Llegó de la manera más inesperada, de una forma
sorprendente, como lo era todo en él. Yo lo conocí casi por casualidad, es
decir, vi su nave instalada en medio del bosque, una nave pequeña de punta roja
y lucecitas tintineantes. Sentí ganas de huir, sin embargo algo me obligó a no
hacerlo, el destino seguramente.
Me acerqué con cuidado, con miedo de él y con miedo a no
espantarlo, y de pronto ya estaba escudriñando su nave, y pasando mis manos por
ella, intrigado, ansioso, y de pronto, por la ventanita redonda del cohete,
apareció su rostro, se asomó un segundo y luego se ocultó reprimiendo una
risilla pícara.
Ese primer contacto me encantó, me dejó atónito, embelesado:
su rostro era cándido, sus ojillos resplandecientes, su sonrisa entera, con
hoyuelitos a los lados, y el pelo revoloteado, como un arbusto color castaño.
Totalmente atraído por el pequeñin, me acerqué a la nave y le di uno toques
suaves, pasándole la voz. El pequeñin se volvió a asomar, infló los cachetes y
movió la cabeza en señal de un “no”. Luego me sacó la lengua y se escondió
nuevamente.
Decidí no molestarlo, no quería hacerlo enfadar, no quería
que me guarde rencor. Me alejé un tanto y me apoyé sobre un árbol a descansar.
Desde allí, vi como el pequeñín bailoteaba, moviéndose graciosamente, como un
pececillo, moviendo los diminutos hombros enfundados en su traje color azul.
Cuando terminó de danzar lo aplaudí, pero él no me hizo caso.
Me animé a preguntarle su nombre, y tras insistirle con
aquella duda, terminó por señalarme las estrellas. Asumí que me estaba
ignorando, que no guardaba interés en mí, pues se veía maravillosamente feliz
en su mundo, sin necesidad de nadie más. Me permití una sonrisa a modo de
despedida, y volteé para marcharme, sin embargo, su voz me detuvo: Cuidado en
el bosque, moradito.
Extrañado, volteé. No sabía mi nombre, me llamaba con cariño
por el color de mi suéter. Debo reconocer que lo amé, lo amé de tanta
admiración y ternura. El pequeñin estaba apoyado en la ventana de su nave,
mirándome, escudriñándome a mí y al bosque. Un conejo pasó retozando, pero no
le hice caso, yo estaba expectante a cualquier actuación del pequeño. “¿no te
gusta el animalito?”, me preguntó, con una pequeña voz ronca. “No, no es eso,
me encanta”, exageré.
El pequeño forastero me observó largo rato más, a veces
también perdía su mirada en el cielo. Entonces, recogí del pasto al conejo, y
lo alcé en brazos, arrullándolo. El pequeñin, apoyado el mentón sobre las
manos, me dijo: “Exagerar es igual a mentir”. Quedé desconcertado, apenado de
repente. “Y mentir es herir… ¿no te gusta mucho el animalito, verdad?”, añadió,
más comprensivo que acusador.
“No te equivocas”, le dije, y antes de proseguir el
forastero tomó la palabra: “Tal vez cuando tu corazón no exagere, podamos ser
amigos”, y luego se retiró de la ventanilla, dejándome estupefacto. La nave
empezó a hacer ruidos raros. Me preocupé, muchísimo, sentí mucho miedo. Los
propulsores se encendieron y la nave se levantó de los suelos. “¡Hey, espera,
¿a dónde vas?, espera!”, me atolondré, entonces el pequeñin apareció de nuevo
en la ventana, y me señaló la estrella más grande: “voy de regreso, te enseño
donde vivo para que sepas que algún día volveré”.
Casi tenía lágrimas en los ojos, fuera de orgullos realmente
añoraba su amistad. Lo último que me dijo me alivió, pero igual no quería
resignarme: “¡vuelve, podríamos dar un paseo!”. La nave estaba ya varios metros
elevada, y solo detuvo su trance unos instantes para dejarme oír al pequeñin: “Cuidado
en el bosque, moradito”. Luego partió dejando una estela brillante. Meditabundo,
me abrí paso entre las ramas, regresé al bosque donde todo seguía igual y me
perdí entre los árboles con la certeza de que no podría dejar de pensar en él.