Ha pasado un día más, es cierto, pero le pareció un año
entero. Han pasado días, semanas y meses, y cada uno resultó peor que su
predecesor. Le ha parecido un año el último día, sobre todo el último, porque
durmió un poco a la mañana, reptó por la habitación a la tarde, y la noche y la
madrugada fueron un castigo inenarrable. Una tropelía. Lo más feo fue que
intentó llorar para al menos dejarse arrastrar por el momento, pero ni esa
victoria pírrica se le concedió: no pudo.
Escuchó música y se asqueó, hasta las canciones que antes le
pudieron parecer sublimes, esta vez le causaban repudio, y las repudiaba más
porque no eran capaces de sacarlo de sus trances, de sus vendavales de culpa,
remordimiento, pena y melancolía.
Con los ojos clavados en ninguna parte, se retorció por
dentro pensando lo inconfesable, pensando en sus bajezas, en cada una, viéndolas
claramente, erigiéndose una tras otra como naipes del destino. La tormenta,
sentía una tormenta. Todas las bajezas no era lo que él pensó, todas ellas no
eran circunstancialidades, no eran momentos, no eran lapsos. No. Eran
canalladas y estupideces que llevaban su nombre, su firma, y sus vulgares
intenciones.
Sacó algunas fotos del baúl, fotos de rostros, de tiempos,
de momentos, de vísperas de sus fechorías, y al verlas se dio cuenta de que
nada sería como antes. Antes pasaba los dedos por las fotos, como tocándolas,
como amándola en secreto, como pidiendo perdón, y luego esbozaba una sonrisa
porque creía haber encontrado cierta disculpa, una suerte de sosiego, una especie
de promesa de que alguna vez será. Esa esperanza lo llenaba y lo alimentaba,
pero de eso antes.
Observó las fotos y se sintió paralizado por la ausencia de
todo, de todo menos de la culpa. El alma, él estaba seguro de que era su alma
la que lo había abandonado a su suerte. Ya sin alma no sintió nada más que la
verdad, la crudeza, la crueldad de la realidad, del pasado, del presente y de cada
abyección.
Ese momento fue tan duro porque fue la suma de muchos, de
sus engaños, de su falso arrepentimiento, de su traición, de su tonta espera,
de su estúpida ilusión que rezaba al universo y al destino de que algún día
todo volvería a la normalidad. Entonces con las manos en el cabello comprendió
que jamás nada se arreglará, que su historia jamás tendrá un final feliz, y que
tampoco, al menos para él, tendrá si quiera un final, una muerte, sino que
continuará con pesadillas y recuerdos turbios, en una agonía vitalicia.
Susurró entre dientes mil perdones, alzó la voz, gritó. Todo
en vano, en el fondo sabía que esos perdones iban a ningún lugar, o a
cualquiera menos a donde él quería que fuesen. Las manos en el piso, nauseas, rompió
las fotografías, las despedazo repitiendo que ya no merecía ni eso, ni verla a
la cara a través de un papel.
Tomó un poco de agua del vaso, engulló el líquido que pasaba
frio por su garganta. Intentó tragar del mismo modo las consecuencias suyas,
las de sus nimiedades, pero fracasó, los hechos lo acorralaban y no tenía si
quiera sentido rehuir de ellos, escapar, esconderse, acobardarse, nada tenía
caso, ellas estaban ya en todos lados.
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