Hay dos cosas que se han vuelto una constante en mi vida, dos cosas de las que no me puedo
librar y que se han apoderado de mis días: Las películas de gánster, y el perro
que tiene como mascota el vecino de abajo.
Desde luego, ambas llegaron a mí de esa forma en que arriban
las cosas que te van a marcar: sin buscarlas, buscándote ellas a ti, es decir,
de manera involuntaria. No sé si califiquen como un castigo, pero algo por el
estilo son, digamos, un estigma, un tatuaje, una marca.
Me hice fan de las películas de gánster viendo El Padrino. ¡Oh,
Dios santo! Recuerdo haberme soplado la película entera viendo boquiabierto a
esos italoamericanos disparar y recibir disparos, matar por placer y morir en
su ley, hablar con sonsonetes y hablar en italiano, ver a Marlon Brando y ver a
Al pacino.
Me hice enemigo del perro de abajo desde hace mucho. Porque
no me gustan los animales, menos los perros, menos los feos, y mucho menos los
agresivos, y este es todo aquello resumido en un amasijo con cola, colmillos y
orejas puntiagudas.
Después de ver El Padrino, es un problema ver una película
conmigo, ya no existe otro género para mí que no sea el que involucre La Mafia.
Cuando alguien me propone ir al cine, yo respondo con la ahora pregunta cliché
de “¿Ya viste Scarface, ya viste El Padrino, la uno, la dos, la tres?, creando
un verdadero malestar en mis acompañantes, que por lo general quieren ver algo
más fresa, como alguna película entendible de Adan Sandler.
Después de que ese perro se cruzó en mi vida, ya no puedo
hacer otra cosa que odiarlo. Pues, en poco tiempo se ganó mi total rechazo y
desprecio, y en tiempo record nos hicimos enemigos a causa de sus ladridos
nocturnos, de sus meadas en mi escalera, y de su sin igual esmero en cagarse en
la entrada de mi casa.
A propósito de Scarface, ¡qué locura!, ¡cómo amo esa cinta!
Me gusta tanto Cara Cortada, que la he visto cientos de veces, en ocasiones,
dos veces en un día, e, inevitablemente, me he memorizado partes enteras de la
magnífica actuación de Al Pacino, sobre todo esa parte de “…Antonio Montana, and you? What you call
yourself?”
Hablando del perro, ese ejemplar de la más selecta retahíla de
impresentables, son muchas las veces en que me ha mordido el pantalón, me ha
mostrado sus colmillos amarillentos, y me ha dejado con la terrible sensación
de que soy un idiota, y de que es un ser más bravo de lo que yo puedo llegar a
ser.
Una noche, terminando de ver El Padrino no sé qué número,
bajé a comprar unos chocolates, y mientras retornaba a casa el perro me saltó
encima. Mala idea la del can, déjenme decirles, pues yo, como siempre me
ocurre, tras ver una película termino muy involucrado con la misma, si es una
película que me ha gustado más aún. Así que venía yo con los modismos, lenguaje
y poses de un gánster italoamericano.
El perro me bramó y se me lanzó de pecho, más avezado que
nunca, y yo (más mafioso que ninguna otra vez) le aventé una patada y un par de
puñetazos en el hocico. El perro se mostró sorprendido, tremendamente
confundido por mi arremetida. Y yo, no contento con haberlo dejado con el rabo
entre las patas, le propiné un escupitajo y una patada más.
El sabueso partió llorando, mientras yo lo correteaba uno
pasos, a los gritos Al pacinescos de “I told
you, motherfucka, don´t fuck with me, don´t fuck with me”.
Aquella noche mágica se juntaron mis dos últimas constantes,
mis estigmas, mis tatuajes. Usé una para vencer a la otra, al menos por esa
noche, pues el perro del vecino aún se sigue meando y cagando en mi pórtico, lo
que me hace pensar que debo ver algunas veces más Cara Cortada, para
envalentonarme y meterle un tiro definitivo entre los ojos.
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