
martes, 26 de agosto de 2008
Oído a la música.

viernes, 8 de agosto de 2008
No soy un cuentero.
Estoy en la cafetería de la universidad hablando de literatura con uno de mis mejores amigos. Debatimos sobre algunos autores, nuestros gustos novelescos, yo nombrando siempre a ese escritor que tanto admiro, mi amigo diciendo que ese escritor solo escribe para la polémica. Mi amigo me pregunta como va mi futura novela, le cuento que estoy trabajando en ella fervientemente, que estoy tratando temas bastante comunes en un adolescente por lo que se está tornando algo truculenta. Él me alienta, me dice que mejor así, tiene q ser una obra contundente sentencia. Luego me pregunta si tengo el contacto de alguna casa editora, le digo que he estado averiguando y me llevé una aciaga sorpresa, los costos por una publicación son altísimos le dije. ¿Y no has averiguado acá en la universidad?, debe tener una editorial, más aún siendo esta facultad de comunicaciones, me dice.
Es así que azuzado por la iniciativa esperanzadora que me alcanzara mi amigo, me encaminé a la coordinación de la universidad en busca de respuestas – de preferencia positivas-, voy a hablar con el coordinador le dije al vigilante que se me puso al frente para impedir mi paso, me permitió pasar, entré a esa oficina de puertas de vidrio, el coordinador hablaba amenamente con dos profesores, soltaban largas risotadas, decidí ser prudente y esperar a que terminaran de platicar. Rato después –largo rato- se acerca a mi el coordinador, bastante rollizo, bien peinado él, con su terno de liquidación, y en la cara una media sonrisa, ¿si alumno, que desea?. Buenas tardes profesor, soy alumno del décimo ciclo y además un escritor incipiente, por lo cual quería averiguar que posibilidades hay de que la universidad se interese en publicarme, quizá fui demasiado conciso en mi descripción, el coordinador secándose la frente con un pañuelo me dijo con un tono bastante socarrón: bueno alumno aquí publicamos los libros del decano, porque la verdad la verdad aquí los escritores y poetas como tu, ¿Por qué tu eres poeta no?, tienes pinta de poeta, todos están muy pichoncitos. Entiendo dije, estaba contrariado, bueno yo en realidad aspiro a ser un novelista, no me dejó terminar, el profesor me atropelló con sus palabras, enséñale tus cuentos a algún profesor de literatura. ¿Cuentos? Pensé. ¿En que te estas especializando? Preguntó, en publicidad respondí, achachay entonces mejor dedícate a la publicidad en vez de estar metiéndote en escrituras oiga, concluyó el coordinador. Gracias por su tiempo mister, traté de menoscabarlo. Mister no, master me corrigió. Hasta luego maestro me despedí. Salí de esa oficina oscurantista, ¿Qué tal te fue? Me pregunta mi amigo, terrible – respondí- pero la experiencia me servirá para hacer un cuento.
Es así que azuzado por la iniciativa esperanzadora que me alcanzara mi amigo, me encaminé a la coordinación de la universidad en busca de respuestas – de preferencia positivas-, voy a hablar con el coordinador le dije al vigilante que se me puso al frente para impedir mi paso, me permitió pasar, entré a esa oficina de puertas de vidrio, el coordinador hablaba amenamente con dos profesores, soltaban largas risotadas, decidí ser prudente y esperar a que terminaran de platicar. Rato después –largo rato- se acerca a mi el coordinador, bastante rollizo, bien peinado él, con su terno de liquidación, y en la cara una media sonrisa, ¿si alumno, que desea?. Buenas tardes profesor, soy alumno del décimo ciclo y además un escritor incipiente, por lo cual quería averiguar que posibilidades hay de que la universidad se interese en publicarme, quizá fui demasiado conciso en mi descripción, el coordinador secándose la frente con un pañuelo me dijo con un tono bastante socarrón: bueno alumno aquí publicamos los libros del decano, porque la verdad la verdad aquí los escritores y poetas como tu, ¿Por qué tu eres poeta no?, tienes pinta de poeta, todos están muy pichoncitos. Entiendo dije, estaba contrariado, bueno yo en realidad aspiro a ser un novelista, no me dejó terminar, el profesor me atropelló con sus palabras, enséñale tus cuentos a algún profesor de literatura. ¿Cuentos? Pensé. ¿En que te estas especializando? Preguntó, en publicidad respondí, achachay entonces mejor dedícate a la publicidad en vez de estar metiéndote en escrituras oiga, concluyó el coordinador. Gracias por su tiempo mister, traté de menoscabarlo. Mister no, master me corrigió. Hasta luego maestro me despedí. Salí de esa oficina oscurantista, ¿Qué tal te fue? Me pregunta mi amigo, terrible – respondí- pero la experiencia me servirá para hacer un cuento.
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Universidad de San martpin de porres
domingo, 3 de agosto de 2008
Corte (De apariencia)
Fueron días, meses de espera. El tiempo pasó lentamente pero el deseo de contar con esa cabellera que delatara mi personalidad contracorriente mitigaba todo letargo.
Y así, toda labor tiene una recompensa, vi por fin crecer mi pelo a proporciones que muchos consideran dudosas para un varón.
Ese aspecto bohemio – y desordenado – que conllevaba andar con pelo largo me caía en gracia, me sentía más que feliz. Claro que esa felicidad no la compartía con nadie de mi entorno, pues dicha cabellera contaba con más de un enemigo incansable: En casa, donde me llamaban "melenudo"; entre mis amigos: diciéndome “flaquita” y ni que decir de la universidad donde no solo compañeros sino también profesores me conminaban a que algún conocedor de las tijeras moldeara y encaminara por el sendero del bien a tan prodiga melena.
A mi me tenían sin cuidado las –gratuitas- diatribas, sin embargo, una tarde cualquiera, azuzado por un mal día y por la rebeldía que invadía a mi pelo, el cual se mostraba reacio a permanecer como yo quería, acepté –despechado- una invitación que me alcanzara mi padre, con palabras que secundaban mi animosidad peluda, para visitar a un estilista: Vamos a que te desahueven el pelo.
Sentado en esa silla que me resultó cómoda y viendo atravez del espejo a un sujeto que me resultó demasiado disforzado, empezó la debacle de mi look. Vi un mechón de pelo tras otro caer al piso donde ya se formaban pequeños cúmulos negros, recordé todo el tiempo que me tomó tener esa apariencia bohemia, las bromas que me gastaban mis amigos y de las que yo me reía más que ellos y vi a mi profesora de universidad atrás mío que me decía con un tono socarrón: Ya ve Fernández, tarde o temprano tenía que hacerme caso, ahora el segundo paso es tomarse un foto tamaño carné y adjuntarla en su curriculum.
De pronto la voz del estilista termina con mis cavilaciones: Listo, ya esta, quedó regio, atisbe mi reflejo en ese espejo reluciente y la imagen que regresó a mi fue devastadora, parecía un chiquillo escolar, de mi cabellera no quedaba nada, había sido reducida a escombros por el actuar vehemente de esas tijeras inescrupulosas.
Derrotado salí del lugar, caminando de regreso a casa vi a dos señoras de avanzada edad, escuché que una le decía a otra, que lucía una túnica morada y un crucifijo en el pecho: el hábito no hace al monje.
Y así, toda labor tiene una recompensa, vi por fin crecer mi pelo a proporciones que muchos consideran dudosas para un varón.
Ese aspecto bohemio – y desordenado – que conllevaba andar con pelo largo me caía en gracia, me sentía más que feliz. Claro que esa felicidad no la compartía con nadie de mi entorno, pues dicha cabellera contaba con más de un enemigo incansable: En casa, donde me llamaban "melenudo"; entre mis amigos: diciéndome “flaquita” y ni que decir de la universidad donde no solo compañeros sino también profesores me conminaban a que algún conocedor de las tijeras moldeara y encaminara por el sendero del bien a tan prodiga melena.
A mi me tenían sin cuidado las –gratuitas- diatribas, sin embargo, una tarde cualquiera, azuzado por un mal día y por la rebeldía que invadía a mi pelo, el cual se mostraba reacio a permanecer como yo quería, acepté –despechado- una invitación que me alcanzara mi padre, con palabras que secundaban mi animosidad peluda, para visitar a un estilista: Vamos a que te desahueven el pelo.
Sentado en esa silla que me resultó cómoda y viendo atravez del espejo a un sujeto que me resultó demasiado disforzado, empezó la debacle de mi look. Vi un mechón de pelo tras otro caer al piso donde ya se formaban pequeños cúmulos negros, recordé todo el tiempo que me tomó tener esa apariencia bohemia, las bromas que me gastaban mis amigos y de las que yo me reía más que ellos y vi a mi profesora de universidad atrás mío que me decía con un tono socarrón: Ya ve Fernández, tarde o temprano tenía que hacerme caso, ahora el segundo paso es tomarse un foto tamaño carné y adjuntarla en su curriculum.
De pronto la voz del estilista termina con mis cavilaciones: Listo, ya esta, quedó regio, atisbe mi reflejo en ese espejo reluciente y la imagen que regresó a mi fue devastadora, parecía un chiquillo escolar, de mi cabellera no quedaba nada, había sido reducida a escombros por el actuar vehemente de esas tijeras inescrupulosas.
Derrotado salí del lugar, caminando de regreso a casa vi a dos señoras de avanzada edad, escuché que una le decía a otra, que lucía una túnica morada y un crucifijo en el pecho: el hábito no hace al monje.
Puede que tenga razón pensé.
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