguramente el mar suprimió en segundos- queda y quedará para toda la vida.

1 comentario:

  1. Algo como eso lo recuerdas siempre, y a ustedes tambien. El paso del tiempo no ha amortiguado el gran cariño que les tengo y .. bueno te olvidaste de mencionar al monje loco!! imperdonable! en la noche ira por ti! jaja! ese dia fue super .. queda!

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